UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD

Je fus placé a mi-distance de la misère et du soleil.
-Albert Camus: L’envers et l’endroit


Teo nació exactamente a las diez de la mañana del décimo día del décimo mes; no bajo una luna llena, como habría sucedido si hubiera esperado diez horas más, sino bajo un tibio sol de otoño que, junto con el azúcar, convertía las hojas en una llamarada roja; cuando los árboles, presagiando la muerte de todo lo que había de verde, comenzaban a desnudarse lentamente. Su padre sospechó que aquello era una señal, un mal augurio, porque había leído en alguna parte, no recordaba dónde ni cuándo, que alguien notorio, no recordaba quién, pero alguien excepcionalmente sádico y siniestro, había muerto a las diez del décimo día del décimo mes, y que aunque el diez era un símbolo de perfección, el diez tres veces representaba todo lo contrario.
     Jorge, versado en asuntos esotéricos, le decía que había nacido bajo un cielo perverso, que estaba predestinado, que su signo estaba jodido. Aunque Teo rechazaba semejante distinción y no pretendía ser singular en ningún sentido, a veces pensaba que Jorge podía tener razón. Tenía una obsesión enfermiza por la justicia utópica, lo enfurecía la discriminación y la violencia, especialmente contra la mujer. Jacqueline le decía que andaba mal de la cabeza, que veía todo de negro; que se dejara de vagabunderías, siempre filosofando y tratando de componer el planeta en su imaginación, que ni el mundo ni la humanidad podían ser arreglados; que de qué le servía a él estar conciente de los males de esta vida si no podía hacer nada al respecto; que los humanos mientras más saben son más sombríos, que mientras más desentrañamos los misterios más atrapados estamos, porque cada respuesta que encontramos hace surgir nuevas preguntas; que la ignorancia es la gloria. Ella lo decía porque él, a pesar de que notaba y absorbía por la piel el portento de la vida, según se desdoblaba a lo largo de cada día, no podía evitar los encontronazos con los espectros que habitan la margen negra de la existencia y el lado oscuro del corazón. Se decía que quizás era neurótico como opinaba Jacqueline, pero que no lo podía evitar. Solía leer novelas y ver películas sobre la condición humana, la libertad individual, el totalitarismo, la opresión, control y manipulación de la gente por la cúpula del poder, la sociedad, y la religión; sobre el ser humano luchando contra la adversidad, la soledad existencial, la miseria afectiva, la alienación; sobre la singular angustia del vivir moderno, y la deshumanización del ser en una sociedad tecnocrática. No podía dejar de pensar en todos los Montag, Mersault, Winston Smith, Bernard Marx, y Joseph K. de este mundo. Pensaba sin parar, como si sólo al pensar existiera, llevando al extremo aquello de “Cogito, ergo sum”.
     Lo fastidiaba inmensamente la sensibilidad exagerada con la que había nacido, y se puede decir que su familia acentuó aquella propensión a dejarse invadir por las emociones, porque contrario a lo que los tres dieces pudieran representar, Teo creció en un ambiente donde besar, abrazar, y expresar abiertamente el afecto era lo más normal del mundo. A sus años, todavía se le aguaban los ojos al contemplar una espectacular puesta de sol, la mirada pura de un niño, la sonrisa inocente de las muchachas, y los colegiales enamorados tomándose de las manos, abrazándose y besándose en los lugares públicos, ignorando totalmente el mundo que los rodeaba. Lo encandilaban las palabras, el verso libre, las primeras flores en la primavera, el ombligo de las mujeres en el verano, y las últimas hojas en el otoño. Del invierno prefería ni hablar.
     Pese a que consideraba que –como dice la vieja canción- todo lo que el mundo necesita es amor, porque el amor es supervivencia, redención, y salvación, la fuerza que hace girar el planeta, en ese departamento no había tenido mucha suerte. Tenía amigos, y eso lo alegraba. Creía que los humanos son fundamentalmente buenos y que tienen la capacidad de redimirse. Como casi todos los machos de la especie humana, le apasionaban las mujeres, como amantes y como amigas. Tenía muchas amigas. Sus amigos varones se sorprendían cuando les decía que su mejor y más antiguo amigo era una mujer, que habían sido amigos desde que él tenía dieciséis y ella dieciocho.
     Si bien Teo no creía en lo absoluto que los tres dieces lo hubieran hecho distinto, sus amigos afirmaban que era muy idiosincrásico, y le enrostraban sus virtudes, debilidades, y excentricidades a cada paso. Carlo le echaba en cara que era muy derecho y sincero, que tomaba la vida muy en serio y que al final eso lo perjudicaría. Nina le recalcaba que había dos clases de hombres, los que eran superficiales y sabían cómo ganar dinero, y los que eran profundos y no tenían un cinco, y que él pertenecía a la segunda categoría. Isabel le comentaba que aunque en su pueblo la gente pensaba que la poesía era para las mujeres y los afeminados, él le agradaba precisamente por eso, porque tenían en común varios poetas amados y malditos. Ana le repetía que era bueno para los quehaceres domésticos, y que con sus hijos se comportaba como una madre campesina de su pueblo, o como una hembra del reino animal, dispuesta a matar o morir por sus criaturas. Él bromeaba diciéndoles que era porque en su vida anterior había sido mujer.
      Las mujeres gravitaban a su alrededor, pero no de la manera que él quería. Él ansiaba despertar sus apetitos sexuales, no sus instintos maternales. Pero comprendía. Entendía que por alguna razón atávica,  a las mujeres les atraen los hombres altos, fornidos, agresivos y peludos. Pero en el fondo prefería no tener enredos pasionales con sus amigas, porque cuando se terminaban, como terminan todos los romances, la pérdida era doble, porque perdía la amante y también la amiga. María declaraba que ella no creía que los hombres y las mujeres podían ser amigos, que a los hombres sólo les interesaba aparearse con cada hembra que se les pusiera delante. El se reía y le respondía que ella tenía razón, que él también tenía ganas de coger con ella y con las demás, y que por las noches se acariciaba pensando en todas ellas. Pensaba que Carlos tenía razón, que no podía ser muy derecho, o siempre saldría perjudicado. Había tratado de cambiar, de ser frío y calculador, pero no le quedaba bien.
     Una tarde, regresando del trabajo, se detuvo en el kiosko de la esquina a comprar el periódico. El diario reportaba un crimen horrendo. Holly Jones, diez años, había desaparecido días antes volviendo a casa de la escuela. Encontraron partes de su cuerpo en una bolsa de plástico a orillas del lago, y el resto en otra bolsa en la isla. Había sido violada, estrangulada, y descuartizada. Teo no pudo seguir leyendo, la lectura se le hizo inaguantable, lanzó el diario al suelo y comenzó a llorar. Igual le sucedía con las escenas de violación en las películas, no podía mirarlas, cerraba los ojos, o cambiaba de canal. Sentía que el crimen más espantoso y brutal era el de la violación, porque además de violentar el cuerpo, mutilaba el alma. Rumiaba que el sufrimiento causado por las heridas físicas después de un accidente de tránsito, por ejemplo, se curaban, pero la experiencia de la violación era indeleble, y el daño irreparable.
     Unos días más tarde, recordando el reporte del periódico, se le ocurrió que después de todo, tal vez era cierto que la gente reencarnaba y que él, en su vida anterior había sido mujer, y había sido violada. Tales ideas se apoderaron de su cerebro y de su paz interior, creándole un estado de desasosiego que no lo abandonaba. Leyó todo lo que pudo sobre la reencarnación, y la regresión hipnótica. Aprendió sobre la transmigración del Jiva –alma o especie de fuerza- de un cuerpo a otro después de la muerte; sobre el panteísmo, el concepto de Dios no como un ser antropomorfo sino como una fuerza impersonal formada por todas las cosas del universo; sobre los seres humanos como una extensión o emanación de Dios; la ley del karma que determina qué forma asumirá el individuo; sobre cómo los pensamientos, palabras y acciones de una persona tienen una consecuencia ética que determina su suerte en existencias futuras; la ley de sansara, el ciclo de millones de reencarnaciones por las que supuestamente pasa todo el mundo, sea elevándose a una forma superior o degradándose a un nivel inferior para pagar la deuda del karma; el moksha, el fin del ciclo de reencarnaciones, la liberación del alma cautiva en el cuerpo, a fin de lograr la unidad con lo divino. Estudió las teorías de Braid, Mezmer, Breuver, Freud, y Weiss.
     Decidió que se sometería a una sesión de hipnosis regresiva. Jacqueline de nuevo le advirtió en contra de saber demasiado, le señaló que aún asumiendo que fuera cierto eso de la reencarnación, no tenía sentido remover recuerdos dolorosos que podían marcarlo para toda la vida como seguramente lo habían marcado en su vida anterior. Pero a Teo se le antojaba que lo único que le devolvería la tranquilidad era saberlo todo. Hizo una cita con un psiquiatra que practicaba la hipnosis regresiva. Se lo había recomendado Jorge, que leía todo sobre lo oculto y los fenómenos paranormales. Más le habría valido hacerle caso a Jacqueline. ¿Pero cómo podía Teo saber que estaba cometiendo un gran error, porque lo que contemplarían sus ojos, o más bien su memoria, no le gustaría para nada?

Después de la conversación preliminar, Teo se tumbó sobre el sofá en la oficina en penumbras, mirando fijamente el techo como el doctor le había indicado. El doctor entonces hizo tocar una grabación en la que se escuchaba una gota de agua cayendo lentamente sobre un estanque o algo parecido. Aunque el volumen era bajo, el silencio absoluto de la oficina permitía percibirlo de manera muy marcada.
     Concentra tu mente en esa gota de agua, bloquea y expulsa todo otro pensamiento le dijo el doctor con una voz grave y sosegada.  El sonido de la gota de agua llena toda tu mente y no hay espacio para nada más. Tus ojos van sintiendo un ligero cansancio que cada vez se hace más fuerte. Poco a poco tus párpados se vuelven más pesados y quieres cerrarlos, y dormir.
     Sus ojos se fueron cerrando paulatinamente a medida que el doctor hablaba.
     –Un sopor profundo te envuelve –continuó el doctor–. Estás en un trance, como dormido. Cada vez te sientes más a gusto y relajado, flotas ligero como un ala. Un ensueño agradable te va envolviendo. Ahora dormirás.
     Conforme el doctor hablaba Teo descendió a un estado de relajación y bienestar total; se sentía medio despierto y medio dormido, como levitando sobre el sofá.
     Estás de pie en el umbral de una puerta –siguió diciendo el doctor con su voz reposada–. Crúzala. Del otro lado hay un bosque inmenso y profundo. Estás debajo de unos árboles enormes. Una brisa mansa hace aletear las copas de los árboles. Debajo de los árboles hay un manantial de aguas perfectamente cristalinas. Una gota de agua cae regularmente desde los árboles sobre el manantial creando una onda que ese extiende hacia el infinito. Mira la onda, la onda es tu mente, tu memoria, que te lleva y te transporta hacia tus recuerdos más recónditos, donde estarás tú, viviendo otras vidas, dentro de otros cuerpos, con otras caras, y otros nombres.
     Entonces se elevó a ese estado de supra-conciencia en el que se produce la conexión con el subconsciente, y es posible sacar a la luz todo el conocimiento registrado en la memoria. A medida que se distendía, su mente le fue trayendo evocaciones de sucesos olvidados. Fue recuperando vívidamente el contenido de sus registros neuronales, aún aquellos abandonados o reprimidos por largo tiempo. Las vivencias pasadas y las emociones experimentadas les fueron reveladas, una por una.
     Empezó experimentando con claridad el momento presente, y recordando agudamente lo que le había sucedido el día anterior, la semana pasada, el último mes, el año que acababa de terminar. De esa manera, su mente lo arrastró por una pendiente interminable al tiempo cuando era niño. A medida que se alejaba más, los recuerdos se hacían más confusos, pero recordaba cosas que hasta entonces ignoraba. Se veía pronunciando las primeras palabras, dando los primeros pasos, mamando el pecho de su madre. Recordó y experimentó como por primera vez, con extraña claridad y euforia, el mundo intrauterino, amniótico, translúcido y difuso.
     La vorágine de imágenes en la que navegaba lo transportó finalmente a un lugar extraño que le daba la sensación de haberlo visto previamente. Un hombre, una mujer y un niño comían sentados delante de una mesa, en medio de una cocina mugrienta, derruida, y envueltas en sombras. Un vapor caliente emanaba de los platos que contenían un líquido marrón y grasiento. El hombre, iracundo, vociferaba; el niño y la mujer guardaban silencio. De repente el hombre golpeó la mesa agresivamente, tomó el plato que tenía delante y arrojó el contenido en la cara de la mujer antes de que ella pudiera protegerse con las manos. Emitiendo un alarido de intenso dolor, la mujer se levantó de la mesa y se dejó caer sobre el piso gritando, en un estado de extrema aflicción. El hombre se levantó de la mesa y se acercó a la mujer que yacía en suelo. Se aprestaba a golpearla con una patada en el vientre cuando el niño se arrojó sobre su madre para protegerla y recibió el impacto en la cara. El niño fue a estrellarse contra la pared para luego desplomarse sobre el suelo, inconsciente, inmerso en un charco de sangre.
     La escena espantosa se disolvió, y Teo se encontró entonces envuelto en una nube de humo de cigarro en un bar donde muchos hombres borrachos ladraban. Entre ellos estaba el hombre que había visto anteriormente. El hombre ingería a largos sorbos el contenido de una botella que cogía de la mesa, y luego levantaba la voz, y buscaba pleitos con los demás. Más tarde el hombre caminaba por una calle oscura y empedrada, en cuyos lados había unos edificios bajos, viejos y ennegrecidos. El hombre seguía a una mujer que caminaba sola y con pasos acelerados por la calle solitaria. Al llegar a un callejón que desembocaba en la calle, y en el cual imperaba una oscuridad total, el hombre se lanzó sobre ella. La sujetó fuertemente por el torso con una mano, mientras con la otra le tapaba la nariz y la boca. Luego la arrastró hasta el fondo del callejón. Para entonces la mujer había perdido el sentido. El hombre rasgó con violencia y premura la ropa de la mujer, se soltó la correa, se bajó los pantalones y se acostó sobre ella. Cuando hubo satisfecho sus instintos bestiales, siguió su camino por la calle en tinieblas. En el desorden de sus recuerdos Teo se miraba a sí mismo siguiéndole los pasos. Al final de la calle, frente a una casa lóbrega, abatida por los elementos, el hombre se detuvo, sacó una llave de un bolsillo, abrió la puerta, y antes de entrar se volvió y echó un vistazo a la calle como si sospechara que lo habían seguido y lo observaban. La luz del farol cercano a la casa lo iluminó, fue entonces cuando Teo le vio claramente el semblante de facciones perversas. Aquel rostro se quedaría grabado en su memoria para toda la vida, retorcido, siniestro, de labios crueles, y mirada malvada. El cuadro más espeluznante que hubiera contemplado en sus vidas anteriores, o contemplaría en  sus vidas futuras. Padeciendo un intenso dolor, como el que seguramente se siente al ser torturado con electrodos, Teo se reconoció a sí mismo en aquella figura escalofriante.

Durante diez días Teo no salió de su apartamento, y pasaba casi todo el tiempo metido en la cama, inmovilizado, oprimido por la nube negra que se había metido en su cabeza. Lo que la regresión hipnótica le había hecho recordar era muy distinto a lo que esperaba. En los últimos diez días había hurgado en esos recuerdos ahora vivos y agudos como un dolor de muela, y los había hecho pasar por el tamiz de su desesperación, desmenuzándolos, tratando de recordar algo más que demostrara que no era cierto, que él no fue capaz de semejantes actos de barbarie en su vida anterior. Pero no encontraba ninguna salida.
     Las preguntas caían y estallaban en su cerebro como bombas incendiarias, empujándolo hacia esa zona gris de la mente humana donde la frontera entre la lucidez y la locura era fina e imprecisa, casi inexistente. ¿Cómo podía un ser humano convertirse en semejante monstruo? Teo creía que los humanos eran fundamentalmente buenos, que la mirada pura de un recién nacido era suficiente prueba de ello, que si se degradaban era porque el entorno en que crecían los corrompía, y las circunstancias adversas los empujaban hasta el límite; que tenía que haber una explicación para una transformación tan radical. Si en su vida anterior fue una versión retorcida de un depredador o un ave de carroña, ¿por qué la ley del karma lo había premiado con una vida buena, con más que el mínimo de salud, amor, y dinero que normalmente se necesitaba para estar contento? No lo entendía. Los nuevos recuerdos se habían acomodados en los intersticios de su memoria inmediata. Se repetía hasta el cansancio que todo era una equivocación, o que si así ocurrieron los hechos, tenía que haber alguna explicación. Sin importar cómo los racionalizara, no llegaba a ningún nivel de aceptación. Resolvió someterse a otra sesión de hipnosis, para profundizar más en el pasado, con la esperanza de encontrar alguna respuesta que le haría la vida presente más soportable.

Teo se sentó derecho en el sofá, en la oficina del doctor siempre en penumbras. El doctor acercó a su cara una luz que destellaba a intervalos regulares.
     Concentra tu mente en la luz; bloquea y expulsa todo otro pensamiento le dijo el doctor con su voz siempre calmada y suave–. Tus ojos van sintiendo un ligero cansancio que cada vez se hace más fuerte. Poco a poco tus párpados se vuelven más pesados y tienes ganas de dormir...
     Sus recuerdos lo llevaron a la misma cocina donde un hombre, una mujer y un niño comían sentados en una mesa. El hombre vociferaba de manera violenta, el niño y la mujer guardaban silencio. Con furia, el hombre tomó el plato que tenía delante y arrojó el contenido en la cara de la mujer. El líquido hirviente le arrancó un gemido angustioso a la mujer que luego se tumbó sobre el piso, desvanecida. El hombre se levantó de la mesa, se acercó a ella que agonizaba en el suelo, y se disponía a golpearla con una patada en el vientre. Impulsado por un poderoso instinto de salvar a su madre, el niño se arrojó sobre ella y recibió el golpe en la cara. El niño fue a estrellarse contra la pared con la cara ensangrentada.

Teo se sumergía en un abismo cada vez más profundo. La segunda regresión no le había dicho nada, no había arrojado ninguna luz sobre el asunto que lo atormentaba. Esperaba ir más atrás en el tiempo y recordar algo que lo redimiera. Sin embargo, lo que recordó fue una repetición de lo que había visto en la primera sesión. Se le dificultaba dormir, y comenzó a tomar somníferos y tranquilizantes. En sus horas concientes revisaba incesantemente sus recuerdos tratando de encontrar algún resplandor al final del túnel por el que deambulaba. Mientras dormía soñaba con esos recuerdos y revivía lo cometido mucho tiempo atrás en su vida anterior. Lo recordado en la primera sesión y lo recordado en la segunda se entremezclaban repetitivamente en su delirio. Una noche, estando en medio de una de esas pesadillas, se despertó gritando, extremadamente agitado. Cuando se hubo calmado, comenzó a sollozar de manera diferente, porque había encontrado el esclarecimiento que buscaba.
     Cada vez que examinaba los recuerdos recién adquiridos algo le molestaba y no sabía qué era. Algo había de distinto entre los recuerdos de la primera regresión y la segunda, pero no podía precisar qué. En la pesadilla de esa noche, cuando recordaba o más bien revivía lo visto en la segunda regresión, finalmente descubrió la diferencia. Cuando el hombre se disponía a golpear a su mujer que gritaba tendida en el suelo, Teo lo observaba todo como un espectador fuera del cuadro. Después que el niño fue lanzado contra el muro por el golpe recibido tratando de escudar a su madre, Teo vio borrosamente a través de la sangre que le cubría los ojos al hombre que sonreía con cierta satisfacción, y discernió que no era el mismo que había visto en la primera regresión. Comprendió que el niño era él, y el hombre, el padre que había tenido en su vida anterior.


© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez 2005