Winter Blues

En la época de lluvias, durante semanas, el cielo no podía verse. Estaba velado por una niebla uniforme que ni si­quiera la luz del sol o la luna podían penetrar. 
                                          —Carmen

 Las nubes se agrupan y reorganizan, desmesuradas y siniestras, como si cada una buscara un lugar que le había sido previamente asignado, en un gigantesco campo de batalla que no se extiende bajo mis pies, sino que cuelga, amenazante y sombrío, sobre mi cabeza. 
     Al finalizar la reorganización, parece que una única nube cubre la totalidad del planeta. Una nube espesa e impermeable a la luz que intenta, con rabia y sin éxito, encontrar una rendija por donde colarse y atizar la lumbre de mi espíritu, que está a punto de extinguirse. 
     Tengo la sensación de que el nubarrón desciende lentamente hacia mí, intentando sofocarme y sumirme en una lobreguez sin fin. Entonces, parece que todos los manantiales del cielo están a punto de reventarse y  que corro el riesgo de ser anegado en otro diluvio universal. 
     No obstante, la lluvia no cae. La única finalidad de este juego absurdo es impedir que la luz del sol brille. Las nubes parecen amenazar, pero no se atreven a atacar, como si fueran adultos jugando a ser niños crueles. 
      Me encanta el sol, pero también disfruto de la lluvia. La encuentro tierna y mágica. Me pone de buen humor, me apacigua el fuego interior de las ansias insatisfechas, las aspiraciones inalcanzables, y las quimeras. El sonido de la lluvia, acribillando furiosamente las ventanas o fluyendo suavemente contra ellas, me transporta a una cabaña en la ladera de una colina, donde leo y escribo, sosegado por el calor de la chimenea, el canturreo de los pájaros, el murmullo del viento en las copas de los árboles y el suave fluir del agua entre las piedras del arroyo. 
     Lo que más aborrezco son los días invernales, insensiblemente encapotados, que me atormentan sin piedad durante semanas, con sus nubes grises que no cumplen ningún propósito. Un cielo que se niega a llorar su furia. Todo ese despliegue y concentración de energía, sin ningún motivo aparente, es un desperdicio que demuestra que hasta la naturaleza puede darse el lujo de ser superflua, frívola, y malversadora.  
     De pie junto a la ventana, con los codos descansando sobre la repisa y los puños contra las mejillas, contemplo nuevamente el pesado dosel que parece extenderse hasta más allá de Ultima Thule, y que probablemente permanecerá allí mucho más tiempo del que puedo soportar; en ese instante comienzo a doblegarme bajo la carga aplastante del cielo opresivo.

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© William Almonte Jiménez, 1998
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