CUESTIÓN DE EQUILIBRIO


 Our only importance is that we have the ability to make  contact with other human beings.-Ingmar Bergman


    Néstor se despertó con el campanilleo del reloj despertador, sobresaltado y malhumorado. Con un manotazo enérgico y rencoroso detuvo el maldito mecanismo que tanto odiaba. Después de una noche insomne, de dormir a intervalos cortos, atormentado por sueños inexplicables, lo peor que podía pasarle era ser despertado por esa máquina infernal que lo sacaba a la fuerza del sueño placentero que finalmente había logrado conciliar al despuntar el día. Se sentó un rato en la cama, todavía medio dormido, con sombras y luces informes danzándole en los ojos. Dio un largo suspiro, y miró a Edith que yacía dormida, medio desnuda, envuelta entre las sábanas y sus cabellos alborotados. El constatar su presencia le devolvió el aplomo. Suavemente, para no despertarla, la besó en las nalgas, los hombros, y el pelo.
     En la ducha flotó entre la niebla que lo envolvía y los recuerdos que cobraban vida materializándose en las volutas del vapor de agua.
     –¡Qué vaina! –se lamentó–.  No quiero reconstruir el pasado, no me gusta hacerlo, pero él se presenta solito, sin que yo lo invite.
     Sí, odiaba evocar lo que ya había quedado atrás y debía permanecer allí, pero los recuerdos siempre estaban al acecho, y lo asaltaban en el momento menos deseado. Y ahí estaban ellos, acompañándolo en la ducha, como aparecidos que ejecutaban una danza macabra, enrostrándole sus fracasos con la risa endemoniada que salía de sus bocas descarnadas, dejando caer de sus manos cadavéricas los vidrios rotos de sus sueños malogrados. Rumiaba el tortuoso camino que había recorrido. Los logros, los reveses, los grandes desaciertos, el aparatoso divorcio, la dolorosa separación de sus hijos, la soledad, los amores no correspondidos, la desintegración del andamiaje psíquico que conformaba su identidad, el camino a la locura del cual logró desviarse sin recurrir a los narcóticos. Por el momento su vida era una tregua. Edith era un rompeolas, el ojo de la tormenta, el Mar de la Tranquilidad, Sigma Octantis, Polaris, el contrapeso que equilibraba la balanza de su diario vivir.  Y cruzaba los dedos para que ese estado de cosas se prolongara lo más que se pudiera.
     Bebió el café sentado en una silla, junto a la mesa de la cocina. El aroma y el sabor del café recién hecho, negro y fuerte, con un ligero dejo a nuez moscada, le suscitaban  un inefable placer que lo ayudaba a sacudirse la modorra que la noche intranquila le dejaba en la cabeza. De alguna manera, el café mañanero ablandaba la costra acre que llevaba pegada al alma, y que parecía renacer cada mañana, recrudecida por los sueños extraños.
     Se amarró la bufanda, se abotonó el abrigo, y se puso la gorra antes de salir. La lentitud de la nieve cayendo sobre la calle, todavía en penumbras, lo calmaba. Varias personas que esperaban en la parada del autobús se apretujaban los unos contra los otros, para generar calor y así combatir el frío. El invierno los obligaba a prescindir de su tan defendido espacio privado.
     Se dirigió hacia la repostería de la esquina. El hombre que dormía en la acera, junto a la entrada, aún en invierno, arrebujado en muchas mantas, desafiando las temperaturas glaciales, todavía no se había despertado. Entró en el establecimiento que ya bullía de gente a pesar de la hora temprana. Una dulce fragancia de pan recién horneado, galletas, tartas, pasteles, y otras reposterías recién hechas, infiltraba el ambiente. Compró el acostumbrado apple danish, con la masa escamosa y crujiente, y los pedazos de manzana todavía calientes, y empolvorados con canela. Eso le gustaba.
     Salió, y se sumergió en la bruma blanquecina, casi etérea, que formaba la nieve al caer.  El mendigo ya se había despertado y le pidió dinero. Néstor hurgó en sus bolsillos, y sacó un loonie que depositó en la mano que imploraba. Después de dar unos pasos se detuvo, y otra vez se acercó al pordiosero que lo miró extrañado. Una vez más escarbó en sus bolsillos, extrajo un billete de cinco dólares, y se lo obsequió.
     El pito agudo del crossing guard detuvo el tránsito. Un grupo de niños cruzó la calle. Iban ceñidos en sus atuendos de invierno, con sus mochilas a la espalda, camino a la escuela. La escena le trajo a la memoria a sus hijos cuando eran niños, y él los llevaba a la escuela, antes de irse a su trabajo. Esa reminiscencia le plantó una sonrisa en la cara y le borró toda la molestia ocasionada por el desvelo de la noche anterior. Eran buenos muchachos, ya adultos, viviendo por su cuenta. Regularmente iban a visitarlo, y conversaban sobre los viejos tiempos. Se llevaban bien con Edith, aunque no era su mamá.  Néstor pensaba que mientras ellos estuvieran bien, él estaría bien.
     El sendero que conducía a la estación del subway, en Eglinton West siempre le daba la sensación de estar en otro país. Se extendía en descenso, a lo largo de la autopista Allen Road, aislado de ella por un muro anti-ruido. Tenía filas de árboles a ambos lados; con un follaje verde intenso y nuevo en la primavera; verde oscuro y reluciente en el verano; naranja, rojo, y amarillo en el otoño; y ramas desnudas, cubiertas de nieve o hielo en el invierno. Transitar bajo su manto lo hacía sentir bien. Le recordaba el Boulevard Saint Michel, o Les Jardins du Luxembourg.
     En Eglinton West, antes de descender a las entrañas de la tierra, compró el diario. Se sentó en uno de los asientos traseros del vagón, desde donde podía observar la multitud.  Le gustaba espiar a la gente, y adivinarles la vida por la expresión de sus rostros, o el nivel de luminosidad de sus miradas. La muchedumbre era la habitual: los que dormían; los que leían; el hombre del maletín, con saco y corbata, que obviamente tenía prisa pues miraba su reloj constantemente; la muchacha que escuchaba música con los diminutos audífonos metidos en los oídos, los ojos cerrados, balanceando la cabeza, y murmurando una melodía; la muchacha que hablaba sola, en voz alta, a través de su celular; el anciano de la mirada perdida, que hablaba solo, porque estaba solo.
     Desdobló el diario, sacó la primera sección, y leyó los titulares. La radioactividad en el agua más alta de lo que se pensaba. Iraquí mata hija involucrada con Al-Qaida. La depresión en los hombres en aumento, debida a los cambios socio-económicos. Terremoto de magnitud 7.4 en Pakistán. Las inundaciones en las Filipinas dejan un saldo de 51 muertos y 1.6 millones sin hogares. Un bombardero suicida mata 21 en una iglesia en Egipto. Un doctor en Filadelfia acusado de matar pacientes y recién nacidos. Un soldado israelita mata palestino en un puesto de vigilancia. 15 cuerpos sin cabezas encontrados en México. Madre mata a sus hijos. Un oficial americano mata dos paquistaníes en Lahore.
     La segunda sección traía noticias más esperanzadoras. Cientos trabajan en Vietnam para salvar la Tortuga Sagrada. India y Bangladesh resuelven sus disputas fronterizas. Estaciones de Radio en Senegal promueven la paz usando los idiomas locales. Los rebeldes de Nepal se unen al gobierno. Cuba libera prisioneros políticos. El presidente de Corea del Sur inicia conversaciones con Corea del Norte. Jordania levanta la prohibición sobre las reuniones públicas. El gobierno filipino y los rebeldes inician negociaciones de paz en Noruega. El ejército egipcio se compromete a una transferencia del poder. Una mujer israelita da a luz en un hospital palestino. Un señor que entrega pizzas salva una anciana. Filántropos dan más que dinero, donan su tiempo y talento a los estudiantes. Mujer rescatada, después de 24 horas, en el terremoto de Nueva Zelandia.        
     Cuando llegó a la oficina, Rosina, la recepcionista, lo saludó con la alegre sonrisa de siempre, y le preguntó por Edith. A Rosina le gustaba chismear, pero de manera inofensiva. Indagaba sobre su vida personal y amorosa, y sobre cómo iban las cosas.  Néstor le informaba. No veía ninguna mala intención en el interés de Rosina por saber los detalles de su vida privada. Se le iluminaba el rostro de alegría cuando Néstor le decía que no había ningún problema; y hacía un gesto de auténtico pesar cuando la respuesta era que las cosas no marchaban bien. Néstor le tenía mucho afecto. Rosina tenía marido y dos niñas. A Néstor le gustaba  leerle el alma sirviéndose de las expresiones que su rostro exhibiera cada día: abulia, entusiasmo, pesadumbre, melancolía, preocupación.
     Al pasar por el Centro de Control, Susana se levantó y le dio un abrazo, como lo hacía todas las mañanas. No había nada romántico-sexual en ese abrazo. Eran amigos desde hacía tiempo. Desde el principio Susana y él se acercaron, y llegaron a la conclusión que, la única manera sana de comenzar el día, era con un abrazo.  Cuando se conocieron, él estaba solo; Susana tenía su marido, pero las cosas no andaban bien. A los dos les faltaba un abrazo por la mañana. Eran tal para cual. Ahora él tenía a Edith, igual que Susana tenía su marido, pero una cosa nada tenía que ver con la otra. Las relaciones románticas eran precarias, los amantes venían y desaparecían, pero la complicidad que había entre ellos siempre permanecía, como un puerto de refugio en medio del huracán, para los dos. «!Qué maravilla recibir un abrazo al comenzar el día¡», pensaba emocionado. Los compañeros de trabajo no los malinterpretaban, no los rumoraban, no veían nada de malo en ese abrazo. Se limitaban a observar ese ritual diario, azorados, incapaces de entender, sin el valor de abandonar la zona segura de su caparazón, y hacer lo mismo. Los miraban con una envidia sana, tal vez, deseando tener un puerto libre como el de ellos
     Después de una mañana de trajinar en el almacén, que es donde trabajaba, recibiendo y despachando mercancía, se puso el abrigo, y fue a comprar comida al carrito que todos los días se estacionaba en la esquina, vendiendo hamburguers, hotdogs, y soda. La temperatura había subido un poco, y la nieve comenzaba a derretirse. Pero hacía una brisa helada, y todos rodeaban el carrito, buscando su calor, adorándolo como si fuera el fuego sagrado que da vida. Ordenó  una salchicha polonesa con agua Perrier. Mientras comía, conversaba con Czeslaw y los demás contertulios, sobre deportes, política, y (inevitablemente) el invierno de mierda que estaban teniendo. Aunque pensándolo bien, ¿cuándo era el invierno uno que no era de mierda?
     Cuando terminó de comer no regresó al almacén. Ese día sólo trabajaba medio turno. Tenía una cita con el médico, en la tarde. Hacía unos meses que algo le dolía por dentro, en lo profundo de las vísceras. Se había sometido a estudios, análisis, pruebas. Esa tarde le daban los resultados.
     En el consultorio del doctor, Néstor escuchaba con cierta indiferencia lo que aquél le decía; como si el médico hablara de otro, no de él, como si no entendiera, o no quisiera entender la gravedad de lo que el doctor le comunicaba. En el mejor de los casos, con tratamientos, podría prolongar su vida unos cinco años. En el peor de los casos, viviría unos ocho meses, o un año.
     La gente que iba en el subway era la misma de siempre: los que dormían, los que leían, los que miraban el reloj con impaciencia, los que hablaban solos, con ellos mismos o con el celular. La única diferencia era una muchacha que desparpajadamente se comía a besos al muchacho que tenía a su lado. Algunos los miraban de reojos. «Get a room!», pensaba Néstor. Ellos sabían que eran observados. A ella parecía no importarle. «!Qué coño! ¡qué carajo!». El muchacho se moría de la vergüenza; pero no podía quitársela de encima.
     Néstor reflexionaba en lo que el doctor le había comunicado, pero desconectado y distante, como si lo que pasaba estuviera sucediéndole a otro, no a él, como si estuviera leyéndolo en el diario, o en los letreros publicitarios que estaban pegados a las paredes del vagón del subway. Luego de salir de la estación, en Eglinton West, ya no pensó más en el asunto; dejó su posible sentencia de muerte enterrada en el vientre de la serpiente de acero. El mercurio había subido, la nieve se había derretido, y había llovido. Los rieles del tranvía, todavía mojados, refulgían, reflejando la luz naranja del sol agonizante. Se respiraba aire limpio. La lluvia tenía la facultad de purificarlo todo: el aire, las calles, la ciudad, las almas, las conciencias.
     No se fue directamente a su casa. Antes, entró a la churrasqueira Costa Verde, a comprar pollo a la parrilla, bolas de papa, y arroz con mariscos. El ambiente animado, la gente que compraba comida antes de regresar a sus casas, los olores de tanto alimento apetitoso, y la voz vivaracha, siempre alegre, de doña Martinha, vociferándoles a los empleados, lo ponían de buen humor.
     Mientras esperaba su turno, sonrió, y anticipaba que en quince minutos ya estaría en casa. Llegaría, y antes que nada, sin siquiera quitarse el abrigo, encendería el radio, fijo en 90.3 f.m.  Después se metería en la ducha, y flotaría en el vapor del agua caliente. Luego prepararía la mesa, los platos, los cubiertos, la comida, la botella de vino. Acto seguido se sentaría en el sofá a leer la novela de turno, “Tess of the D’Urbervilles”, escuchando la suave trompeta de Miles Davis, el delicado y elegante piano de Oscar Peterson, el saxofón sensual de Stan Getz, y la voz arrulladora de Suzie Arioli. Saltaría del sofá, impulsado por un fogonazo de alegría, al escuchar el ruido de la llave de Edith abriendo la puerta; se pararía en el umbral, presintiendo su entrada; se abrazarían despaciosamente,  pegando sus cuerpos, sintiendo los pechos y el vientre del uno contra los del otro, y el tiempo se detendría.
     La voz de doña Martinha que decía: «17 dólares», lo desgajó de su delirio.  Después de pagar, salió de la churrasqueira.  Era casi de noche. Miró calle abajo, hacia el horizonte todavía encendido y resquebrajado por los ramalazos del sol que se extinguía con renuencia. La magia del aire que absorbe la luz azul y deja pasar la roja, siempre lo impresionaba. El crepúsculo le pareció espléndido y cautivador, como ayer, y todos los días antes de ayer, como siempre.  Nada había cambiado.

© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez, 2011