CUARENTA GRADOS EN LA SOMBRA




     El sol flagelaba el techo de la casa. Dentro, la lava infrarroja que emanaba de las planchas de zinc nos atravesaba, para después internarse en el piso de tierra. El mercurio marcaba cuarenta. Mamá había estado plan­chando la ropa con planchas calentadas al carbón. El anafe en la cocina, lleno de brasas, empeoraba el calor que hacía. El bochorno vespertino nos hacía dormitar, aletargando los sentidos y distorsionando la percepción de la realidad. Tal vez eso fue lo que pasó. Quizás aquella tarde no ocurrió nada fuera de lo normal. Probablemente, todo fue ima­ginado.
     Mamá caminaba de aquí para allá con un bebé en brazos, tratando de calmarlo.  El bebé la había interrumpido con sus gritos. Había estado llorando durante muchos días. Según mamá, el bebé intentó ponerse de pie agarrándose de una silla, e hizo un esfuerzo tan grande que le produjo una hernia. El médico dijo que no se le podía operar porque era muy pe­queño. Habría que esperar algún tiempo. Mientras tanto, el dolor desaparecía temporalmente, y volvía más agudo. Sus gritos llegaban ahogados hasta mis oídos. Du­rante mi corta vida lo había escuchado quejarse muchas veces, pero nunca de manera tan atormentada como esa tarde.
     Mamá se movía por toda la casa: del aposento al comedor, luego a la sala, y de allí a la galería. El resplandor la obligaba a entrar. Yo me movía con ella, sintiendo los cambios que experimentaba su cuerpo: la falta de aire, el palpitar acelerado, la sangre que se le agolpaba en la cabeza, el sudor, el temblor, el calor que la consumía a ella más que a mí, la angustia que sentía ante el llanto desesperado del bebé.
     Apretando los labios, mamá se esforzaba por no gritar. De alguna manera, eso hacía la aflicción más soportable. Sabía hacerlo muy bien; se había acostumbrado a ello. De repente sentí que se desvanecía, que estaba a punto de desplomarse. Me asfixiaba; las palpitaciones se dilataban; la vida se me escapaba. Su cuerpo se dobló, y cayó de rodillas sobre el piso de tierra, cediendo ante el peso de tanta congoja y el asedio del calor que se encarnizaba contra nosotros. Yo me sentía morir junto con ella, y  escu­chaba al bebé gritar más fuertemente.  
     Un espasmo se adueñó de su cara, sus mandíbulas temblaban de impotencia, de resenti­miento, de obstinación. Las lágrimas entonces comenzaron a correr por sus mejillas, pero no gritaba, ni gemía, ni so­llozaba, ni siquiera murmuraba alguna palabra. En silencio, se había encerrado en lo más profundo de sus pensamientos, y ni yo podía conocer las negras cavilaciones que la acosaban en ese abismo al que había descendido, donde la última luz se había apagado.
     Durante un momento se quedó mirando alterna­tivamente el cuchillo que colgaba en una de las paredes de la cocina, las tijeras que descansaban sobre la mesa de comer, una botella que se encontraba encima del aparador (conteniendo el queroseno que se utilizaba en las lámparas que nos iluminaban de noche), una cuerda tirada en el piso, y los travesaños de madera que sostenían el techo,
     La fatalidad nos amenazaba en ese día aciago; yo podía detectarla en forma de una perturbación en las moléculas de aire. Acaso mi condición me permitía notar cambios en el ambiente, que eran imperceptibles para los demás. Sí, era uno de esos días en que todo se conjuga y conjura las circunstan­cias, la casualidad, el lado negro de la naturaleza humana para que se desencadene la tragedia. Uno de esos días cuando parece que las  fuerzas del bien y el mal entablan una lucha a muerte por el alma de una persona, sin que se pueda vaticinar cuál prevalecerá.
     Pero muchos años de padecimiento la habían vuelto orgullosa y desafiante en su lucha contra los acon­tecimientos diarios. Mamá decidió que no iba a claudicar. Re­curriendo a lo único que le quedaba dentro, la rabia (por­que las fuerzas, de cualquier clase la habían abandonado), sujetando el bebé firmemente en un brazo, apoyó la otra mano sobre la mesa, y comenzó a levantarse; primero una pierna, luego la otra, des­pués todo el cuerpo. Tambaleándose, logró sentarse en una silla, junto a la mesa de comer. Respiró profunda­mente, y paulatinamente recuperó las fuerzas. Mientras sostenía el bebé en un brazo, con la otra mano sacó un pañuelo de un bolsi­llo de su vestido, y se secó el sudor, al mismo tiempo que yo me sentía revivir. Entonces acarició al bebé, posó su mano sobre mí, me sintió latir, y recobró la serenidad. Dirigió la mirada hacia la calle, y se quedó absorta, con los ojos fijos en algún punto del pavimento que parecía hervir, hasta que el ruido de un camión que pasaba por la calle, entró de impro­viso por la puerta abierta, y la sacó de su abstracción.
     En medio del ofuscamiento que todavía la controlaba, deslumbrada por la luz que entraba desde afuera, mamá vio un fantasma que apare­cía y desaparecía, volviéndose sólido, o transparente. El presentimiento de algo terrible la embargó, la adrenalina se precipitó por su torrente sanguíneo, el corazón se le acele­ró de nuevo, y el sudor fluía como río por todo su cuerpo. La agitación era tan intensa que concluí que ninguno de los dos sobreviviría.
     Con un movimiento brusco se cu­brió los ojos con una mano, y respiró profundamente du­rante unos minutos. Cuando se serenó, retiró la mano de su cara, aprensivamente, como si no estuviera segura de estar fuera de peligro, y vio una mujer, de pie en la galería. El vestido largo y raído le llegaba hasta los pies descalzos; un fardo mugriento hecho de tela le colgaba de un hombro; el pelo enmarañado le cubría parcialmente el rostro arrugado. Nos miraba, y al hacerlo, sus ojos brillaban con un misterioso fulgor que sólo yo podía percibir. 
     Mamá permanecía indecisa, como tratando de determinar si aquella mujer era un ángel, o un mensajero del averno. Finalmente, al no notar señales de hostilidad, bajó sus defensas, se puso de pie, y como quien camina entre sueños, dirigió sus pasos hacia la galería, todavía insegura de que efectivamente había alguien a la puerta.
     «¿Por qué llora el niño, señora?» preguntó la mujer en un tono apacible, con una voz tersa que trajo a mamá de vuelta a un es­tado de lucidez y conciencia plenas; una voz que desvane­ció todos sus temores. Mamá entonces le relató el accidente sufrido por el bebé al intentar caminar a destiempo. «Traigo conmigo una pomada que alivia muchos dolores, déjeme que se la aplique al niño», añadió la mujer. Y sin esperar la respuesta de mamá, hurgó en el bulto que pendía de su hombro, y sacó un pomo que destapó de inme­diato.  Después que mamá hubo removido el pañal del bebé, la mujer, ejecutando un extraño rito con las manos, y murmurando algunas palabras que ni mamá ni yo entendi­mos, aplicó la pomada en el vientre y los muslos del bebé. Cuando hubo terminado, tapó el pomo, lo colocó dentro del fardo, y sin decir una palabra, salió de la galería y se alejó, sin decir adiós, ni volver la mirada.
     Mamá, como si estuviera alucinando, la vio marcharse hasta que se perdió de vista, sin notar nada más de extraño en ella. Yo sí pude sentir un efluvio que emanó de su cuerpo al alejarse, y que llegó débil hasta mi cerebro, amortiguado por el medio líquido que me protegía en el  vientre de mamá.
     Nunca supimos nada más de la misteriosa mujer; si era de este mundo, o de aquél. Lo único que sabemos es que, tan pronto como ella le aplicó el ungüento al bebé, la in­flamación desapareció, el bebé se calló, y no volvió a llorar ese día. Lo cierto es que tampoco lloró el día siguiente, ni nunca más.

© William Almonte Jiménez, 1998