Golpe de Estado y Verano en el Campo


El martes 30 de mayo de 1961, el dictador Rafael Trujillo fue asesinado a tiros cuando su automóvil fue emboscado en una carretera en las afueras de Santo Domingo, la capital dominicana. Los conspiradores, sin embargo, no lograron tomar el control del gobierno. La familia Trujillo movilizó al SIM (Servicio de Inteligencia Militar) para dar caza a los implicados en el complot y también trajo de vuelta desde París, al hijo del dictador, Ramfis Trujillo, quien tomó las riendas del país. Cientos de presuntos conspiradores fueron arrestados, y muchos de ellos fueron torturados y ejecutados. A pesar de sus intentos, la familia Trujillo no pudo mantener el control de la nación, y en noviembre de 1961, se vieron obligados a exiliarse en Francia,  mientras que el presidente títere, Joaquín Balaguer, asumió el poder.
    Ante la presión del gobierno de los Estados Unidos, Balaguer se vio obligado a compartir el poder con un Consejo de Estado de siete miembros, establecido el 1 de enero de 1962, que incluía a miembros moderados de la oposición. Tras un intento de golpe de Estado, Balaguer renunció y se exilió el 16 de enero. El Consejo de Estado reorganizado, bajo la presidencia de Rafael Bonnelly, dirigió el gobierno dominicano hasta la celebración de las elecciones en diciembre de 1962.
     Juan Bosch, un intelectual y poeta que había fundado el partido de oposición Partido Revolucionario Dominicano (PRD) en el exilio, durante la era de Trujillo, ganó las elecciones. Sus políticas de corte socialista generaron inquietud entre los militares, el clero católico y las clases altas, que temían que el país se convirtiera en otra Cuba. En septiembre de 1963, Bosch fue derrocado por un golpe militar de derecha encabezado por el coronel Elías Wessin y fue reemplazado por una junta militar de tres hombres. Bosch se vio obligado a exiliarse en Puerto Rico. Posteriormente, lo que parecía ser un triunvirato civil pronto se convirtió en una tiranía de facto.
     Esos fueron años de intensa agitación política, pero, como sólo tenía siete años, no guardo muchos recuerdos de aquello. Lo que más conservo de esa época son los felices días de verano que pasé en la finca de mi abuela. A veces mis hermanos o mis primos me acompañaban. La estancia en la finca de la abuela era siempre una plétora de actividades extraordinarias: deslizarse en una yagua (la espesa capa leñosa de las ramas de las palmeras) sobre la alfombra de hojas resbaladizas bajo las matas de cacao; recoger los mangos y aguacates que el viento había derribado la noche anterior; y desenterrar batatas.
     Mi abuela era viuda y sólo vivían con ella dos de sus hijas solteras. Todas tenían que trabajar en los sembrados. A mí me encantaba acompañarla cada vez que iba a algún conuco (pequeña parcela de tierra) para sembrar. Ella hacía un surco en el suelo con su machete y yo colocaba una semilla.
     Durante el día, el campo era hermoso, resplandeciente y mágico. Los pájaros y las chicharras cantaban y zumbaban en las ramas de las matas de buenpán. Los cerros se erguían imponentes del otro lado del arroyo. El viento silbaba, a veces furioso, a veces juguetón, en las copas de las matas de mango, haciéndolos parecer gigantes vivos. Los cultivos de maíz, plátano, yuca, café y cacao eran un reflejo de la generosidad de la madre tierra. Sin embargo, al caer la noche, sin luz eléctrica, la hondonada donde residía la abuela se sumía en una oscuridad total. Mirando hacia afuera través de las ventanas del rancho, las sombras espectrales que reinaban afuera convertían el campo en un lugar temible, embrujado por monstruos, fantasmas y demonios.
     En esos momentos buscaba la compañía de mi abuela, quien, sentada a la mesa del comedor, realizaba alguna tarea, tal como coser una colcha, bajo la luz de la lámpara de queroseno. Ella me conocía muy bien y sabía lo que pasaba por mi mente. Me sentaba en una silla a su lado, cruzaba los brazos sobre la mesa y hundía la cara en ellos, como si ignorar las sombras que envolvían el rancho pudiera protegerme de las malvadas criaturas que acechaban en la noche, escondidas tras los árboles. Después de eso, esperaba sus manos, que invariablemente comenzaban a acariciar mis cabellos hasta que me quedaba dormido.

© William Almonte Jiménez, 2024