Nunca pude detestarla. Supongo que no me caía en gracia, pero no la
aborrecía. Su semblante, su sonrisa, su
voz, y su manera de hablar, no alcanzaban a ser hipócritas, pero sí adolecían
de una imprecisa artificialidad que me irritaba.
–My name is Kathy, with a "K" –me informó, el día que la conocí en la
oficina.
Me pareció pretencioso. Como si ella hubiera estado implicando que las
Kathy con "K" pertenecían a una estirpe
superior a la de las Cathy con "C".
–Really? My name is Wilfrid, with a "W" –repuse, simulando admiración–. Ante lo cual ella se echó a reír, como si mis palabras
hubieran pretendido ser jocosas, en vez
de sarcásticas.
A pesar de eso, nunca pude despreciarla. Ni siquiera cuando me decía
algo que me confundía, y, entre molesto y estupefacto, yo le recriminaba: «No
entiendo lo que quieres decir». Entonces ella se reía, y confesaba: «Estoy
jugando; I am teasing you». Y yo me confundía aún más porque no sabía si se
burlaba de mí, o intentaba un acercamiento bromeando conmigo. Algo de ella me
gustaba. Me gustaban sus ojos, tristes y ausentes. Una tristeza inconclusa, y una ausencia
prolongada.
Había nacido en Syracuse. Sus padres se divorciaron. Más tarde, su madre
se casó de nuevo, con un canadiense esa vez; y es así como vinieron a vivir a
Toronto, donde Kathy (con K) terminó de crecer. El segundo matrimonio terminó
en divorcio también, y su mamá se mudó de nuevo a Syracuse. Kathy, sin embargo, se quedó viviendo en
Toronto, aunque echaba mucho de menos a sus padres, y su pueblo natal.
En una ocasión que la compañía me
mandó a Vancouver, durante una semana, a tomar un curso de entrenamiento, se
tomó la molestia de llamarme, para saber si todo había salido bien: con la
línea aérea, en el aeropuerto, si el hotel me tenía reservada una habitación,
si había encontrado el centro de entrenamiento sin ningún problema.
Estaba en proceso de cambiarse de apartamento, de manera que cuando
regresé, como un acto de secreta reciprocidad, me ofrecí a ayudarla con la
mudanza. Me lo agradeció, pero dijo que su papá iba a venir desde Syracuse a
asistirla.
Me preguntó: « ¿Qué hiciste en Vancouver, además de estudiar?». Le respondí que por las noches me iba a algún
bar de jazz, o al cine. Le dije que vi la película “Indecent Proposal”, y que
me había gustado mucho. « ¡Ah! ¡Esa!» –dijo, llena de asombro–. «El ministro de
mi iglesia nos advirtió en contra de ver esa película. Dice él que es inmoral».
¡Wow! Nunca dejaba de sorprenderme. ¿Cómo era posible –pensaba yo– que una muchacha
joven y moderna necesitara la aprobación de su ministro religioso para ver una
película?
Pero nunca pude rechazarla totalmente. Ni aún después de aquel día en la
oficina, cuando me sorprendió tarareando una canción de ABBA.
–Wilfrid, ¿te gusta esa música?
–curioseó, medio asombrada.
–Muchísimo –le repliqué– me gustan todas las canciones de ABBA.
–Pero esa es música de blancos –dictaminó, con toda la naturalidad del
mundo.
Si hasta entonces ella había dicho cosas que yo no comprendía, y me
dejaban tan desorientado como lo estaría una gallina suelta en la esquina de
Yonge y Bloor, lo que acababa de decir lo sobrepasaba todo.
–¿Qué quieres decir con eso de «música de blancos»? –indagué, totalmente perplejo.
–Lo que quiero decir es que la gente de raza negra tiende a escuchar
Blues, Rap, Reggae, y música por el estilo –afirmó–. Mientras que a la gente
de raza blanca le gusta el Rock, Pop Music, Heavy Metal, música como la que
toca el grupo ABBA.
Esa línea de razonamiento me hizo dudar de mi capacidad analítica. En
ese momento se me ocurrió que tal vez veníamos de planetas diferentes, y operábamos
sobre sistemas de lógica distintos.
–Disculpa mi ignorancia, Kathy, pero no entiendo en lo absoluto qué
quieres decir con eso. La música es universal, transmite sentimientos, estados
de ánimo, ideas, a las que reaccionan personas de todas las razas. No existe
nada que se llame «música de blancos», o, «música de negros». Toma por ejemplo
la música clásica europea, fue inventada por los blancos, y a todo el mundo le
gusta. De igual manera, el Jazz fue
inventado por los negros, y todo el mundo lo disfruta. De hecho, el Rock, Pop, Heavy
Metal, esa que tu llamas «música de blancos», evolucionó del Rhythm and Blues,
un género de música inventado por los negros, en los años cincuenta. Así que lo
que estás diciendo está más allá de mi habilidad para comprenderte.
Ella pareció turbarse un poco. –Lo que pasa es que provengo de una
familia prejuiciada; me crié en una comunidad segregada. –me reveló, a manera
de disculpa, creo.
¡Prejuiciada! Extraña palabra –especulé–, una pseudo-palabra, un
eufemismo, para referirse a las personas que creen que el color de la piel, y
la apariencia exterior hace a unos superiores o inferiores a otros.
–Papá se enojó muchísimo conmigo –continuó–, porque estaba compartiendo
mi apartamento con una muchacha de color, y ya comenzaba a gustarme el Rap.
–¿Nunca te enamorarías, ni mucho menos, te casarías con un hombre de
raza negra? –le pregunté de manera casual, dándole así otro giro a nuestro
tema de conversación.
–Podría salir con él, pero nunca me casaría –declaró–. En cualquier caso, una cosa es segura, nunca
podría llevarlo a mi casa en Syracuse. ¿Sabes lo que dicen mis amigos allá?
«No tenemos nada en contra de los negros; son todos maravillosos; todo el mundo debería ser dueño de uno».
–Kathy, de verdad no sé cómo responder a algo semejante –protesté,
contrariado, buscando palabras en mi cabeza–.
Me resulta absurdo, no que tus abuelos, o tus padres tuvieran prejuicios
raciales, sino que los tengas tú. Dos mil años han pasado desde el inicio de
nuestra era, y muchos miles más desde el aparecimiento del ser humano sobre
este planeta. ¿Es que no ha habido ningún avance, ningún progreso? ¿Crees que
deberíamos vivir según normas arcaicas de hace cien años, que no cumplen
ninguna función en este nuestro mundo moderno? ¿Que el mundo debería seguir
girando en el sentido que lo hizo en la época de tus ancestros? Es inquietante
ver una persona joven pensar de esa manera. Nosotros, las nuevas generaciones,
somos la vanguardia. A nosotros nos toca cambiar el mundo.
A pesar de todo, sin ninguna justificación, subconscientemente, me
negaba a condenarla. A lo sumo, la consideraba un alma simple, predecible, y
llena de contradicciones. Asistía a su iglesia todos los domingos; lo que en sí
no constituía ningún mérito. También era miembro activo de la Ontario Big
Sisters Association. Eso sí me hizo
mirarla con ojos diferentes. Un día a la semana dedicaba su tiempo a una
muchacha huérfana, menor que ella; por un día, era su hermana mayor, la hacía
partícipe de su experiencia, y objeto de su cariño y consideración. No pude
menos que admirarla por ello.
No era mal parecida. Era esbelta, de boca sugestiva y mirada melancólica.
Con una frente grande, sincera, a diferencia del resto de su cara. Una frente
que parecía (muy a su pesar), contar su vida a los cuatro vientos. Pero más que
eso, me gustaban sus senos; es decir, lo que podía ver de ellos.
Se sinceró conmigo, lo que (no puedo negarlo) me enterneció, porque no
pensaba que yo era la persona a quien contaría sus preocupaciones. Me dijo que la
compañía no estaba cumpliendo las promesas laborales que le había hecho, que si
no le daban el aumento de salario que le correspondía, iba a hacer tremenda
escena. Me hablaba al mismo tiempo que
archivaba documentos. En un momento
dado, dejó caer un paquete de papeles. Antes que yo pudiera hacer nada, se
inclinó a recogerlos. No pude evitar mirar su pecho, y sentirme deslumbrado. El
descubrir su busto durante un breve instante, yo de pie, ella de rodilla, me
hizo bajar la guardia. Fue como si me estuviera mostrando su espíritu desamparado,
como si estuviera diciéndome que, a pesar de las apariencias, era simplemente
un ser humano vulnerable que, tímidamente, extendía su mano en espera de tocar
a alguien, o de ser tocado por alguien. A partir de ahí, dejé de estar a la defensiva.
Afuera, en Saint Clair Avenue, la nieve caía. El tranvía, lerdo y
descomunal, hacía rechinar los rieles con la misma paciencia de hace un siglo.
El edificio se estremecía. La tranquilidad de la oficina, la sobriedad de la
nieve al caer, las vibraciones del edificio, y la percepción de estar solo con una muchacha que me hacía
confidencias –una muchacha a la que
rechazaba de manera consciente, pero a la que en lo profundo me sentía
atraído–, me hicieron sentir dichoso.
Me fui a Port-au-Prince durante cuatro semanas a visitar a papá y a
mamá. Cuando volví le entregué el regalo que había comprado para ella, una
pieza de alfarería, una vasija que podía usarse como un florero. Le gustó
mucho. Parecía incrédula, pero complacida.
Una tarde que salí de la oficina y fui al taller de mecánica a recoger
mi carro que estaba siendo reparado, me dijeron que todavía no estaba listo,
que tenía que esperar un par de horas. Llamé a la oficina para informarle a
Kathy que permanecería fuera el resto del día. Victoria contestó el
teléfono.
–Victoria, comunícame con Kathy, por favor –le pedí.
–Wilfrid, Kathy ya no trabaja con nosotros –me advirtió, como si nada
fuera de lo común estuviera pasando.
–¿Qué quieres decir? –quise averiguar, sorprendido–. Hablé con ella hace dos o tres horas.
–Como lo oyes –prosiguió Victoria–, ya no trabaja para nosotros. La despidieron.
–¿Qué pasó? ¿Por qué la despidieron? –imploré desasosegado.
–No quieras tú saber.
–Sí quiero saber –insistí–. Dime qué pasó.
–Después te lo cuento–. Fue todo lo que dijo, y colgó el teléfono.
Pero no me contó nada. Nadie me dijo nada. Ni en ese momento ni en ningún otro consideré que Kathy hubiera hecho
nada por lo que mereciera ser despedida. Siempre opiné que todo fue enredos de
mujeres entre Victoria y ella. A Victoria yo la apreciaba, y ella a mí también,
pero le gustaban los chismes. Ella tenía influencia en la compañía, era la
Contadora. Quizás estaba celosa de Kathy, vaya usted a saber por qué motivo.
En sentido profesional me violentaba mucho que la hubieran echado sin razón (al
menos eso creía yo), y me exasperaba de manera personal que ya no estuviera.
El día siguiente, cuando llegué a la oficina, encontré una nota sobre mi
escritorio: «Dear Wilfrid, with this little note I am
saying good-bye. You are a sweet boy. It was a pleasure working for you, I
mean, with you. Kathy»
Me quedé pensando un largo rato. Por una parte juzgaba irreconciliable
con ella el hecho de que me llamara «querido», y que dijera que yo era «un
muchacho agradable»; y por otra, no conseguía discernir el porqué de aquella
conmoción que bramaba dentro de mí, simplemente porque una muchacha con la que
no congeniaba, se hubiese marchado.
En la noche la llamé. Respondió la máquina contestadora. No era su voz;
seguramente la de su compañera de apartamento. Le dejé un mensaje: «Kathy,
habla Wilfrid. Supe que ya no trabajas con nosotros; no tuve oportunidad de
despedirme; me gustaría hablarte; llámame por favor; Gracias »
La noche siguiente me devolvió la llamada. No me explicó con claridad
por qué se había ido de la compañía; tampoco le pregunté; no importaba ya. Fue
bueno hablarle una vez más. Me dijo que se regresaría a Syracuse, que extrañaba
a sus padres y su pueblo natal, que había llegado a la conclusión de que sus
padres no estarían presentes por toda la eternidad, y que quería disfrutar de
su cariño y compañía mientras estuvieran vivos. Me dio el número de teléfono de
su familia, y le prometí que la próxima vez que fuera a New York por tierra, a
visitar a mi hermano, haría una parada en Syracuse, para saludarla.
Fue la última vez que le hablé. Hace años ya. Nunca he vuelto a saber de
ella. Nunca pude detestarla. En el fondo, creo que algún cariño le tenía, tal
vez mayor de lo que me atrevería a admitir. Confieso que al final, mis
sentimientos hacia ella eran ambiguos. No sé si le tenía pena, por aquella
tristeza y esa ausencia reflejadas en sus ojos; o si sentía cariño por ella; o simplemente, deseo por sus pechos, de piel suave y clara,
desnudos, francos, desprovistos de aquel telón de simulacros que le cubría
toda la cara. Sólo estoy seguro de que no la detestaba. Nunca pude hacerlo.
©
William Almonte Jiménez, 1997