TODOS SOÑAMOS


Mais ce n'est plus pareil et tout est abîmé
C'est une pluie de deuil terrible et désolée
Ce n'est même plus l'orage
De fer d'acier de sang
Tout simplement des nuages
Qui crèvent comme des chiens
-Jacques Prévert

Me encontré con ella por primera vez al final de una fresca tarde de octubre, cuando regresaba de la feria del libro en el Paseo de Recoletos. Había estado allí durante horas, deambulando por los corredores formados por las casetas erigidas por los vendedores; explorando con la mirada las estanterías repletas de libros de todas clases. Cuando algún libro me llamaba la atención, lo cogía casi de manera ritual, dejaba que mis manos se deslizaran por sus hojas, sentía la textura de sus páginas en mis dedos, los olía aspirando profundamente, experimentando un placer casi orgásmico. El deleite que me producía tal ejercicio, la curiosidad, y el deseo intenso de desentrañar los misterios que contenían, creaban en mí un estado de euforia que me daba la sensación de estar en un lugar mágico.
                           
ideas sin palabras
palabras sin sentido;
cadencias que no tienen
ni ritmo ni compás;
memorias y deseos
de cosas que no existen;
accesos de alegría
impulsos de llorar;

     Me fui solo, pero regresé acompañado: Kafka, Russell, y Rimbaud venían conmigo.  Al salir de la estación del metro en la Puerta del Sol, las sombras ya eran largas. Una soñolienta luz malva bañaba  los edificios y teñía el cielo que se moría. Antes de girar a la derecha en Carrera San Jerónimo, caminé  sobre la baldosa que marca el kilómetro 0, y me detuve frente al edificio donde no hace mucho tiempo torturaban a la gente por el simple hecho de disentir con las autoridades.

Yo me he asomado a las profundas simas
de la tierra y del cielo
y les he visto el fin con los ojos
o con el pensamiento.
Mas, ¡ay! de un corazón llegué al abismo,
y me incliné por verlo,
y mi alma y mis ojos se turbaron:
¡tan hondo era y tan negro!

     Mientras subía la ligera pendiente camino al hostal en la calle Príncipe, escuché una voz que venía desde el suelo. Alguien que estaba sentado en la calzada adoquinada extendía su mano y me pedía dinero. Detuve mis pasos. Me tomó tal vez fracciones de un segundo resolver en mi cabeza la cuestión de si debía darle mi dinero o no. En ese brevísimo instante mi retina  retrató su imagen y la mandó al departamento del cerebro donde las neuronas trabajan sin descanso, analizando, racionalizando, juzgando, y sacando conclusiones. Tendría unos veinticinco años, vestía una blusa andrajosa, y unos pantalones cortos que mostraban sus piernas hasta un poco por encima de las rodillas. Llevaba el pelo rubio mugriento y enmarañado. Debajo de su cara desaseada se notaba una piel blanca y suave, unos ojos grises y pesarosos, y unos labios gruesos y sugestivos, que dejaban translucir un rostro hermoso. Tenía un brazo amputado por el codo, y una de las piernas mutilada.

Mi vida es un erial,
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.

     Saqué unas monedas de un bolsillo, se las di, y me apresté a continuar mi camino.  Pero de nuevo, en fracciones de un segundo, y por alguna razón que desconozco hasta ahora, decidí quedarme.  Me presenté, y le pregunté cómo se llamaba.
     –Yolanda –me respondió.
–¿Qué te pasó? –indagué, al mismo tiempo que (casi sin darme cuenta) me senté en el suelo junto a ella, arrimado contra la pared–. Ignorando el tropel de gente apresurada  que pasaba por encima de nosotros, entablamos una conversación.
     Me contó que venía de Segovia con su marido. El carro en el que iban chocó con un camión, su marido murió, y ella quedó desfigurada. Yolanda no pudo recuperarse de la tragedia, se dejó atrapar por una espiral de autodestrucción que la arrastró a donde estaba. 

Llevadme por piedad a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad!, ¡tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!
    
     Vivía en algún cuarto inmundo, en algún edificio hediondo y tétrico, en un vecindario indecente y peligroso. Me comentó que quería mudarse porque le daba miedo vivir en ese lugar.

Flores tronchadas, marchitas hojas
arrastra el viento;
en los espacios, tristes gemidos
repite el eco.

     –¿Sabes una cosa? –dijo, cambiando bruscamente de tema–, tú eres malo para mi negocio. ¿Has notado que en el rato que tienes aquí, nadie me ha dado nada? Es porque piensan que eres mi amante, y que estoy pidiendo para ti.
     –En ese caso, mejor me voy –opiné–.  Me puse de pie e iba a marcharme, pero ella me detuvo.
   –No te vayas, quédate –me pidió, de una manera que casi me pareció una súplica.

En las nieblas de lo pasado,
en las regiones del pensamiento
gemidos tristes, marchitas galas
son mis recuerdos.

     Me senté de nuevo en la calzada, y reanudamos nuestro  diálogo.
     –¿No tienes planes de dejar la calle? –pregunté.
     Me relató que todavía estaba peleando con la compañía de seguros, pero que el abogado que manejaba su caso le decía que no se desesperara, que los procesos eran lentos, pero que ella tenía todas las de ganar.  Me dijo que con el dinero que consiguiera pensaba poner un negocio, una perfumería, o una mercería.
     –Siempre estoy en este lugar –expresó–. Puedes volver cuando quieras, para que conversemos, o podríamos ir a otro lugar a tomar un café.
     Le informé que sólo estaba de visita, que venía del otro lado del océano, y que regresaba a casa en unos días. Deseándole suerte en su litigio con la compañía de seguros, en sus futuros negocios, y en su vida en general, me levanté y me despedí de ella. Antes de proseguir mi camino la miré unos segundos.
     –Eres muy linda, por dentro y por fuera –le dije–.  No te quedes en la calle.
     –Gracias –respondió.
     Me incliné, le di un beso en la mejilla, y sonrió con el semblante iluminado.
     El día  siguiente, después de haberlo pasado en el Centro de Arte Reina Sofía (tratando de descifrar las intricadas figuras geométricas de Picasso, los fantásticos garabatos de Miró, y los seductores paisajes post-apocalípticos de Dalí, poblados de entes retorcidos, desmembrados y derretidos), regresé, con la seguridad de que la iba a encontrar exactamente donde la dejé. Todavía estremecido por la violencia implacable del «Guernica»; alucinado por los colores rutilantes y los símbolos cautivadores de «El Gran Masturbador»; y enternecido por los cabellos, la espalda y las nalgas de «La Muchacha en la Ventana», cuya mirada y ansias se perdían en un horizonte inasible; doblé por San Jerónimo con cierta premura. Pero no estaba. El lugar donde el día anterior dos extraños se hacían confidencias, sentados en el suelo, estaba desierto. Se me ocurrió que tal vez nuestra conversación había surtido algún efecto, y ella había decidido dejar la calle; o que se había ido a otra calle, donde ese día de la semana, su negocio, como ella lo llamaba, le dejaba más; o que quizás, por un inesperado brote de orgullo, pudor, vergüenza, dignidad (qué sé yo), no quería que yo la viera otra vez, desamparada, abandonada a la caridad de los transeúntes.
     Temprano en la mañana vagaba sin rumbo fijo por el Puente de Segovia. El nombre del lugar me forzó a rememorar el accidente que ocurrió camino de Segovia, que segó una vida, y arruinó otra.

eso soy yo, que al acaso
cruzo el mundo, sin pensar
de dónde vengo, ni a dónde
mis pasos me llevarán.

Yo sé que hay fuegos fatuos que en la noche
llevan al caminante a perecer:
yo me siento arrastrado por mis ojos
pero a donde me arrastran, no lo sé.

     No pude evitar ver su cara en las aguas tranquilas y turbias del Manzanares, y meditar sobre la naturaleza  frágil, transitoria, y precaria  de  nuestra existencia.

Yo soy un sueño, un imposible
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible;
no puedo amarte. -¡Oh ven; ven tú!

Al brillar un relámpago nacemos
y aún dura su fulgor cuando morimos;
tan corto es el vivir.

     Lamentando que al día siguiente me marchaba, y que probablemente no la vería nunca más, me pasé el resto del día en el Campo del Moro, leyendo a Bécquer.
    
La gloria y el amor tras que corremos
sombras de un sueño son que perseguimos:
Despertar es morir.


Primero es un albor trémulo y vago,
raya de inquieta luz que corta el mar;
luego chispea y crece y se difunde
en ardiente explosión de claridad.

La brilladora lumbre es la alegría;
la temerosa sombra es el pesar;
¡Ay!, en la oscura noche de mi alma,
¿cuándo amanecerá?

     Volviendo al hostal, me llené de una extraña alegría cuando la vi desde lejos, sentada en el mismo lugar. Se le iluminó el rostro cuando al acercarme me vio. Me acomodé otra vez en el suelo, descansando la espalda contra el muro, para no obstaculizar el paso a los caminantes, y seguimos el intercambio iniciado dos días antes. Yo estaba sorprendido y deleitado. Ella llevaba ropa limpia, olía a limpio, se había lavado el pelo, y se había hecho una cola. Tenía maquillaje sobre la cara, y pintura en los labios. Lo que yo estaba mirando corroboraba lo que ya sabía, que era una muchacha muy linda. Me dio la gana de pensar que esa transformación fue producto de mis palabras. Que en lo profundo de su alma, Yolanda sospechaba que no era cierto lo que pensaba la gente cuando le lanzaban unas monedas y la miraban con desprecio, que ella no era basura; que el espíritu  y la mente se rehúsan a morir; que al humano se le puede empujar sólo hasta un cierto límite, donde inevitablemente se produce la insurrección que lo llevará a combatir las circunstancias adversas, y elevarse por encima del barro; que ella todavía era una persona con capacidad y ganas de vivir, soñar, y desear; que un extraño venido de allende los mares se lo había confirmado, solamente con hablarle, decirle que era linda, y besarla.

En el mar en la duda en que bogo
ni aún sé lo que creo:
¡Sin embargo, estas ansias me dicen
que yo llevo algo
divino aquí dentro

Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de este himno
cadencias que el aire dilata en la sombras.

     Le comuniqué  que me marchaba el próximo día, y que le deseaba mucho éxito, amor, y felicidad en todo el tiempo que le tocara vivir. Me rogó que le diera mi dirección, para enviarme postales. Después de escribirle en un papel el lugar donde vivía, nos despedimos. Yo me alejé, volviendo la cabeza de vez en cuando, y cada vez  diciendo adiós con las manos y sonriendo. Ella respondía de la misma manera.
     Como era de esperarse, nunca más volví a verla. Jamás recibí las postales anticipadas. No sé si sus sueños se hicieron realidad, o si se hundió más en el remolino de circunstancias imprevistas que le malograron la vida. Pero en las tardes cortas de octubre, cuando las nubes negras ocultan el sol, y la noche nos toma por asalto más temprano que de costumbre, me acuerdo de ella.  

En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.

© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez, 2005

© Versos de Gustavo Adolfo Bécquer, 1836-1870