LAS HOJAS MUERTAS

Esa pareja que en el parque divisamos levantando paredes para amarse; abrazados y extendiendo mutuamente sus dominios; esa pareja, merodeada por las aves, y la llegada de la noche, casi oculta; ésa, que hace que los niños boquiabiertos detengan su carrera; que se hace centro de palabras y murmullos; que se ama olvidando el papel del auditórium: esa no es más que el reflejo de nosotros, en el tiempo en que el amor crecía sin que pensáramos que el dolor llegaría a nuestros pechos sin destruirnos. 
                                                         -Mateo Morrison

   


Casi un mes después de la muerte de Agnes, seguía yo esperando la carta que nunca llegaba. El otoño se presentaba como siempre, ventoso, nublado, lluvioso, amarillo, y melancólico. Como yo, acongojado por la partida prematura de la muchacha de los cabellos dorados, y la desesperación por recibir noticias de Mariana.  
     No obstante, ese día fue diferente. Afuera brillaba un sol tierno y alegre. Por las ventanas de la oficina veía los pájaros tardíos, jugueteando. Las hojas muertas se hacinaban  en los rincones, aunque todavía quedaban muchas en los árboles. Eso me llenaba de optimismo. Era un buen augurio. Naturaleza viva en las ramas de los árboles significaba que el invierno se tardaría. Estaba de buen humor. Tenía el presentimiento de que ese día llegaría la tan anticipada misiva de Mariana. Estaba haciendo un día perfecto.
     Al terminar la jornada me embalé escaleras abajo, y llegué a la parada justo en el momento que se aproximaba el tranvía de Saint Clair Avenue.  Me encaramé al tranvía, y me metí en él a duras penas; estaba atiborrado de gente que regresaba a casa de sus trabajos. «Rush hour», suspiré. Cuando el tranvía llegó a Spadina Road se sumergió a nivel subterráneo en la estación del subway Saint Clair West, para dejar y recoger pasajeros. Me complacía enormemente ese cambio que rompía la monotonía del trayecto. 
     Cuando el  tranvía emergió de nuevo sobre la avenida, se detuvo ante la luz roja de Bathurst Street. Llovía. Un automóvil al que la luz roja agarró en medio de la intersección, casi chocó con otro que arrancó demasiado temprano con la luz verde.  Desde dentro todos escuchamos chirriar de frenos, bocinas sonando, intercambio de insultos, «Ass-hole!», «Fuck you!», y el dedo grande, vertical, por encima de los demás dedos, en las cuatro manos de los conductores.
     Cuando el semáforo cambió a verde, y los conductores airados se dispersaron, el tranvía reanudó la marcha. A la altura de Oakwood Road la lluvia arreció, convirtiéndose en un aguacero torrencial. Un grupo de estudiantes que salía del Oakwood Collegiate tuvo que correr para no empaparse. Saltaron  estrepitosamente al tranvía que esperaba la luz verde.  Mojados, parloteaban en voz alta, y reían a carcajadas, gozando el incidente.  Ese grupo de muchachos y muchachas cargó el ámbito fatigado que saturaba a los presentes, con una energía nueva, fresca, e inagotable.
     Me bajé en Boom Avenue. «Extraño nombre para una calle», me pareció. ¿Sería por todo el ruido que siempre había en esa zona?  ¿O es que ocurrían muchos accidentes en esa intersección? Yo tuve uno una vez. Conducía  un vehículo de la compañía, y andaba distraído mirando una muchacha cuyo ombligo me llamaba a gritos, y !Boom¡, choqué con otro carro.
     Penetré al Convenience Store de Mrs. Anderson a comprar el diario y billetes de lotería.  Mrs. Anderson me lanzó la mirada de costumbre. No sé si me lo imaginaba, pero me daba la impresión de que quería coger conmigo. Una vez  estaba mirando la revista Playboy, y Mrs. Anderson me miró con ojos raros. Pensé que me lo estaba reprochando. Pero en otra ocasión me di cuenta que era al revés, que el verme gozando una revista porno la excitaba. Seguramente se hacía fantasías sexuales conmigo. Vaya usted a saber qué ansias, frustraciones, y deseos insatisfechos cobraban vida en la mente atormentada de aquella mujer que, por fuera, era un mar de calma, una laguna sin brisa. Agarré el diario evitando mirarlo; tenía miedo que la primera plana fuera a tener un titular alarmante, como aquel día, cuando murió Agnes.
     Después que hube terminado mis asuntos en la tienda de Mrs. Anderson, me encaminé hacia Vía Italia donde estaba la casa de la signora Rossini, donde yo vivía.  Ella me alquilaba un cuarto en el segundo piso. Febrilmente corrí al ver la casa. Cuando llegué, mis manos arrebatadas abrieron el buzón que colgaba de una de las columnas que soportaban el techo de la veranda. Sentí una gran depresión en la boca del estómago cuando constaté que estaba vacío.
     Hacía tres meses que Mariana se había ido, sin decir a dónde, ni cuándo regresaría. Me dejó una escasa nota con la signora Rossini que decía secamente: «I’m sorry». Tres meses de aflicción habían transcurrido, esperando que se comunicara conmigo, y yo ya no aguantaba un día más sin saber de ella. Un día que no fui a trabajar por tener la gripe, tuve un altercado con el cartero. Me apresuré  hacia fuera cuando desde la ventana de arriba lo vi llegar. No tenía nada para mí. «Mire bien, que puede estar equivocado», insistía yo. Y lo forcé a vaciar todo el contenido de su bolsa sobre el piso de la veranda, y esperar hasta que yo revisara, una por una, todas las cartas que llevaba, y me cerciorara de que ninguna era para mí.  Creo que ese día comenzó a odiarme.
     Desalentado, abrí la puerta, me quité los zapatos, y antes de subir a mi cuarto me dirigí a la cocina, donde la signora Rossini preparaba la cena.
     –Signora Rossini, ¿no hay correspondencia para mí?  Miré el buzón, y estaba vacío.
     –Nada. Sólo unos volantes comerciales, y las cuentas del teléfono y la electricidad, para mí –respondió ella con indiferencia.
     – ¿Está segura? Mire bien dentro de los volantes, que puede haber una carta dentro de uno de ellos –le rogué.
     –Mire Nelson –me increpó la signora Rossini enojada– ya le dije que no hay nada. Yo soy vieja, pero no senil. Usted bien sabe que cuando hay correspondencia suya, se la dejo en el descanso de la escalera.
     Extremadamente atribulado subí a mi cuarto. Sinceramente no sé por qué me peleaba con ella. La signora Rossini era un amor. Me alquiló el cuarto sin muchas averiguaciones, cuando yo ni siquiera tenía trabajo, creyendo en la promesa de que pronto conseguiría uno. Y además, por sobre todas las cosas, adoraba a Mariana.
     Entré al cataclismo universal que era  mi cuarto. El polvo, los libros, los papeles, los discos, y ropa interior, se aglomeraban en los espacios vacíos. Encendí la computadora para mirar mi correo; nadie había dejado ningún mensaje. Encendí el televisor; nada me interesó. Encendí la radio; después de un rato la apagué. Me puse a leer un libro; transcurridos unos minutos me aburrió, y lo hice a un lado. Me sentía intranquilo, abatido, enardecido, como un animal en cautiverio. Finalmente me tiré a la cama transido de abulia. Miraba los posters de Agnes que había en las paredes. «¡Qué pena que esté muerta!» me lamenté.
     Súbitamente un relámpago me atravesó la mente. Reboté de la cama, y me precipité escaleras abajo, hacia la cocina.
     –Signora Rossini, ¿dónde está el blue box? –pregunté arrebatadamente, casi vociferando.
     – ¿De qué está hablando? –replicó ella con una voz agria–. Y baje la voz, que no hay necesidad de gritar.
     –Signora Rossini no se haga la idiota –le respondí enfurecido–, usted sabe muy bien lo que es el blue box (y de manera burlona jugué a explicarle). El cesto de plástico azul donde ponemos todos los papeles desechados, el junk mail, los periódicos viejos, para que el ayuntamiento los recicle, para no tener que tumbar más árboles, porque el papel se hace de pulpa de madera. ¿No lo sabía signora Rossini?  Porque si seguimos cortando árboles al paso que vamos, este país se convertirá en un desierto «A mari usque ad mare». ¿Quiere que siga con mi disertación, o ya se acordó dónde puso el blue box?
     –Mire Nelson, no sea impertinente; no tiene que ponerse de grosero conmigo  –rebatió ella, lívida de la cólera–. Un día de estos lo voy a echar de la casa.  Además, usted es el idiota.  Usted sabe muy bien que el reciclaje se pone junto al tanque negro que contiene la basura ordinaria, al lado de la casa, en el driveway. ¿Qué diablos está buscando?
     –La carta, la carta que espero de Mariana, puede estar ahí –respondí, trepidando de la impaciencia–. Es más, estoy seguro que usted la tiró sin darse cuenta.
     – ¿Qué le pasa? ¿Se siente culpable? Ahora se arrepiente, ¿verdad? –escupió ella con un escarnio que me llenó de rabia.
     La ira me ahogaba. –Signora Rossini yo no tengo nada de qué sentirme culpable. Si Mariana me abandonó, lo hizo por voluntad propia.
     – Sí, es culpa suya –reventó la signora Rossini, como nunca la había visto–. Mariana no lo abandonó, ella quería quedarse, usted la dejó ir. Pero usted es un idiota. Ahora está desesperado, ¿verdad? se arrepiente, ¿no es así? Porque usted dejó que se fuera. Una muchacha fina, bonita, inteligente, que se moría por usted. Nunca encontrará otra como ella. ¡Estúpido!
     En un paroxismo de impotencia, sin saber qué responderle a la signora Rossini, me lancé por la puerta de la cocina que daba al driveway. Antes de que se cerrara, pude oír una vez más la voz de la signora Rossini que gritaba: «¡Estúpido!». «¡Estúpido!», resonó la palabra en los ecos de mi cerebro, junto con el portazo que acababa de dar.
     Con cada fibra de mi ser fuera de control, vacié todo el contenido del blue box. Casi todo lo que había era panfletos comerciales, vendiendo lo inimaginable, incitando a la gente a ejecutar el ritual de todos los sábados, ir al shopping mall a comprar lo que no necesitaban, rindiendo de esa manera el debido tributo al dios del comercio y a la sociedad de consumo. Con manos inseguras y la desesperación matándome por dentro, desmenucé cada uno de ellos, página por página. La cabeza me dio vueltas, me faltó la respiración, y casi me desvanecí cuando, dentro de un panfleto de Zeller’s, junto a un anuncio de Victoria’s Secret, encontré la carta.
     Regresé a la cocina arrastrando los pies, desprovisto de toda energía, desfallecido y lúgubre. Sin decir una palabra le mostré la carta a la signora Rossini. Ella palideció, me miró con unos ojos de espanto, se llevó las manos a la boca, en un gesto de asombro, y se puso a llorar.
     Ascendí  las escaleras apoyándome firmemente en el pasamanos, porque las piernas me temblaban. Tiré la carta sobre la cama, y me senté en la silla del escritorio. Respiré profundamente varias veces para recobrar la compostura. Miraba la carta sin atreverme a abrirla, temeroso de lo que dijera.  Después de un lapso de tiempo que no puedo precisar, me escabullí del estado de parálisis en que me encontraba, tomé el puñal abrecartas que había sobre la mesa del escritorio, y la desgarré.

Hi Nelson,
   
     Finalmente me decidí a escribirte.  Sé que me fui de prisa, sin ninguna explicación.  Discúlpame. Pero no creo que te cogiera de sorpresa; era de esperarse. Lo que quiero decir es que yo me moría por ti, y te ofrecía mi amor libremente, y sin restricciones.  De tu parte, en cambio, yo percibía un rechazo involuntario. Mientras yo quería estar contigo todo el tiempo, tú llamabas de vez en cuando, cuando se te antojaba.
     Me sentía perdida. What the fuck was I supposed to do? ¿Rogarte? ¿Arrastrarme? ¿Poner mi vida en suspenso? ¿Esperar pacientemente los momentos cuando estuvieras necesitado de compañía, o te atacaran las ganas de metérselo a una mujer?
     I don’t know what’s your fucking problem. Si es que alguien te hirió tanto que te viste forzado a clausurar tu corazón, o si simplemente, eres incapaz de amar. En cualquier caso, no me importa.  Ya me cansé.  Mi vida no se puede estancar.
     Adiós Nelson. Te deseo lo mejor. Ojalá que encuentres lo que buscas, o por lo menos, que te encuentres a ti mismo. Y si no, por favor, no vuelvas a mí, no me busques, que no estaré disponible. Nunca más.

Mariana
Venecia
10 de octubre.

© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez, 2000, 2011