Las tardes estivales tienen el poder
de arrancarle a mi memoria recuerdos de cosas que no he vivido. Cuando
el sol penetra a través de la retina, estimula en el cerebro enlaces
electroquímicos que me hacen sentir eufórico, y recordar no puedo precisar qué.
Sólo sé que las sensaciones que experimento las he sentido antes, si cuando era
muy niño, en el vientre de mi madre, o en otra vida, no estoy seguro. Lo cierto
es que la brisa caliente del verano acariciándome el rostro, el aleteo de las hojas,
la claridad reverberando en la carretera, las flores rojas y amarillas
coqueteando con los prados verdes, la tierra negra recién preparada para la
siembra, los cúmulos en el cielo, y el azul intenso del lago, me hacen evocar
un estado armónico y luminoso donde levito con los instintos y los sentidos
agudizados, notando, detectando, y absorbiendo todo lo que me rodea. Entonces
comprendo porqué adorar el sol, como lo hacían las civilizaciones antiguas,
tiene más sentido que venerar la
abstracción de un dios antropomorfo.
El calor de la tarde también me recuerda situaciones que sí he vivido.
Mi niñez en el trópico, cuando el infinito, sencillo e inofensivo, me quedaba
por delante. Un poco antes de las dos de la tarde caminaba por el túnel de
árboles que era la Avenida Hermanas Mirabal, por la que me trasladaba camino al
colegio San Francisco de Asís, como llevado por una ensoñación. El árbol bajo
el cual jugábamos, en el centro del patio, lo recuerdo inmenso, proyectando una
sombra gigantesca, como queriendo defendernos de la maldad, y preservar inalterado el bienestar que nos
envolvía.
Lucía era una morena chulísima, de pelo negro y lacio, y ojos que
centelleaban como los astros. La fortuna quiso que fuera mi maestra de primer
curso. Cuando estallaba el temporal, y el patio se inundaba, Lucía paraba las
clases, y nos poníamos a hacer barquitos de papel, los montábamos sobre el lomo
de una onda, y los veíamos perderse en algún abismo que los llevaría a mundos incógnitos
y remotos.
Marta tenía la tez como la miel o el caramelo. Siempre llevaba los
cabellos recogidos en un moño. Tenía cara de malhumorada, siempre frunciendo el
ceño, pero en realidad era muy tierna. La vida me premió con la dicha de tenerla
como maestra de segundo curso. Fue a ella a la que le pareció que yo era muy
dedicado y estaba lo suficientemente preparado, como para saltar al cuarto
curso. Así se lo propuso, y así lo consiguió con el director del colegio, un
cura franciscano venido de España, como casi todos los sacerdotes de esa época.
Así fue como me libré de hacer el tercero y me adelanté a los demás muchachos
de mi edad.
Consuelo, era madre de tres, esposa de uno, y mi maestra de cuarto curso
a quien quería mucho. Su cara manifestaba la desdicha de un matrimonio malogrado.
¿Qué cómo podía un niño de nueve años enterarse de esos asuntos? Lo sé, porque impresa
en algún escondrijo de mi memoria está la estampa de Consuelo conversando con
otra maestra, sobre las penosas circunstancias por las que estaba pasando. El
nombre le servía de poco.
Camila era una gordita, chiquita, muy sensual, que el azar puso en mi
camino para que fuera mi maestra de quinto curso. Digo que era sensual porque
así me enseñó a verla Miguel. Y lo digo en retrospectiva; en esa época mi
vocabulario no daba para tanto. Miguel se pasaba todo el tiempo escudriñándole
el busto a Camila, y secreteándome a mí. Una vez me dijo que parecía que la
profesora quería coger, porque tenía los senos paraditos, y que cuando una
mujer tenía los pechos parados era porque tenía ganas de sexo con un hombre.
¡Parece increíble! Sólo teníamos diez años y ya le deseábamos las tetas a la
maestra. Todas mis profesoras fueron chulas. No recuerdo una sola que me
desagradara.
Como si soñar con los pezones de Camila no hubiera sido suficiente para
mantenernos fuera de concentración, a mediado del quinto curso llegó Clara. El
Colegio San Francisco de Asís era sólo para varones. Del otro lado de la calle
estaba el Colegio San José, sólo para hembras. La familia de Clara se había
mudado a Santiago de otra de las provincias del interior. Como sucedieron las
cosas, no había espacio para ella en el Colegio San José, de manera que le
permitieron terminar el año escolar en el nuestro. ¡Qué suerte tienen algunos!
En todo el colegio había una muchacha y sólo una, y a nuestro quinto curso le
tocó la ventura de tenerla. Podría pensarse que debió haber sido sobrecogedor
para una muchacha ser la única alondra entre una bandada de cuervos. Pero no
fue así. En ese entonces todavía no habíamos perdido completamente la
inocencia. A Clara la tratábamos como a una reina, nos desvivíamos por
complacerla, y nos peleábamos por su atención. Su nombre fue premonitorio,
porque Clara se llamaba la única compañera de clase de la que me enamoré cuando
cursábamos la secundaria.
En verano la vida se alarga. El sol se nos da en abundancia, de manera
extraordinaria, desde muy temprano en la mañana hasta muy tarde en la noche. El
tiempo no da para todas las cosas que se pueden hacer. Paseos en bicicleta en
Highland Creek, Leslie Spit, o Mount Pleasant Cemetery; conciertos de jazz en
Nathan Philips Square; International Hispanic Fiesta en Harbourfront; LatinFest
en Mel Lastman Square; Caribana en el Lakeshore; Shakespeare en High Park; fuegos
artificiales en Ontario Place; conciertos de Rock en Wonderland; feria del
libro en Queen Street; picnics en Centre Island; zambullidas en el lago, en Cherry
Beach; o, simplemente caminar o conducir por la ciudad mirando el enjambre de
mujeres con poca ropa.
El verano me brinda la oportunidad de pretender vivir en tres meses el
equivalente de un año, antes de que las nubes negras se apoderen del cielo, y
me sienta culpable si simplemente lo dejé pasar. Es un festival, un rito, una
celebración de la vida.
©
Texto y fotografía, William Almonte Jiménez 2005