Las Aves del Cielo

 Observen atentamente las aves del cielo, porque ellas no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; no obstante, su Padre celestial las alimenta. ¿No valen ustedes más que ellas?

 – Jesús de Nazaret - (Mateo 6:26)

Pausadamente, titubeando, como si al hacerlo estuviera cometiendo un crimen, Claudino cogió los cinco pesos mugrientos y arrugados  que la niña había dejado sobre el mostrador hacía un momento. Con un ligero temblor en la mano que sostenía el dinero, miraba abstraídamente hacia el suelo. Su hijo lo observaba, desorientado, incapaz de adivinar y comprender lo que le estaba pasando por la cabeza a su padre.

  

Después de haber estado jugando pelota y bellugas con sus amigos en el solar de Cheché, Domingo se fue a la pulpería de su padre para ayudar un poco. Al momento de entrar había una niña de más o menos su edad, unos ocho años, que estaba comprando algo. Claudino terminaba de decirle a la niña: «Dile a tu papá que quiero hablar con él, que venga por aquí.» Ella salió de la pulpería y se dirigió al callejón de Cristina, al final del cual, cerca del río, estaba la choza donde vivía. Luego de una media hora, la niña regresó a la pulpería y le dijo a Claudino: «Dice papá que él no puede venir.» Y de nuevo cogió el rumbo del callejón de Cristina.

     Claudino, caminando de un lado para el otro, detrás del mostrador, dirigiéndose a su hijo, como si Domingo, a los ocho años de edad, hubiera tenido la facultad de entender la situación, dijo: «Tú ves, ese es el problema, uno le fía a la gente, y luego no quieren pagar.  De esa manera, la pulpería se irá a la quiebra. Domingo, ve a la casa de don Ramón, y dile que por favor pase por aquí, que tengo que hablar con él.»

    Domingo se encaminó al callejón de Cristina y bajó por el sendero, pedregoso a veces, fangoso otras, que llegaba hasta el río. Sabía dónde vivía don Ramón; en una de las últimas casas de la trocha que casi tocaban el agua. Había estado allí antes; acostumbraba a bajar hasta la orilla misma del río a atrapar pececitos con un pedazo de tela de mosquitero, que hacía las veces de red de pescar; luego los metía en lo que fue antes un frasco de aceitunas; después de una semana los peces morían, a pesar de que cambiaba el agua del frasco todos los días; y entonces volvía al río a pescar otros. Es algo que hacían los otros muchachos del barrio. Domingo no lo hacía a espaldas de su mamá, que le permitía ir, advirtiéndole firme y sentenciosamente, que no pusiera un dedo del pie en el agua, que el río era peligroso, sobre todo para la gente como él que no sabía nadar; que se acordara de que fue así como Lita, con apenas cinco años, se ahogó; desapareció del barrio, y después de tres días de buscarla por todas partes encontraron su cuerpo río abajo, enganchado en unas ramas que el torrente había empujado hacia la ribera. Esa vez a Domingo le pareció que el barrancón había crecido mucho desde la última vez que estuvo allí; le pareció más sucio, más derruido, y con más gente. En cada lado había una fila de casas que parecía interminable. Llamarlas casas era empujar la semántica hasta ciertos límites; en realidad eran un bulto informe de chozas, cajones, refugios improvisados, uno al lado del otro, o uno encima del otro;  hechos de pedazos de yagua, cartón, madera u hojalata; con el techo de cana y el piso de tierra; en algunas de ellas las puertas y las ventanas eran trozos de  sacos de henequén. La basura se acumulaba por doquier a lo largo del trillo; un tropel de niños de todas las edades, descalzos y sin camisas, jugaban, sin importarles los pozos de agua estancada, infestados, con toda seguridad, con todo tipo de microbios. Era difícil saber cómo podían sobrevivir en ese ambiente. Las aguas del río estaban contaminadas. Con sólo echarle un vistazo al barrancón no se podía determinar dónde se proveían de agua para beber, cocinar, bañarse; o si el río era el único lugar dónde podían hacer sus necesidades.

     Cuando llegó a la casa de don Ramón, Domingo se sorprendió. En realidad, no había razón para ello; había estado muchas veces en el callejón de Cristina, y estaba familiarizado con la miseria en la que vivían sus moradores. En su casa no eran ricos, y antes eran mucho más pobres, pero cada vez que pasaba por el barrancón, camino al río, a atrapar pececitos con su red hecha de tela de mosquitero, le parecía que ese nivel de indigencia no lo había visto antes. La casa de don Ramón era  una barraca con paredes de yagua, techo de cana, piso de tierra, y dos cuartos. En uno, seguramente dormía toda la familia, cinco, y el otro era, al mismo tiempo, comedor, sala y cocina.

     Don Ramón estaba de pie, mirando por la ventana, a lo lejos, dándole la espalda a Domingo. Su mujer estaba sentada a la mesa de comer, el único mueble que había. Jugando en el piso de tierra había dos niños pequeños. La niña, que era aproximadamente de su edad, estaba parada en un rincón, y lo miraba con rencor, como si Domingo fuera el culpable de la situación por la que estaba pasando su familia, o fuera el representante del sistema injusto e inmisericorde que los mantenía inmersos en la necesidad. Después de saludar, Domingo le dijo a don Ramón que su papá quería verlo. «Dile a tu papá que no puedo ir», respondió don Ramón, malhumorado.

     El niño regresó a la pulpería y le refirió a su papá la respuesta de don Ramón.   Claudino, enojado, levantó la voz encolerizada. «Así no puedo seguir, si la gente me debe tiene que pagarme; sino adónde voy a ir a parar. La pulpería se irá a la quiebra. Domingo, vuelve a la casa de don Ramón y dile que por lo menos venga para que hablemos, para que hagamos un arreglo, algún plan de pago. Dile que tiene que venir.»

   Domingo retornó a la casa de don Ramón. Esa vez lo encontró sentado junto a la mesa, con la cara entre las manos. Cuando lo saludó, don Ramón se volvió paulatinamente para mirarlo, con un semblante extraño que asustó a Domingo. El hombre le pareció  preocupado, decaído, descompuesto. Cuando Domingo le repitió a don Ramón el mensaje de su papá, el hombre explotó de la rabia y la desesperación. Se levantó de la silla donde estaba sentado y, mirando hacia el techo de la casa, comenzó a gesticular con los puños cerrados y a gritar improperios que Domingo no entendía. La rabia no iba dirigida hacia Domingo, sino al cielo inmutable, al universo silente, a su dios indiferente, tal vez. Entonces, levantando la voz, con la cara desencajada por la cólera y la voz quebrada por la congoja, le dijo al niño: «Dile a tu papá, que no voy porque no puedo pagarle. ¿Lo entiendes? Es que no puedo pagarle, no puedo pagarle, no puedo pagarle», y repitió la frase varias veces, levantando la voz cada vez más, en un crescendo que lo dejó agotado. Entonces se desplomó sobre la silla, y con la cara entre las manos se puso a llorar, mientras su mujer y sus tres hijos lo observaban, sobresaltados. Domingo también lo estaba; el cuadro de un hombre sollozando nunca deja de ser desconcertante.

     Domingo volvió a la pulpería sintiendo un hueco en la boca del estómago, producto de la recién adquirida certeza de que algo no andaba bien en este mundo. Una vorágine de ideas confusas se arremolinaba en su mente. Pensaba que por las noches, cuando llovía a cántaros, tenía un refugio cálido en el cual dormir, seguro, arrullado por el ruido que hacía la lluvia al caer con furia sobre el techo de zinc de la casa; sabiendo que en el cuarto contiguo estaban sus padres que sí velaban por él y sus hermanos. ¿Qué le estaba pasando exactamente en ese momento? A su edad, no podía saberlo. ¿Reflexionaba tal vez sobre el hecho de que no conocía lo que era la verdadera miseria, no tener qué comer? ¿Consideraba que en su casa, aunque eran nueve personas, y eran relativamente pobres, no faltaba lo necesario: ropa, zapato, casa,  comida, y también la escuela, como decía su papá? Sus padres se ocupaban de la familia; había por lo menos una radio, donde su mamá escuchaba las radionovelas. ¿Sentía compasión por aquella niña de su edad; por don Ramón y su familia, que se debatían en el infortunio? ¿Meditaba quizás sobre la injusticia del mundo? ¿Es que a los ocho años de edad se puede racionalizar ese tipo de cosas? ¿O acaso trataba de entender por qué había gente que no tenía qué comer? ¿O en qué no era posible que algo así sucediera? ¿Si hasta a los animales Dios les daba de comer, por qué no a don Ramón y su familia? ¿Lo dejaba perplejo la contradicción entre lo que vio ese día y lo que le decían en la parroquia durante el catecismo las tardes del sábado: que existe un dios de amor que vela por nosotros, y que si él se ocupa de alimentar los pájaros del cielo con más razón se va a ocupar de nosotros?

     Cuando le contó a su papá lo que había pasado, Claudino se puso sombrío, bajó la cabeza y se entristeció, pero no por el dinero que seguramente iba a perder, porque con toda seguridad sabía que don Ramón no iba a pagarle, sino porque probablemente pensaba en qué sería estar en esa situación; él que mantenía a nueve personas: él, su mujer, sus cinco hijos, su mamá, y la ocasional hermana suya o de su mujer que venía del campo a vivir con ellos en su casa. ¿Qué haría si no pudiera producir dinero para mantener a su familia?

     Mientras Claudino permanecía estático y taciturno, pensando, la hija de don Ramón entró en el negocio, puso cinco pesos sobre el mostrador y le dijo: «Dice papá que eso es lo único que puede pagarle, que no tiene nada más». Entonces, visiblemente exasperada, con las facciones crispadas, añadió algo que no parecía ser parte del mensaje de su papá, sino algo que pensaba ella: «Ese dinero era lo  único que teníamos para comer esta noche.» Y se marchó de prisa, temiendo tal vez que le había faltado el respeto a Claudino.

   Pausadamente, titubeando, como si al hacerlo estuviera cometiendo un crimen, Claudino cogió los cinco pesos mugrientos y arrugados  que la niña había dejado sobre el mostrador hacía un momento. Con un ligero temblor en la mano que sostenía el dinero, miraba abstraídamente hacia el suelo. Su hijo lo observaba, desorientado, incapaz de adivinar y comprender lo que le estaba pasando por la cabeza a su padre. Claudino lanzó una mirada breve hacia el techo del negocio, y después de dar un gran suspiro le dijo a su hijo: «Domingo, devuélvele este dinero a don Ramón. Dile que no se preocupe, que no me debe nada.»

© William Almonte Jiménez, 2024

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Dominicanismos
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Bellugas: Canicas, bolas pequeñas de vidrio u otra materia dura, que usan los niños para jugar.
Cana: Ramas de la mata de cana (palmetto).
Hacer sus necesidades: Defecar y orinar.
Yagua: Base de la rama de la palma real.
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