DOMINGO POR LA MAÑANA

Ils étaient seuls au monde
Seuls en cette seconde
Dans l’univers entier
Plus rien n’existait
Plus que deux enfants
qui s’aimaient.
-Mireille Mathieu

     La luz matinal se cuela por las persianas, haciendo visibles las traviesas partículas de polvo que danzan de manera coqueta en medio de ella. Acaricia una espalda, se posa sobre una cara curiosa, recorre la piel con sus dedos intangibles, como queriendo averiguarlo todo, penetrar si pudiera en la conciencia de los presentes, y una vez allí instalada, purificarlo todo, iluminando los resquicios de donde nos vienen el miedo, la tristeza, y la desesperanza.
     Sentados a la mesa de la biblioteca, toman el desayuno tranquilamente, con una mano, tocándose mutuamente con la otra, reconociendo a tientas la orografía del cuerpo que se les ofrece, y deteniéndose en lugares desacostumbrados. Se miran a los ojos, en silencio.
     Afuera, la ciudad se despierta. Gallos tardíos compartiendo con el mundo sus penas y alegrías; rugir de motoconchos apresurados; marchantes pregonando su mercancía; los tígueres del barrio jugando a la vitilla en el solar de Cheché; la vecina de al lado gritándole a sus hijos; el vecino del otro lado que enciende la radio para escuchar su música, hasta que se ponga el sol, como lo hace todos los domingos.
   En la biblioteca, sin embargo, hay un silencio absoluto. Ellos no escuchan ningún ruido. Permanecen impenetrables e incorruptibles, a salvo de las perturbaciones del mundo ordinario. Sólo escuchan su respiración sosegada y el bullir armónico de sus pensamientos pícaros y risueños. Sólo existen ellos para mirarse y tocarse hasta el fin de los tiempos.

© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez 2004