MADRE DE TODAS LAS TIERRAS

Naboria daca ae
Mayanimacaná
Guaitiao
mayanimacaná   

Soy un siervo
no me mates
tu hermano de sangre
no me mates


–Juan Luis Guerra
                                                                                   

Amanex sintió el metal ardiente penetrar en su vientre y desgarrar los tejidos de sus vísceras. Un torrente carmesí comenzó a manarle por el ombligo. Perdió las fuerzas, y se desplomó de rodillas sobre el suelo de tierra de la plaza del pueblo, frente a don Alonso, que todavía blandía la espada ensangrentada. Levantó los ojos, y los fijó en los de aquél. Habría querido decirle: «Matarme de nada te servirá; podrás poseer su cuerpo, pero nunca serás dueño de su corazón». Pero Amanex no hablaba la lengua de los conquistadores. Por eso, y a pesar de que estaba moribundo, se rió en su cara. Luego dirigió la mirada hacia el balcón, y las celosías detrás de las cuales estaba Eugenia con el espanto dibujado en la cara. Todo se oscureció en derredor suyo. Antes de perder el conocimiento, pensó que Iguanamá tenía razón, cuando le decía que no abandonara la aldea, que se quedara, que no se dejara entrampar por el sortilegio nefasto de Quisqueya, que no se fuera a la madre de todas las tierras, porque los dioses de sus amos eran crueles. ¡Cuanta razón tuvo!  Entonces se derrumbó, habiendo exhalado el último hálito de vida.


La luna llena se reflejaba en las tranquilas aguas del remanso del Orinoco a orillas del cual  estaba situada la aldea de Amanex. Iguanamá –su madre– y él, estaban sentados sobre el tronco hueco de un árbol caído, fuera del bohío, buscando un viento fresco que los aliviara del calor. Amanex, mirando de reojos a lo cocuyos, que siempre le inspiraban terror, porque eran hupias (espíritus de gente muerta), escuchaba con suma atención a su madre que, espantándose los mimes de la cara, masticando tabaco, e ingiriendo tragos de cusubí, le contaba la misma historia que tantas veces le había repetido.
     Iguanamá le relató cómo los caribes acostumbraban a merodear en la mar océano, en busca de una isla que decían era como el lugar donde habitaban los dioses, con buena tierra, y comida en abundancia; donde se podía cultivar la yuca, el ñame, la yautía, el maíz, los plátanos, las batatas; donde había matas de jagua, guayaba, mangos, y aguacates por todas partes; innumerables pájaros que nublaban el cielo; peces rebozando las aguas; una infinidad de animales para cazar en la jungla; y oro en los ríos. Una isla que llamaban Kestkeia, o Quisqueya, que quería decir Madre de  todas las tierras. Se decía que la habían encontrado.
     Los siboneyes, los macoríes, los ciguayos, los lucayos, y muchos de los de la tribu de Amanex, los taínos (incluyendo a su padre y su abuelo), aunque no se llevaban bien con los caribes, decidieron seguirlos, y se fueron en busca de Quisqueya. Muchos años después, algunos taínos regresaron a su aldea de origen, y refirieron los pormenores de su viaje. Dijeron que habían encontrado a Quisqueya, y que allí se habían establecido. Aseguraron que los taínos crecieron más que los demás, se constituyeron en la mayoría, y formaron una sociedad muy organizada. Dividieron la isla en cinco regiones. El jefe de cada región era el Cacique, y el segundo era el Bohique, el médico brujo. Juntos, los dos, representaban los poderes sobrenaturales del día y la noche.
     Tierra adentro, en los valles, y en los claros de la selva, fundaron caseríos; y con hojas de hinea que recogieron a orillas de los ríos, y con la madera del capá prieto y la canela cimarrona, construyeron bohíos para la gente común, y caneyes para sus caciques. La tierra resultó ser tan buena como decía la leyenda, y se dedicaron a la agricultura, construyendo sembrados que llamaban conucos, usando abonos y sistemas de riego. Cultivaban la  yuca, el maíz, el cacahuate, la pimienta, la piña, la batata, el algodón, y el tabaco. Cazaban  pequeños roedores como las jutías; también iguanas y culebras; algunas variedades de pájaros como la higuaca, el guaraguao, y la cigua. Hacían  flechas y lanzas con piedras y huesos. Pescaban con varias técnicas, empleando anzuelos, redes, y veneno. La carne, la ahumaban y la asaban  en una barbacoa. Fermentaban la yuca para obtener la bebida embriagadora que llamaban cusubí. El casabe, la torta circular de yuca, tostada al sol o al fuego, formaba  parte de su dieta regular; también las arepas, que hacían de maíz. Con el algodón tejían hamacas, donde dormían. Hacían tinajas de barro, tallaban la madera, e hilaban redes. En las zonas secas abundaba la guasábara, que los bohiques usaban para hacer remedios.
     Guiados por el Bohique, el médico brujo que tenía grandes poderes porque era el encargado de comunicarse con los espíritus, se reunían  para adorar al gran YaYa, el creador del mundo espiritual y material, a Yocahú, Atabey, Yermao, Guacar, Apito, y Zuimaco, al sol, la luna, el viento, y el fuego. Los hombres se cubrían  con un simple taparrabo; las mujeres casadas con un delantal de paja, hoja, o algodón, llamado nagua. Las  mujeres solteras iban desnudas, con sus cuerpos pintados de negro, blanco, amarillo, y una tinta roja que hacían machacando las semillas de bija. Se hacían tatuajes para protegerse de los malos espíritus, y se horadaban las orejas y los labios con oro, plata, piedra, hueso y concha.
     También adoraban a los cemíes, a Yocajú Bagua Maorocoti, Opiel Guobiran, Baibrama, Corocote, y Maketauri Guayaba, que eran espíritus protectores que ayudaban a los taínos a comunicarse con Semign (Dios), y quienes tenían poderes sobre el hombre, ya que en ellos residían los espíritus de antepasados muertos, rocas, y árboles. A los cemíes los representaban en forma de ídolos que se construían con algodón, piedra, hueso, concha y otros materiales. Al ritmo de los tambores, medio embriagados por el tabaco y el cusubí,  ejecutaban los areítos, las danzas sagradas; rezaban sus oraciones, y celebraban los ritos para implorar la abundancia de frutos y la dicha de la raza humana. Después de adorar a sus dioses, se divertían de diferentes maneras, a través del baile, la música y el juego de pelota. Este último era conocido como batú, y se jugaba en un espacio llamado batey; la pelota que utilizaban estaba hecha de las raíces de la planta llamada cupey.
     –Las cosas que contaron los que volvieron –continuó Iguanamá–, enloqueció a muchos de los de aquí. Se obsesionaron con Quisqueya, soñaban con ella, sólo pensaban en marcharse. Hasta que un día lo hicieron, dejando la aldea casi vacía, sólo con las mujeres y los niños. Pero hace poco, otros taínos volvieron, descorazonados y atemorizados. Dijeron que cosas terribles están sucediendo en Quisqueya. Dijeron que llegaron unos dioses blancos y extraños, vestidos de manera rara. Vinieron por el mar, en unas canoas gigantescas que no tienen remos, sino que son impulsadas por el viento. Tienen armas de metal que llaman espadas; y algo que llaman pólvora, que explota, produce fuego, y mata. Al principio, los taínos los adoraban, porque pensaban que eran dioses. Pero resultó que no son dioses, sino hombres que representan a sus dioses, que son invisibles, omniscientes, omnipresentes, y todo-poderosos, y viven en un lugar que llaman Cielo. Tienen cuatro dioses, uno que llaman el Padre, otro que llaman el hijo, o Jesús, o Jesucristo, otro que llaman el Espíritu Santo, y por último otro, que es una mujer, una virgen, pero que también es la madre del hijo Jesucristo, pero no es la mujer del Padre. También adoran muchos cemíes a los que llaman santos; el principal es Santo Domingo. Sus bohiques, a quienes  llaman padres, curas, o sacerdotes, usan una túnica larga con un símbolo de dos palos cruzados que llaman cruz, y obligan a los tainos a adorar ese símbolo, y a sus dioses, y si no lo hacen, los pasan por la espada.
     –Dicen los que volvieron –continuo Iguanamá con su relato, después de escupir el tabaco masticado que tenía en la boca–, que los hombre de las espadas son despiadados, que esclavizan a los taínos, matan a los hombres, y ultrajan a las mujeres; y que los chamanes, los que tienen la túnica larga con el símbolo de la cruz en el pecho, permiten esas atrocidades, porque según ellos, los taínos son animales, sin el soplo de vida del gran espíritu. A causa del maltrato que están recibiendo por parte de los recién llegados, los caciques están organizando a sus hombres para repeler las agresiones que tienen el propósito de someterlos y esclavizarlos. Pero dicen los que regresaron, que la lucha es desigual. Los taínos sólo tienen arcos, flechas, lanzas, y macanas. Los invasores tienen armas poderosas que llaman arcabuces, ballestas, cañones; tienen sus petos y armaduras, armas de fuego, espadas, caballos, perros, y trampas. Muchos taínos han tenido que huir de sus caseríos, dejando atrás sus bohíos, y sus conucos, y hasta sus mujeres, y esconderse en los montes; a esos  los llaman cimarrones. No te vayas a Quisqueya, Amanex, no dejes tu aldea, no te dejes embrujar por esa maldita  mujer. Si lo haces, te vas a arrepentir – le decía Iguanamá a su único hijo.
     Pero Amanex era ya todo un hombre, y el llamado del mar de los caribes, y de la siniestra mujer que llamaban  Madre de todas las tierras llegaba hasta sus oídos, creando en su espíritu un torbellino de angustia e incertidumbre que lo mantenía despierto por las noches. Una noche sin luna, llenó un macuto de  provisiones, montó en  su piragua, le dijo adiós a su madre, a su choza, a su aldea, y remó río abajo hasta alcanzar la desembocadura. El sol ya se levantaba sobre el mar de los caribes, y lo deslumbraba de tal manera que no podía figurar su entorno, ni, mucho menos, el futuro y el resultado de la aventura azarosa en la que se había embarcado.
     Amanex remó durante muchos soles y lunas. Suplementó las provisiones que ya se agotaban, pescando con anzuelo, y comiendo la carne cruda de los peces. Un desasosiego terrible lo invadió. Pensaba que para entonces ya debía haber llegado a Quisqueya. Pero a pesar de que agudizaba la vista en todas direcciones, no veía señal de tierra. El miedo a la violencia del mar se apoderó de él. Le rezaba a Maketauri Guayaba, el cemí de su devoción, que por favor intercediera por él ante el gran Ya Ya, y Yocahú, para que no dejaran que Guabancex se juntara con Guatauba y Coatrixque, y desataran a Juracán, antes que él llegara a Quisqueya. Como en respuesta a su plegaria, el viento y la corriente cambiaron a su favor, y al final del día, cuando el sol ya se acostaba en el horizonte, llegó al golfo de Jaragua. Sacó la piragua del mar, y la tendió sobre la arena. Exhausto, se acostó sobre la hierba, bajo la sombra larga de una mata de coco, teniendo mucho cuidado de no acercarse demasiado a un túmulo de comején que había en el árbol contiguo; entonces se durmió.
     El sol que le iluminaba la cara, y los ladridos de los perros lo despertaron. Tenía cadenas en los pies y las manos, y un grupo de hombres extraños le apuntaban al pecho con sus lanzas. Los soldados, creyendo que Amanex era un esclavo que había intentado escapar, lo llevaron a empujones hasta el pueblo. Lo amarraron del poste que había en medio de la plaza, y un soldado lo azotó con un látigo, hasta que la sangre le broto de la espalda, y Amanex perdió el conocimiento a causa del dolor intenso. Lo dejaron amarrado al poste hasta el día siguiente, entonces se lo llevaron, medio muerto, a las barracas donde dormían los esclavos.
     Amanex creía estar viviendo una pesadilla. Habiendo sido libre toda su vida, cazando, y pescando en las selvas del Orinoco, la esclavitud le resultaba insoportable. No estaba acostumbrado a trabajar como una bestia de carga, desde el alba hasta el crepúsculo, a ser humillado, a ser azotado, a ser tratado como un animal que se arrastra. El paso del tiempo, y el peso del régimen brutal al que estaba sometido, le fueron quebrando el espíritu, hasta el punto que comenzó a morirse, poco a poco, cada día. Nada lo consolaba. Sólo pensaba en su aldea del Orinoco,  en su gente, y en las palabras de su madre.
     El pueblo se componía de algunas calles de tierra, con casas de piedra, madera, y paja; una enorme barraca de piedra para los soldados; y una estructura rectangular, también de piedra, para almacenar las municiones y provisiones. En medio, estaba la plaza. De un lado de la plaza estaba la iglesia; junto a ésta, la casa del alcalde, don Alonso; y en el otro lado de la plaza, frente a la iglesia, la casa de Eugenia. En un terreno baldío, en la periferia, había una especie de fortaleza, con una empalizada de madera, dentro de la cual había otras barracas para los soldados, las chozas donde dormían los esclavos, y los perros encargados de vigilarlos. En la lejanía se podían ver los campos que trabajaban los taínos, y más allá, al final del campo, la sierra, con la entrada a la mina de oro, donde cada día, su raza se extinguía un poco más.
     El único suceso que variaba la rutina implacable que era la vida de los taínos, ocurría los domingos. Se les permitía sentarse en el suelo de tierra de la plaza, encadenados, vigilados por los soldados y los perros, mientras el cura oficiaba la misa. Dentro de la iglesia, los invasores invocaban a sus dioses, le daban gracias por la ayuda recibida en el proceso de someter a los salvajes, y esparcir la fe cristiana. Cuando terminaba la misa, desfilaban todos por la plaza, con las cabezas erguidas, mirando con desprecio a los esclavos, luciendo sus indumentarias vistosas, y abultadas, que usaban a pesar del calor sofocante.
     Los soldados, lanceros, y alabarderos, vestían sus atuendos militares; llevaban morrión, gorguera blanca, armadura, y polainas altas y ajustadas. Don Pedro, el capitán, llevaba puesto un morrión con un gran plumero, gorguera de encajes, calzón corto abollonado, espada al cinto, y un bastón de mando.
     Don Alonso, el alcalde, cubría su cuerpo con calzones altos en forma de tonelete, que llegaban  hasta un poco por encima de la rodilla, con la bragueta abultada como en una armadura, para protegerse el escroto; el cuello de la camisa asomaba un poco sobre el cuello del sayuelo; como prenda de encima llevaba el jubón de mangas a bandas y abollonadas; sobre la cabeza llevaba un sombrero-boina plana; sobre el cuello un pequeño collar; y en la cintura un enorme puñal adornado con borlas.
     Eugenia lucía una camisa adornada de encajes, con mangas amplias y voladas, sujeta por un corsé que le estrechaba la cintura; sobre ella llevaba el jubón que llegaba con sus mangas hasta los codos, con amplio escote, y adherido al cuerpo, destacando sus líneas. Debajo de la falda llevaba enaguas, con vuelos y puntillas en la parte inferior. Su  calzado era de tela fina como la seda, con hebillas. Las medias, que le llegaban hasta encima de las rodillas, sostenidas por un portaligas, también eran  de seda. Los cabellos rubios, con rizos, bucles, y trenzas, los llevaba adornados con cintas, alfileres, flores frescas, y el peinetón que suje­taba el elaborado peinado. Una mantilla le cubría la cabeza y los hombros. De su largo cuello pendía un collar que terminaba en un crucifijo, que a su vez descansaba entre la voluptuosidad de su  pechos turgentes.
     El cura, que era el último en salir, a pesar de su complicidad en los crímenes cometidos contra los aborígenes, los miraba con actitud benigna, y los bendecía haciendo la señal de la cruz. Pensaban los conquistadores que aquello podía ayudar a cristianizar a los salvajes.
     De entre todas las mujeres que salían de la iglesia, los ojos de Amanex se posaban siempre en Eugenia, que era la prometida de don Alonso, el alcalde. Un domingo sus miradas se cruzaron.  Eugenia no pudo eludir el estremecimiento que le suscitó el cuerpo musculoso y bien formado, de piel impecable y cobriza, de Amanex; su cara ancha, grande, de pómulos pronunciados, nariz aguileña, y labios gruesos; su cabellera negrísima, larga y brillante; sus ojos negros, grandes y almendrados; su mirada orgullosa y desafiante. A partir de ese día, todos los domingos, el acto se repetía.
     Un domingo de nubes negras, cuando todos salían de la iglesia, un relámpago partió el firmamento en dos mitades, y el aguacero se precipitó con furia sobre los que estaban abajo, sin distinguir los amos de los esclavos. Todo el mundo corrió hacia sus casas. Como consecuencia de la batahola causada por la tormenta, a Eugenia se le cayó la mantilla. Cuando los soldados arrearon a los taínos de vuelta a sus barracas, Amanex la recogió disimuladamente del suelo.
     Amanex escondió la mantilla de Eugenia debajo de la estera donde dormía. En las noches de desvelo, la sacaba, la besaba, y aspiraba su perfume, mirando la luz melancólica de la luna que penetraba por la ventana. Antes de dormirse se aseguraba de esconderla de nuevo debajo de la estera.
     Una noche, Amanex logró evadir la vigilancia de los soldados y los perros, y se dirigió a la casa de Eugenia. Escondido entre  los rosales, permaneció de pie durante largo rato, contemplando la ventana del aposento de Eugenia que daba al patio de la casa. Por las celosías se colaba la luz trémula de la lámpara. Eugenia debió presentir una presencia afuera, porque algo la empujo a correr las cortinas, y abrir las ventanas. Extendió la mirada hacia fuera, y pudo distinguir el torso y la cabeza de él, detrás de los arbustos. En un estado de asombro, él examinaba los contornos de su figura, y el brillo de sus ojos. Así permanecieron largo rato, descubriéndose, y devorándose con la mirada, hasta que la lámpara se apagó. Ella entonces cerró las ventanas, y él regresó a su choza.
     Las noches que Amanex lograba burlar la vigilancia de los soldados y los perros, y se dirigía de nuevo al templo de los rosales blancos (donde adoraba a su nueva diosa que, encaramada en el altar del balcón, lo bañaba con el fulgor de su mirada), se sentía libre de nuevo. Lo extraño es que, aunque tenía la oportunidad de huir hacia los cerros, no lo hacía, pues se encontraba en otra clase de prisión, una que era más difícil de evadir que las cadenas, los grilletes, los soldados, y los perros.
     Una mañana, Amanex se despertó con un dolor agudo en el vientre. Un soldado le daba puntapiés, le enrostraba la mantilla de Eugenia, y lo increpaba en su idioma extraño.
     Cuando Don Pedro estuvo enterado, ordenó que lo trajeran ante su presencia. Lo interrogó por medio de un intérprete, uno de los aborígenes que entendía la lengua de los opresores. Amanex se negó a revelar la procedencia de la mantilla. Como consecuencia de su negativa, desataron la furia del látigo sobre su cuerpo. Don Pedro llevó la mantilla a don Alonso, quien la reconoció como propiedad de Eugenia. Descompuesto por la cólera, ordenó que llevaran a Amanex, y a los demás esclavos a la plaza del pueblo.

                                                        
     Cuando Amanex cayó abatido por la espada de don Alonso, todos miraban su cuerpo sin vida, marcado por los latigazos, ahogado en un pozo de sangre y tierra. Los demás esclavos, sobrecogidos por el miedo, sabiendo que correrían la misma suerte si se atrevían a cometer el mismo tipo de insolencia; don Pedro, con ojos perversos y sonrisa sádica, creyendo haber cumplido con su deber; don Alonso, con la satisfacción de haber vengado su honor; y Eugenia (desde su balcón, detrás de las celosías, las ventanas de cristal, y los visillos), bañada en lágrimas, porque le habían matado al único hombre que residía en sus pensamientos, de día, cuando estaba consciente, y de noche, en sus sueños, cuando se dormía. Para castigar al muerto por la última insolencia de la carcajada, don Alonso ordenó que descuartizaran su cuerpo, y se lo echaran a los mastines.                                                  

 © Texto y fotografía, William Almonte Jiménez, 2011