EL MIEDO Y LA INCERTIDUMBRE



     Sentado en un banco de hierro, albergando una sospecha terrible, esperaba mi turno.     Había recibido la carta del Ministerio la semana anterior. En ella me ordenaban a comparecer ante sus oficinas, a más tardar, en cinco días, o atenerme a las consecuencias. No decía porqué. Ninguna explicación. ¿Cuáles consecuencias? La carta también decía que todo el proceso tomaría una media hora. ¿Qué proceso?
     El banco estaba alineado contra el muro, frente a la puerta del despacho que se hallaba del otro lado del pasillo. La puerta, grande, de un color oscuro, muy ornamentada, parecía ser una entrada silenciosa y amenazadora, hacia lo desconocido. El corredor era largo y frío, sin ventanas, con el piso, el techo y los muros pintados de gris. Una luz mortecina lo iluminaba. Al fondo estaba la puerta de salida, de vidrio, a través de la cual se podía ver las tinieblas del invierno.
     Yo ya había esperado mi turno durante tres horas. La espera y la incertidumbre me ponían nervioso. La espalda me dolía a causa de la dureza y la frialdad del banco. Por otra parte, me sentía sofocado por la atmósfera lúgubre que me rodeaba.
     Sentado sobre el otro extremo del largo banco, otro hombre esperaba también. No era viejo, sin embargo tenía los cabellos grises y la piel del rostro arrugada, como si hubiera envejecido prematuramente. El hombre miraba el piso constantemente y murmuraba algo que yo no comprendía.
     Yo miraba alternativamente el piso, el techo, la puerta del despacho, y la puerta de salida. Después de un rato comencé a golpetear los dedos nerviosamente contra el banco, al mismo tiempo que observaba por el rabillo del ojo a mi compañero de desgracia que hacía lo mismo.
     Finalmente alguien salió del despacho. Era un joven que misteriosamente me parecía viejo a la vez. Se detuvo un momento, nos miro con ojos espantados que saltaban de una cara agrietada por el frío, y después corrió rápidamente hacia la puerta de salida. Cuando la abrió, una ráfaga de viento helado se deslizó hacia el interior, y la frigidez del pasillo se hizo todavía más inmisericorde, una frialdad que penetraba hasta los huesos.
     Unos minutos más tarde, una ordenanza salió del despacho. Se trataba de una joven vestida y peinada de manera muy severa, sin ningún maquillaje y sin ninguna expresión en el rostro excesivamente pálido. Dijo con una voz cacofónica "El próximo!", y entró de nuevo en el despacho. El hombre que se hallaba en el otro extremo del banco se levantó, miró la puerta del despacho, vaciló un momento, y se decidió a entrar.
     Un nerviosismo abrumador crecía dentro de mí. Tenía náuseas y mareos. Casi media hora más tarde el hombre salió del despacho y me miró con ojos tristes y ausentes. A diferencia del anterior, se dirigió lentamente hacia la puerta de salida, como si tuviera que forzar su cuerpo a caminar, como si hubiera perdido la voluntad de continuar. Cuando alcanzó la puerta se volvió hacia mí, me miró una vez más, y salió, al mismo tiempo que el viento se escurría hacia el pasillo y el frío se encarnizaba contra mí.
     Escuché pasos del otro lado de la puerta del despacho. Sabía que era la ordenanza que venía a llamarme. Me levanté bruscamente. Cuando ella salió, repitió automáticamente con su voz monótona, "El próximo!" y entró una vez más.
     A pesar de la algidez que reinaba en el pasillo, yo me asfixiaba, sentía la cabeza caliente, y todo mi cuerpo estaba empapado por la transpiración. El corazón me palpitaba terriblemente, el pánico se apoderó de mí. No podía decidirme a abrir la puerta de la oficina. Vacilando, miraba, ora la puerta del despacho, ora la puerta de salida. Agarré finalmente el manubrio de la puerta del despacho y estaba a punto de abrirla. Pero repentinamente, antes de hacerlo, emprendí la fuga hacia la salida. Corría lo más rápidamente que podía. La distancia entre la ejecución y la salvación me parecía dolorosamente larga; una eternidad. Creía que nunca llegaría. Por fin alcancé la puerta, la abrí y me escapé. El viento gélido, danzando, aullando, y llamándome  como un aparecido, me envolvió y me besó con labios que parecían venir desde más allá del sepulcro.  Me abrí paso a través de él, y aturdido,  desaparecí en medio de la noche.





© William Almonte Jiménez, 1997