La deuda está saldada,
El veredicto emitido,
Las Furias calmadas,
La plaga controlada,
Todas las fortunas hechas.
Gira la llave y cierra la puerta.
Ahora todo está seguro y protegido.
Ni los dioses pueden sacudir el Pasado;
El veredicto emitido,
Las Furias calmadas,
La plaga controlada,
Todas las fortunas hechas.
Gira la llave y cierra la puerta.
Ahora todo está seguro y protegido.
Ni los dioses pueden sacudir el Pasado;
–Ralph Waldo Emerson: The Past
Cuando abrí el buzón y saqué el paquete que había dentro, el corazón me dio un brinco. Entre las cuentas y los panfletos comerciales, había una carta. El nombre y la dirección del remitente me eran familiares: Hildegard Austerlitz, Dusseldorf, Germany. Corrí impacientemente escaleras arriba, anticipando su contenido. Después de leerla, me sentí contento y decepcionado al mismo tiempo.
Querido Basilio: ¡Qué gran sorpresa recibir una carta tuya después de tantos años! Muchas gracias. Lamento mucho no poder reanudar nuestra correspondencia. Tengo ochenta y seis años. Ya no puedo seguir escribiendo. Pero quería que supieras que recibí tu misiva, y que todavía vivo en el mismo apartamento, en Dusseldorf. Sólo el código postal cambió (antes era 9200, ahora es 09599). A pesar de eso recibí tu carta. Te deseo lo mejor en tu vida futura. Saludos de Hildegard Austerlitz.
Meses antes había enviado ochenta y siete cartas. Una por una, me fueron devueltas, con diferentes notas estampadas: «Dirección equivocada», «Código postal no existe», «El destinatario ya no reside en esta dirección», «Devolver al remitente».
Desde que era muchacho, siempre he querido viajar por todo el mundo, y conocer gente de todos los rincones de la tierra. Acostumbraba a mirar durante largo rato, extasiado, las fotografías del libro de Geografía, soñando que un día visitaría esos lugares remotos.
Pero antes de que existieran el Internet y el correo electrónico, mi única ventana al mundo eran las ondas cortas. Gracias a la magia de la ionosfera, podían viajar por todo el globo rebotando del cielo a la tierra. Todas las noches me pasaba un par de horas sentado junto al viejo radio Philips. Recuerdo la emoción que sentía cuando podía sintonizar la señal de una estación de radio de países lejanos como Japón, o la República Sudafricana. Yo era un oyente asiduo de BBC, Deutsche Welle, Radio Netherland, Radio France International, Radio Canada International, y Radio Moscow, entre otras. Las emisoras tenían clubes de oyentes, y listas de correspondencia. Esas listas se enviaban a todos los miembros, para que se escribieran entre sí. Es así cómo llegué a tener ochenta y siete corresponsales, es decir, amigos por correo. Durante años intercambiamos postales, estampillas, monedas, billetes, y detalles de nuestros países y nuestra vida cotidiana.
En 1988 les escribí a todos, informándoles que me trasladaba a otro país; que las cartas cesarían por un tiempo; que los comienzos eran siempre dificultosos, pero que reanudaría la correspondencia, una vez que me estableciera en mi nuevo domicilio. La verdad es que el principio fue mucho más difícil de lo que esperaba. Emigrar a una nueva tierra donde no tenía familiares, ni amigos, ni conocidos; con una esposa, un niño de tres años, y un bebé de nueve meses, fue sumamente complicado. La nostalgia, la soledad, el invierno, y los problemas financieros, resultaron ser un peso que me oprimía. Las vicisitudes de la vida me hicieron perder el rumbo, y nunca más escribí.
Veinticuatro años más tarde, rebuscando en un baúl donde guardo cosas de cuando mis hijos eran niños, me topé con una lista de nombres y direcciones. La sorpresa fue grande cuando la reconocí como la lista de mis corresponsales. Una ola violenta de nostalgia me arrastró, y decidí escribirles una vez más. Sabía que era una causa perdida, como poner un mensaje en una botella, esperando que de alguna manera alcanzara el otro lado del océano. Creí que lo más probable era que todos se habían mudado, y que, por lo tanto, nadie respondería. Pero, lo hice de todas maneras. Meses después, cuando ya había abandonado el proyecto, no sin una cierta amargura, recibí la carta de Hildegard. Volví a ella un poco tarde. Su vida había cambiado. La mía también.
En la actualidad, intento encontrar satisfacción en diversos aspectos de la vida, como leer, escribir, viajar, la música, esparcir paz y buena voluntad entre mis congéneres. Últimamente he estado tratando de conectarme de nuevo con los viejos amigos, compañeros de escuela, antiguos maestros. Supongo que, intentando minimizar la soledad existencial y darle alguna dirección a mi vida a través del amor y las relaciones interpersonales. Es la única manera que conozco de alcanzar la salvación.
Visité mi antigua escuela. Después de muchos años de buscar a mi querida maestra de segundo curso, finalmente la encontré. Vive en New York. Hablé con ella por teléfono en dos ocasiones. Le dije que iría a New York exclusivamente para verla. Me aseguró que me estaría esperando. El verano pasado fui. La llamé muchas veces, pero siempre respondía la máquina contestadora. Le dejé muchos mensajes informándole que estaba en la ciudad, y que deseaba reunirme con ella. Pero no respondió. No conocía su dirección. Como resultado, me fui sin verla.
En sentido general, el esfuerzo ha sido infructuoso. Casi todas las cartas que mandé a mis anteriores corresponsales me fueron devueltas. Evidentemente, se han mudado. O, siempre existe esa posibilidad, acaso no quieran responder; quizás no quieran reconectarse con los viejos amigos; y tal vez tengan razón. Probablemente no es buena idea tratar de regresar en el tiempo. El pasado es el pasado y tenemos que dejarlo atrás. Debemos movernos hacia delante, y sólo hacia delante.
© William Almonte Jiménez, 2014