Estaban solos en el mundo.
Solos en ese segundo.
En todo el universo,
Nada más existía.
Sólo dos jóvenes
Que se querían.
-Andrè Pascal: Seuls au Monde
La luz matinal se cuela por las persianas, haciendo visibles las traviesas partículas de polvo que danzan juguetonas en medio de ella. Acaricia una espalda, se posa sobre una cara curiosa y recorre la piel con sus dedos intangibles, como queriendo averiguarlo todo, penetrar si pudiera en la conciencia de los presentes, y una vez allí instalada, purificarlo todo, iluminando los resquicios de donde nos vienen el miedo, la tristeza y la desesperanza.
Afuera, la ciudad se despierta. Gallos tardíos compartiendo con el mundo sus penas y alegrías; rugir de motoconchos apresurados; marchantes pregonando su mercancía; los tígueres del barrio, tan temprano, ya jugando a la vitilla en el solar de Cheché; la vecina de al lado gritándole a sus hijos; el vecino del otro lado que enciende la radio para escuchar su música, hasta que se ponga el sol, como lo hace todos los domingos.
En la cocina, sin embargo, reina una tranquilidad absoluta. Sentados a la mesa disfrutan del desayuno con calma, utilizando una mano, mientras que con la otra se tocan mutuamente, reconociendo a tientas la geografía del cuerpo que se les ofrece, y deteniéndose en lugares desacostumbrados. Intercambian miradas en silencio, ajenos a cualquier ruido. Permanecen impenetrables e incorruptibles, a salvo de las perturbaciones del mundo ordinario. Sólo perciben su respiración sosegada y el bullir armónico de sus pensamientos pícaros y risueños. En ese momento sólo existen ellos, para contemplarse y tocarse hasta el fin de los tiempos.
© William Almonte Jiménez 2004