Llena tus ojos de asombro, vive como si fueras a morir en diez segundos. Recorre el mundo. Es más fantástico que cualquier sueño hecho o comprado en una fábrica.
– Ray Bradbury
La luz refulgente del sol se filtraba a través de los amplios ventanales de cristal del aeropuerto internacional Vaclav Havel, en Praga. Yo trataba de dormir. La claridad no era lo único que me mantenía despierto; también estaban el nerviosismo y el cansancio de haber pasado toda la noche sin pegar los ojos, tras una travesía de ocho horas en el tren que nos trajo desde Budapest Keleti hasta la terminal de trenes en Praga, donde tomamos un taxi hasta el aeropuerto. A todo eso se añadía un pensamiento que no podía sacudir de mi mente: lo que pudo haber pasado.
El tren 376 que va de Budapest a Praga saldría a las 20:00 horas. Jorge y yo llegamos temprano, alrededor de las 17:00 horas, ya que no teníamos nada más qué hacer en la ciudad. Mientras aguardábamos, nos paseamos por la estación, observando los trenes que llegaban y partían, así como a los pasajeros subiendo y bajando de los vagones, algunos incluso corriendo. Cenamos en un restaurante, exploramos las vitrinas de las tiendas y nos quedamos asombrados ante la belleza de los mosaicos en el vestíbulo de la estación.
Una pizarra electrónica mostraba los números de los trenes, así como los andenes de salida y llegada. Nombres desconocidos para mí desfilaban por los paneles horizontales de la pizarra: Sulysap, Gyula, Sopron, Szombathely, Hatvan, Kosice, Eger; sólo Wien y Berlin me eran familiares. Para mayor claridad, en cada andén había un cartel que indicaba cuál tren llegaba o partía. El nuestro aún no aparecía en la pantalla, ya que era muy temprano. A las 19:30, ningún letrero, en ningún andén, indicaba nuestro tren; la pizarra tampoco daba información al respecto. Comencé a preocuparme. A las 19:45 le comenté a Jorge que deberíamos ir a la ventanilla donde vendían los boletos a preguntar.
Había una fila larga. Me sentía inquieto, la impaciencia me invadía, ya que el tiempo se nos echaba encima. Cuando por fin llegó nuestro turno, le pregunté a la muchacha que atendía la ventanilla de qué andén partía el tren 376 para Praga, ya que ni la pantalla ni ningún cartel lo indicaban. Para colmar mi desazón, ella no lo sabía. Se retiró a la oficina que había detrás de ella, para averiguar. Luego regresó de prisa y visiblemente alterada. Nos informó que el tren salía del andén número 5, y que debíamos apurarnos, pues ya estaba a punto de partir.
Jorge y yo llevábamos dos maletas grandes porque habíamos pasado tres semanas en Europa Central. Mientras arrastrábamos las maletas, nos apresuramos hacia los andenes y buscamos el número 5, pero el letrero que había indicaba un tren diferente. Me invadió el pánico. Decidí subir al tren y preguntarle a uno de los pasajeros si ése era el tren con destino a Praga. Me respondió que sí.
Bajé de prisa del tren, busqué a Jorge y, respirando con dificultad, le hice saber que ese era nuestro tren. Entonces Jorge, con el rostro pálido y sorprendido, me advirtió: “William, el tren se va”. Al voltear la cabeza para mirar, me di cuenta horrorizado de que el tren comenzaba a moverse. Sin dudar nos hicimos a la carrera, arrastrando las pesadas maletas, persiguiendo el tren que aumentaba de velocidad, hasta que alcanzamos el último vagón. No tengo idea de por qué las puertas de algunos vagones todavía estaban abiertas. Conseguí levantar mi pesada maleta, y la lancé hacia el interior del vagón; salté al escalón, sujeté el manubrio y pude subir.
Pero, a medida que el tren aceleraba, Jorge se iba quedando detrás, corriendo, persiguiendo el tren a lo largo del andén y arrastrando su valija. Pasmado, yo trataba de decidir qué hacer. No podía dejar a Jorge en Budapest. Si él no conseguía treparse al tren, tendría que arrojar mi maleta de nuevo al andén y saltar afuera. Por otro lado, consideraba que si perdíamos el tren, también perderíamos el avión la mañana siguiente, en Praga; y sólo había un vuelo, tres veces a la semana.
En su maleta, Jorge únicamente llevaba la ropa. Todo lo importante, como el equipo fotográfico, los documentos y el dinero, lo tenía en su bolsillo o en la mochila. —¡Jorge, deja la maleta, para que puedas correr más rápido! –le grité–. La confusión que noté en su cara me hizo comprender que él estaba indeciso. Yo pensaba que si no lo hacía en ese momento, luego sería demasiado tarde.
De manera inesperada, en ese preciso momento, no sé de dónde, apareció un hombre alto y fornido que le arrebató la maleta a Jorge, corrió velozmente hasta alcanzar el tren y la lanzó dentro del vagón donde me encontraba. Liberado del obstáculo de la maleta, Jorge pudo correr más aprisa; nos alcanzó, pudo sujetar la barra de la puerta y saltar al tren.
Aún paralizados por la sorpresa de lo que acababa de suceder, permanecimos de pie contemplando la silueta del desconocido que se hacía cada vez más diminuta, hasta que finalmente se desvaneció en la lejanía. Luego nos sentamos en el piso y nos miramos boquiabiertos.
– What the fuck was that? –dije yo.
– Jesus! –exclamó él.
– ¿De dónde salió ese tipo? –pregunté.
– No lo sé –respondió él–, sólo recuerdo que iba corriendo, y de repente alguien apareció de la nada, y me quitó la maleta de la mano. Creí que intentaba robármela.
– ¿Te puedes imaginar? –Respondí– Si hubiéramos perdido el tren, habríamos también perdido el avión mañana en Praga. Holy! ¡Esto es una vaina de películas!
Una vez que la sorpresa y el miedo se disiparon, empezamos a reír descontroladamente. No era tanto por la tragedia que habíamos logrado evitar, sino para aliviar la tensión y el temor que se habían vuelto insoportables. Al encontrar nuestros asientos y tras saludar a nuestros compañeros de compartimiento, Jorge se acomodó y pronto se quedó dormido profundamente. ¡Qué suerte la suya! Yo, en cambio, no logré dormir en toda la noche.
El vuelo 102 de Czech Airlines despegó puntualmente a las 11:25, con rumbo al noroeste en un trayecto que abarcaría casi 7,000 kilómetros. Después de haber sobrevolado las Islas Británicas y Groenlandia, la aeronave cambiaría de dirección hacia el suroeste, y tras haber pasado sobre Terranova y La Gaspesie, aterrizaría en Toronto Pearson International Airport. Mirando por la ventana, al ver el Lago Ontario y la CN Tower a mi izquierda, comprendí que finalmente había llegado a casa.
Antes de que el avión aterrizara, recordé nuevamente lo que había sucedido en Budapest y de lo que uno de los pasajeros con quienes compartíamos el compartimiento me había comentado. Mientras Jorge dormía, le narré lo que nos había pasado. Él me mencionó que muchas personas relatan experiencias similares, donde se encuentran en problemas en la estación, y un extraño aparece de forma misteriosa para ayudarles. Se dice que durante la insurrección de 1956, un disidente que corría detrás del tren para no perderlo, mientras era perseguido por un agente de la Államvédelmi Hatóság (la policía secreta) que le apuntaba con un arma, saltó al tren, perdió el equilibrio, cayó y fue atropellado por el mismo. Su cuerpo desmembrado causó gran conmoción. Desde entonces se afirma que la estación está poseída, aunque afortunadamente, no por un fantasma que aterroriza a los viajeros, sino uno que los socorre en momentos difíciles.
El tren 376 que va de Budapest a Praga saldría a las 20:00 horas. Jorge y yo llegamos temprano, alrededor de las 17:00 horas, ya que no teníamos nada más qué hacer en la ciudad. Mientras aguardábamos, nos paseamos por la estación, observando los trenes que llegaban y partían, así como a los pasajeros subiendo y bajando de los vagones, algunos incluso corriendo. Cenamos en un restaurante, exploramos las vitrinas de las tiendas y nos quedamos asombrados ante la belleza de los mosaicos en el vestíbulo de la estación.
Una pizarra electrónica mostraba los números de los trenes, así como los andenes de salida y llegada. Nombres desconocidos para mí desfilaban por los paneles horizontales de la pizarra: Sulysap, Gyula, Sopron, Szombathely, Hatvan, Kosice, Eger; sólo Wien y Berlin me eran familiares. Para mayor claridad, en cada andén había un cartel que indicaba cuál tren llegaba o partía. El nuestro aún no aparecía en la pantalla, ya que era muy temprano. A las 19:30, ningún letrero, en ningún andén, indicaba nuestro tren; la pizarra tampoco daba información al respecto. Comencé a preocuparme. A las 19:45 le comenté a Jorge que deberíamos ir a la ventanilla donde vendían los boletos a preguntar.
Había una fila larga. Me sentía inquieto, la impaciencia me invadía, ya que el tiempo se nos echaba encima. Cuando por fin llegó nuestro turno, le pregunté a la muchacha que atendía la ventanilla de qué andén partía el tren 376 para Praga, ya que ni la pantalla ni ningún cartel lo indicaban. Para colmar mi desazón, ella no lo sabía. Se retiró a la oficina que había detrás de ella, para averiguar. Luego regresó de prisa y visiblemente alterada. Nos informó que el tren salía del andén número 5, y que debíamos apurarnos, pues ya estaba a punto de partir.
Jorge y yo llevábamos dos maletas grandes porque habíamos pasado tres semanas en Europa Central. Mientras arrastrábamos las maletas, nos apresuramos hacia los andenes y buscamos el número 5, pero el letrero que había indicaba un tren diferente. Me invadió el pánico. Decidí subir al tren y preguntarle a uno de los pasajeros si ése era el tren con destino a Praga. Me respondió que sí.
Bajé de prisa del tren, busqué a Jorge y, respirando con dificultad, le hice saber que ese era nuestro tren. Entonces Jorge, con el rostro pálido y sorprendido, me advirtió: “William, el tren se va”. Al voltear la cabeza para mirar, me di cuenta horrorizado de que el tren comenzaba a moverse. Sin dudar nos hicimos a la carrera, arrastrando las pesadas maletas, persiguiendo el tren que aumentaba de velocidad, hasta que alcanzamos el último vagón. No tengo idea de por qué las puertas de algunos vagones todavía estaban abiertas. Conseguí levantar mi pesada maleta, y la lancé hacia el interior del vagón; salté al escalón, sujeté el manubrio y pude subir.
Pero, a medida que el tren aceleraba, Jorge se iba quedando detrás, corriendo, persiguiendo el tren a lo largo del andén y arrastrando su valija. Pasmado, yo trataba de decidir qué hacer. No podía dejar a Jorge en Budapest. Si él no conseguía treparse al tren, tendría que arrojar mi maleta de nuevo al andén y saltar afuera. Por otro lado, consideraba que si perdíamos el tren, también perderíamos el avión la mañana siguiente, en Praga; y sólo había un vuelo, tres veces a la semana.
En su maleta, Jorge únicamente llevaba la ropa. Todo lo importante, como el equipo fotográfico, los documentos y el dinero, lo tenía en su bolsillo o en la mochila. —¡Jorge, deja la maleta, para que puedas correr más rápido! –le grité–. La confusión que noté en su cara me hizo comprender que él estaba indeciso. Yo pensaba que si no lo hacía en ese momento, luego sería demasiado tarde.
De manera inesperada, en ese preciso momento, no sé de dónde, apareció un hombre alto y fornido que le arrebató la maleta a Jorge, corrió velozmente hasta alcanzar el tren y la lanzó dentro del vagón donde me encontraba. Liberado del obstáculo de la maleta, Jorge pudo correr más aprisa; nos alcanzó, pudo sujetar la barra de la puerta y saltar al tren.
Aún paralizados por la sorpresa de lo que acababa de suceder, permanecimos de pie contemplando la silueta del desconocido que se hacía cada vez más diminuta, hasta que finalmente se desvaneció en la lejanía. Luego nos sentamos en el piso y nos miramos boquiabiertos.
– What the fuck was that? –dije yo.
– Jesus! –exclamó él.
– ¿De dónde salió ese tipo? –pregunté.
– No lo sé –respondió él–, sólo recuerdo que iba corriendo, y de repente alguien apareció de la nada, y me quitó la maleta de la mano. Creí que intentaba robármela.
– ¿Te puedes imaginar? –Respondí– Si hubiéramos perdido el tren, habríamos también perdido el avión mañana en Praga. Holy! ¡Esto es una vaina de películas!
Una vez que la sorpresa y el miedo se disiparon, empezamos a reír descontroladamente. No era tanto por la tragedia que habíamos logrado evitar, sino para aliviar la tensión y el temor que se habían vuelto insoportables. Al encontrar nuestros asientos y tras saludar a nuestros compañeros de compartimiento, Jorge se acomodó y pronto se quedó dormido profundamente. ¡Qué suerte la suya! Yo, en cambio, no logré dormir en toda la noche.
El vuelo 102 de Czech Airlines despegó puntualmente a las 11:25, con rumbo al noroeste en un trayecto que abarcaría casi 7,000 kilómetros. Después de haber sobrevolado las Islas Británicas y Groenlandia, la aeronave cambiaría de dirección hacia el suroeste, y tras haber pasado sobre Terranova y La Gaspesie, aterrizaría en Toronto Pearson International Airport. Mirando por la ventana, al ver el Lago Ontario y la CN Tower a mi izquierda, comprendí que finalmente había llegado a casa.
Antes de que el avión aterrizara, recordé nuevamente lo que había sucedido en Budapest y de lo que uno de los pasajeros con quienes compartíamos el compartimiento me había comentado. Mientras Jorge dormía, le narré lo que nos había pasado. Él me mencionó que muchas personas relatan experiencias similares, donde se encuentran en problemas en la estación, y un extraño aparece de forma misteriosa para ayudarles. Se dice que durante la insurrección de 1956, un disidente que corría detrás del tren para no perderlo, mientras era perseguido por un agente de la Államvédelmi Hatóság (la policía secreta) que le apuntaba con un arma, saltó al tren, perdió el equilibrio, cayó y fue atropellado por el mismo. Su cuerpo desmembrado causó gran conmoción. Desde entonces se afirma que la estación está poseída, aunque afortunadamente, no por un fantasma que aterroriza a los viajeros, sino uno que los socorre en momentos difíciles.
© William Almonte Jiménez, 2020