El amor es inmortal, el odio muere a cada instante.
-William Saroyan: La Comedia Humana.
-William Saroyan: La Comedia Humana.
Cuando doña Pilar arrancó a Mabelita de los brazos de Silvana, ambas,
Silvana y Mabelita, rompieron a llorar, sin posibilidad de consuelo a corto
plazo. Casi a la fuerza metieron a Mabelita en el carro que los llevaría al
aeropuerto. La niña pateaba, y gritaba que no se quería ir, que quería quedarse
con Silvana. Silvana miraba el vehículo que se alejaba, a Mabelita que le decía
adiós, y sollozaba sin parar.
Después que hubo gritado lo
suficiente como para que el ahogo de la pena le diera un respiro, entró en la
casa, cogió su maleta, que estaba lista desde la noche anterior, acto seguido
verificó todas las puertas y ventanas, cerciorándose de que estaban propiamente
cerradas, y finalmente salió por la puerta principal, y la trancó con llave.
Entonces tocó en la puerta de la vecina de al lado, la señorita Elisa. Cuando
la señorita Elisa, que debía tener unos setenta años (en esa época llamaban
señoritas a las solteronas) abrió la puerta, Silvana le entregó las llaves de
la casa que los Ibáñez acaban de abandonar.
Caminó a lo largo de la Calle
General López arrastrando su maleta, hasta que llegó a la parada de La
bajada de los Laureles, donde se abordaban los vehículos de transporte
público que viajaban a Matanza, Laguna Prieta, Baitoa, y La Jagua, el campo de
donde provenía. Silvana regresó a casa de sus padres no sólo arrastrando su
maleta, también un bulto de incertidumbres sobre lo que el futuro le depararía
de allí en adelante. Con apenas dieciocho años, su edad y su entendimiento
limitado la incapacitaban para racionalizar y defenderse de las primeras
embestidas de la vida.
Silvana tenía trece años cuando la señorita Elisa le mandó un recado a
doña Ángela, con Chepe, el chofer del carro que viajaba a La Jagua. Años antes,
doña Ángela, la mamá de Silvana, había trabajado como cocinera en la casa de la
señorita Elisa. En el mensaje, Elisa le pedía a Ángela que, por favor, se presentara
en su casa en Santiago, que le urgía hablar con ella.
El próximo día, Chepe llevó a
doña Ángela a casa de la señorita Elisa. Cuando doña Ángela regreso a su casa,
sin muchas ceremonias ni preámbulos, y sin preguntarle a Silvana qué opinaba,
le dijo que preparara sus pertenencias, que al día siguiente la llevaría a
Santiago, a casa de unos vecinos de la señorita Elisa, donde comenzaría a
trabajar.
Silvana les dijo adiós a sus
hermanos y hermanas (más pequeños que ella, a quienes estaba ayudando a criar)
con un nudo en la garganta que le impidió proferir palabra alguna. Le parecía
que estaba dejando atrás a sus propios hijos, que la estaban forzando a
marcharse muy lejos, y que nunca más volvería a verlos. Al mismo tiempo, la
verdad era que la emocionaba irse a vivir a Santiago, que le hacía ilusión
dejar el campo, y abrir los brazos a las posibilidades de la vida en la ciudad.
Siempre le gustó la escuela,
estudiar, aprender algo. Pero apenas logró terminar el tercer curso, porque don
Joaquín, su papá, decía que al diablo con la escuela, que las mujeres sólo
tenían que aprender a cocinar, y a lavar. Don Joaquín descuidaba la familia, no
se preocupaba por comprar un libro, un cuaderno, un uniforme, y despilfarraba
casi todo lo que ganaba, en los cueros y el aguardiente.
Con su carita de ángel, con
sus ojos negros, inocentes y sorprendidos, con su alma todavía intacta, sin los
moretones que dejan los encontronazos con la realidad, Silvana dejó la
certidumbre y el aburrimiento del campo por la fascinante e imprevisible vida
en la ciudad.
Los Ibáñez eran unos primos
lejanos que la señorita Elisa tenía en España. Los habían enviado a Santiago
como agregados diplomáticos. La señorita Elisa les alquiló la casa que poseía
al lado de la suya, y que estaba vacante. Cuando llegaron, resultó que tenían
una niña, como de un año, Mabel. Don Francisco andaba muy ocupado con sus
deberes en la embajada, y doña Pilar, mujer de sociedad y débiles instintos
maternales, tenía poco tiempo para Mabelita. Se habría dicho que la niña le era
más bien un estorbo. Doña Pilar le pidió a la señorita Elisa que la ayudara a
conseguir una niñera para su hija. Elisa pensó que alguna de las hijas de
Ángela muy bien podía hacer ese trabajo. Le mandó decir a doña Ángela, con
Chepe, el chofer del carro que viajaba a La Jagua, que necesitaba verla. Y así fue cómo Silvana fue a trabajar
a casa de los Ibáñez.
Para Silvana no fue difícil
establecer un vínculo afectivo con Mabelita. La niña había recibido poco o
ningún cariño de sus padres, especialmente de doña Pilar, y Silvana no era una
novicia en el oficio de lidiar con niños. Hasta entonces había estado ayudando
a su madre a criar a sus hermanitos: cocinando, lavando, planchando,
preparándoles remedios cuando estaban enfermos, y enseñándoles a leer y
escribir, porque don Joaquín había decidido que sus hijos no tenían porqué ir a
la escuela.
Para todos los fines
prácticos, Silvana se convirtió en la madre de Mabelita. La alimentaba; la
bañaba; la vestía; le lavaba y le planchaba la ropa; la cuidaba cuando se
enfermaba, preparándole tisanas de limoncillo, con hojas de naranja y miel de
abeja, cuando le daba gripe, y agua de arroz, cuando la comida o la leche le
daba diarrea; la llevaba a acostar; le cantaba canciones de cuna; rezaba por
ella hasta que se dormía; jugaba con
ella; y la ayudó a caminar. Silvana se encargó de alfabetizarla antes que
comenzara el primer curso; y más tarde, cuando Mabelita comenzó a ir a la
escuela, la ayudaba a hacer sus tareas. Como resultado de aquella dedicación,
Mabelita adelantó más que los otros alumnos.
Mabelita se veía feliz, y
Silvana satisfecha. Le gustaba lo que hacía. Los Ibáñez la trataban bien, comía
bien, y tenía un cuarto limpio donde dormir. Y el dinero que ganaba servía para
paliar la pobreza de su familia, y la irresponsabilidad de don Joaquín.
Cinco años pasaron, durante
los cuales las dos niñas (porque Silvana también era una niña) crecieron
juntas. Eventualmente los Ibáñez fueron llamados de vuelta a España, y tenían
que regresar. Para Mabelita (seis años), y para Silvana (dieciocho), aquello
era algo que no les concernía. Era como si todo aquel asunto estuviera pasando
en el mundo de los adultos, y de ninguna manera podía tocarlas, ni penetrar en
el mundo que habían construido, y en el que vivían. Siempre estarían juntas. No
había poder en este mundo, ni en ningún otro que pudiera separarlas. Por lo
menos, eso pensaban ellas.
En el instante que Mabelita fue arrebatada de los brazos de Silvana
(como despegaban en otros tiempos los bebés de los brazos de las esclavas
negras, para venderlos en la plaza del mercado, subastados como un caballo o un
cerdo), el dolor que quebró el corazón de Silvana en mil pedazos, no tuvo
límites; como no tenía límites el dolor de las esclavas negras cuando les
robaban sus criaturas.
Durante los siete meses que
transcurrieron después que Mabelita y Silvana fueron separadas, Silvana volvió
a cocinar, lavar, y planchar para sus hermanitos, que todavía eran pequeños.
Como se le había hecho tarde para retomar la educación académica formal, se
matriculó en una escuela de artes domésticas que abrieron en La Jagua, donde
aprendió a coser, bordar, y tejer; habilidades que le serían muy útiles más
tarde cuando tuviera sus propios hijos. Ocupaba su tiempo en esas, y otras
cosas.
Un día, Chepe se presentó en
casa de doña Ángela con un recado de la señorita Elisa, pero no para doña
Ángela, sino para Silvana. Le pedía que, por favor, se presentara en su casa,
que le urgía hablar con ella. Así lo hizo el día siguiente.
Cuando la señorita Elisa
terminó de explicarle las razones por las cuales había enviado por ella, la
respuesta de Silvana fue «que lo pensaría». Elisa se quedó sorprendida; no
podía creerlo. ¿Pero qué era lo que tenía que pensar? Silvana no tenía nada que
perder. En cambio, tenía todas las de ganar. Los Ibáñez habían mandado un
telegrama informándole a Elisa que Mabelita estaba enferma, que los médicos no
le encontraban nada, pero que la niña no comía, y se consumía cada día más; que
la habían llevado a un sicólogo, y que aquél había dicho que la situación era
insostenible, que de seguir así, peligraba la salud mental de la niña, y que la
única solución, en su opinión, era reunir a Mabelita con la que de facto era su
madre, Silvana. Los Ibáñez querían llevársela a España. Le iban a pagar bien, y
la iban a mandar a la escuela si así
ella lo quería. Además, existía la
posibilidad de que en el círculo donde se movían los Ibáñez, Silvana conociera
un hombre de buena posición económica, lo que podría traer como consecuencia
que su familia saliera de la pobreza.
Silvana regresó a La Jagua y
le contó a doña Ángela sobre la oferta de los Ibáñez. Doña Ángela respondió que
ella, Silvana, era ya toda una mujer, y que sólo ella podía decidir. Silvana
reflexionó sobre el asunto, como le había prometido a la señorita Elisa. Varios
días después le mandó un mensaje con Chepe diciéndole que le agradeciera a los
Ibáñez su generosidad, pero que ella había decidido quedarse en su tierra.
Mientras Silvana consideraba la proposición de los Ibáñez, nunca pensó
en las ventajas económicas que podía obtener si se marchaba a España, sólo
pensaba en lo espléndido que habría sido reunirse con Mabelita. Por otro lado,
juzgaba que su vida y su futuro no debían estar basados en esa hija postiza que
inevitablemente crecería, a la que tarde o temprano perdería. Opinaba que debía
labrarse su propio futuro, y tener sus propios hijos. Pero lo que de veras
inclinó la balanza del razonamiento de Silvana a favor de quedarse en su
pueblo, fue Idelfonso.
El último año que trabajó con
ellos, durante el verano, en las noches calurosas del domingo, los Ibáñez la
llevaban al Parque Duarte, junto a la Iglesia Mayor, a recrearse con las
retretas de la Banda Municipal de Música que, encaramada en la glorieta, tocaba
sus marchas, valses, y polkas. En una de esas noches conoció a Idelfonso, el
paletero del parque, el que vendía las mentas y los chicles. Le pareció un buen
muchacho; simpático. Se hicieron amigos, y poco a poco se enamoraron.
Idelfonso era un muchacho
sencillo y tímido que abandonó el terruño familiar en Salamanca porque no
quería ser agricultor. A los catorce años les dijo adiós a su madre y sus
hermanas, y se fue a la ciudad en busca de mejor vida. Idelfonso no tenía un
chele en qué caerse muerto, pero era un romántico, de los que piensan que el
hambre y la soledad, entre dos (es decir entre dos que se quieren) tocan a menos, y son soportables. Y Silvana le
creía, porque el corazón de una mujer enamorada es un misterio indescifrable,
una fuerza natural incontenible, y los caminos del amor son largos y tortuosos.
Lo que Silvana veía en el fondo de los ojos de Idelfonso era, un ser bueno,
sincero, y honesto; un hombre al que ella podía agarrarle las manos y saltar
juntos al precipicio. Silvana no tenía la menor duda de que él era el hombre
con quien quería pasar el resto de su vida.
Sesenta años más tarde, y cinco años después de la muerte de Idelfonso,
Silvana lo recuerda todo con claridad, y sonríe satisfecha, porque sabe que no
se equivocó.
© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez, 2011