No te quedes inmóvil al borde
del camino,
No congeles el júbilo,
No quieras con desgana,
No te salves ahora ni nunca.
Pero si pese a todo no puedes evitarlo, entonces,
No te quedes conmigo.
-Mario Benedetti
Cuando la muchacha entró,
caminando suavemente, como si no quisiera alterar el equilibrio que regía en el
aula, y con una voz tenue, casi imperceptible, se presentó con la instructora,
él, desde su butaca al frente del salón, no pudo evitar notar en la recién
llegada una manera peculiar de parpadear, de mirar hacia algún punto indefinido
en la pared, y un modo particular de inclinar la cabeza ligeramente sobre su
hombro derecho cuando hablaba. Como lo hacía Julia.
Hacía un par de meses que no
se veían o se hablaban; se habían peleado. Anna le había hecho una propuesta
(un ultimátum, más bien) que lo había tomado por sorpresa, y no supo qué
responder; todavía no sabía qué hacer. Se había matriculado en aquel curso de
escritura creativa para distraerse un poco, y no pensar en ella. Pero allí
estaba aquella muchacha recordándole a Julia; hasta en su aspecto corporal se
parecía a ella. Observaba sus manos, delicadas, delgadas, y pálidas, que se
movían nerviosamente en todas direcciones, como dándole el punto final a sus
ideas, siempre que hablaba. Las manos eran la parte de la anatomía de Anna que
más le gustaba. La mera presencia de la muchacha en el aula removía en su
memoria recuerdos que él prefería dejar dormidos.
Cuando terminó la clase, el
ruido de las butacas siendo arrastradas, el murmullo de voces indistintas, y el
tumulto de los demás estudiantes que se apresuraban a salir, lo despertaron
bruscamente del desconsolado ensueño en que lo habían metido las reminiscencias
provocadas por la muchacha. Se levantó de su asiento de un salto, y antes de
salir, de reojos, le echó una última mirada a la extraña. Bajó las escaleras
corriendo, y de igual manera cruzó la calle para no perder el tranvía que se acercaba.
Mientras el tranvía se
desplazaba perezosamente (arrancando de los rieles un quejido amortiguado
cuando iba en línea recta, y un alarido estridente cuando doblaba una esquina)
él mantenía su mirada desamparada fija en algún punto impreciso de la calle;
sus ojos marrones y mustios perdidos en ningún rumbo. Los automóviles, la
gente, los árboles, las casas, los parques, pasaban por su vista como entes
intangibles, sin dejar ninguna impresión en su mente. Se sentía agitado por un
remolino de imágenes, recuerdos, deseos, añoranzas, ganas, intenciones,
resentimientos, y arrepentimientos; como las hojas que afuera estaban siendo
aventadas de aquí para allá por un viento inclemente de otoño. Casi cada lugar
por el que pasaba el tranvía le traía recuerdos de Julia.
De pronto lo tomó como por
asalto la conciencia de que los únicos recuerdos agradables que tenia de esa
ciudad, eran los momentos vividos con Anna. Anna Julia Brown, como la llamaba,
cuando quería ser dramático, sarcástico, desquitarse, o simplemente
fastidiarla. Le decía él a Anna que ese nombre era muy pretencioso y burgués,
un nombre de celebridad, de aristócrata; que todos los nombres combinados lo
eran, especialmente el de ella con un apellido extranjero; que a ella (que se
identificaba con los de abajo) le lucía menos que a los demás; que por qué no
se llamaba Esperanza, María, Guadalupe, Dolores, o Pilar, como se llama la
gente de pueblo; que por qué, mejor, su mamá no acabó de rematarla, y la llamó
Julianne Brown. Entonces ella se defendía gritándole que se fuera a la mierda,
que qué culpa tenía ella de que su mamá se hubiera enamorado de un inmigrante
de las islas, y le hubiera pegado ese nombre.
Flotando en una nube de recuerdos, se vio
repentinamente sentado junto a la mesa de comer, en el apartamentito de Julia,
mientras ella se duchaba. El sonido del agua chorreando dentro del baño lo
sumergió en un estado contemplativo. Su mirada vagó por todo el lugar, tratando
de desentrañar el misterio escondido en cada objeto, en cada rincón, que le
revelaría el alma de aquella mujer cuyo verdadero ser le había sido (hasta
entonces) inasible e imposible de entender. Las paredes inclinadas de aquel
apartamentito, en la buhardilla de un edificio, le provocaban una sensación
placentera de seguridad, primero, y de sofocación, después. Algo parecido le
producía su pasión por Anna. El revoltijo de objetos diversos esparcidos sobre
la mesa le parecía fuera de lugar; lápiz labial y platos, medias y cuchillos,
panties y tazas de café, estaban definitivamente fuera de lugar en una mesa de
comer, opinaba él. La vista era desconcertante. Súbitamente creyó entender el
porqué de aquellos cambios repentinos en el estado de ánimo de Julia, por qué
aquellas manifestaciones incongruentes de sus sentimientos, por qué aquel
comportamiento errático, ardiente y arrebatado unas veces, indiferente y frío
otras. Razonó que, al igual que aquellos objetos que no tenían ninguna relación
unos con otros, y que por casualidad estaban amontonados en el lugar equivocado
a la hora equivocada, sus caminos se habían cruzado en el tiempo equivocado, él
estaba fuera de lugar en su vida.
Andaba inquieto y mortificado. Anna le
había propuesto que lo dejaran todo, y se fueran a los mares del sur, o al
Mediterráneo, donde el clima era menos excéntrico, y más afín con sus espíritus;
donde el Sol era magnánimo y juguetón, un prodigio seductor capaz de
acariciarles la piel con la pasión y la destreza del mejor de los amantes; que
se fueran a vivir de una manera más natural, más en armonía con la madre tierra
y con ellos mismos; en un reguero de mares tiernos, que acunaban unas islas
intrépidas; que ya estaba harta de la rutina en que su vida se había
convertido, en esta ciudad que una vez tuvo una personalidad acogedora, pero
que ahora se había convertido en una fría selva de vidrio y concreto; que lo
pensara muy bien, porque ella se iría
con o sin él.
El desasosiego que le
producía tal situación lo irritaba. Lo exasperaba lo mucho que le costaba tomar
decisiones. Analizaba y racionalizaba el mundo y sus actos hasta sus últimas
consecuencias. Sí, pensaba en las consecuencias, y en que siempre tendría que
vivir con ellas, porque, si algo era seguro –siempre rumiaba–, era que la vida
exigía un precio por todo; lo cual estaba bien, siempre y cuando fuera el
precio justo. Por otro lado, consideraba que tomar decisiones era en realidad
fácil, que las cosas simplemente se hacían o no se hacían, que sencillamente
era cuestión de elegir entre vivir aquello que la vida le brindaba en un
momento determinado, o dejarlo pasar y esperar el próximo tren. Se repetía que
la vida podía ser generosa en muchos sentidos, y mezquina en otros; que la vida
daba lo que daba, y que el hecho de que eso no fuera exactamente lo que él
quería no creaba en ella ningún sentido de responsabilidad o sentimiento de
culpa; que a él le tocaba brincar al tren con el alma en vilo, con la sangre
inundándole las mejillas, congregando todo el valor de que fuera capaz, con
todos los sueños latiendo como un corazón, con entusiasmo y agradecimiento, o
esperar el siguiente tren, con la esperanza de que sí habría otro; pero que
siempre debía tener en cuenta que eso de que «a este tren no me subo yo, mejor
espero el siguiente» podía conducir al desencanto; que la promesa del próximo
tren era siempre precaria y fugaz; que ese tren muy bien podía a ser el último,
por lo menos para él; que podía quedarse en el andén, esperando hasta la muerte
otro tren que nunca llegaría.
El viento dio paso a una
lluvia fina que descendía como rocío, envolviéndolo todo en una niebla lánguida.
Las hojas muertas y húmedas, reposando al pie de los árboles, o desprendiéndose
de las ramas, renuentes y parsimoniosas, lo llenaban de melancolía. A pesar de
la lenta y pesada circulación, el tranvía perseveraba en el intento de llegar a
su destino, paciente pero obstinado. Se le antojaba que la vida y la muerte
eran inexorables como el tranvía, que de nada valía huir y posponer las cosas,
que tarde o temprano, una de las dos lo atajaría en el camino; que Henry Miller
tenía razón; que todo aquello a lo cual cerrara los ojos, las cosas de las
cuales huyera, lo que negara, denigrara, o despreciara, al final lo
derrotarían; que la vida avanzaba, independientemente de que él actuara como
héroe o como cobarde, y que la única manera de vivirla era de frente. Enumeraba
las mil razones por las cuales debía decir sí a Julia y a la vida. Se
preguntaba que cómo haría cuando Anna se fuera; cómo vivir sin pegarse a su
cuerpo desnudo por las mañanas, y besar sus hombros mientras ella todavía
dormía; cómo existir sin sentir en sus manos la suavidad de sus pechos, su
vientre, y sus piernas; cómo enfrentar el mundo y la realidad con su espíritu
desfalcado de la energía de la que se llenaba cada vez que la penetraba, y
ambos se desbarrancaban por un abismo de ternura y violencia, del cual,
milagrosamente, regresaban sanos y salvos; cómo no poder dormirse acariciando
su vello púbico.
Odiaba su condición de animal
macho; más bien, odiaba su condición de homo sapiens evolucionado. Especulaba
que ser animal habría sido más fácil. Creía que las necesidades sicológicas que
su especie había desarrollado a través de milenios, no tenían nada que ver con
la supervivencia o la selección natural; que Darwin se equivocaba, porque al contrario,
esas necesidades insatisfechas eran la semilla de la autodestrucción. Él
necesitaba mucho más que copular, algo indefinible que lo hacia rechazar otras
mujeres, sin saber por qué, y apegarse a Julia, sin que la razón le fuera
totalmente clara.
Los recuerdos desfilaban por
sus todos sentidos. Rememoraba cuando llegaba al apartamentito de Anna,
saludaba con un gruñido, y la besaba, evitando el contacto directo con sus
ojos, aquellos ojos negrísimos y profundos que podían adivinarle el alma con
facilidad; cuando apagaban las luces, y ambos se tiraban al piso, agarrados de
las manos, con los ojos cerrados, absorbiendo las notas de Massenet que salían
del tocadiscos; cuando Julia lo tiraba suavemente de la mano y lo arrodillaba
tiernamente contra su vientre, y él navegaba a la deriva sobre una laguna
amniótica que lo desgajaba de la realidad momentáneamente.
Julia en el bar tomándole la
mano por debajo de la mesa y metiéndosela bajo su vestido y entre sus piernas,
al mismo tiempo que el saxofón gemía una melodía que no podía incitar a mucho
menos; y él se dejaba llevar en una mezcla de sí y no, mirando alrededor, con
la certeza de que todo el mundo los estaba mirando.
Anna, ordenándole que
detuviera el carro en un estacionamiento desierto, sacándolo con urgencia del
automóvil, acostándolo en el asiento trasero, desnudándolo con apremio, y
cabalgándolo sin miramientos. Entonces él se moría de placer y de miedo, seguro
de que los agentes del orden los encontrarían, y al día siguiente disfrutarían
de sus quince minutos de fama en la primera plana de todos los diarios.
Ana Julia en el carro,
maldiciendo la condición de la ciudad, del país, del mundo, quejándose de que
los hombres eran unos cabrones, que las mujeres tenían que tomar el control,
que había que dar gracias a quien fuera por Simone de Beauvoir y Mary
Wollstonecraft.
Cuando entraban al bar,
después de estacionar el carro, Ana Julia Brown con una cerveza en la mano, y
gesticulando con la otra, continuaba con su ristra de improperios, a la vez que
la trompeta se hacía eco de su rabia en un furioso dixieland. Formulaba que la
única manera para evitar el cataclismo nuclear era convirtiendo el mundo en una
federación de países con iguales derechos y responsabilidades; que la era de
los imperios tenía que acabar; ¡coño!; que Paine y Juárez tenían razón cuando
hablaban de algo tan fundamental que debería ser el primer artículo en la
constitución de todos los países, que el respeto al derecho ajeno es la paz;
que no habría paz sin justicia; que había que hacer el amor, no la guerra; que
la muerte de cada ser humano disminuía a todos porque todos eran parte de la raza
humana; que el sistema judicial se había ido al diablo, que parecía que los
criminales tenían más derechos que las víctimas; que en qué cabeza cabía que a
un animal que violó una niña le metieran dos años de cárcel, que tal crimen
debía equipararse con el asesinato y merecer la pena máxima; que qué liberal ni
qué humanista, que ella sí creía en la pena de muerte como un recurso
extraordinario para crímenes extraordinarios; que un maldito azaroso que
abusaba sexualmente de un niño, sólo merecía la guillotina o el pelotón de
fusilamiento; ¡coño!; que el imperio de turno y las multinacionales estaban
devorando a los países pobres, y les tenían el dedo gordo metido en el culo,
todo con la complicidad de los gobiernos locales y los medios de comunicación,
que eran propiedad de la élite del poder; que la globalización no era más que
un instrumento de explotación, el nuevo colonialismo; que a los contaminadores
había que hacerles pagar con creces los desmanes cometidos contra el
ecosistema; que la revolución industrial, el capitalismo, y la sociedad de consumo los habían metido a
un régimen de esclavitud asalariada, donde importaba más la producción que el
bienestar de la gente, la calidad de los productos más que la calidad de la
vida; que él debía dejarse de vainas, y ser más comprometido y menos
indiferente; que había que hacer la revolución otra vez. Y entonces terminaba
su retahíla de lamentaciones en un paroxismo que la hacía levantar la botella
de cerveza hacia los músicos que, en ese preciso instante, terminaban una
pieza, y los aplaudía gritándoles: «¡Que viva México insurgente! ¡Que viva Don
Emiliano! ¡Carajo!»”.
En esos momentos era cuando
él perdía la paciencia, y decidía contrariar a Julianne, casi ordenándole que
no fuera grosera; que se dejara de asesinar el idioma como lo hacía, que el
diccionario estaba lleno de palabras adecuadas para maldecir; que para dársela
de intelectual, su lenguaje era bastante vulgar. Y ella le refutaba que se
dejara de joder, que el idioma lo hacía el pueblo, no los académicos; que pocas
palabras tenían la contundencia de un «coño» o un «carajo», en el momento justo; que se dejara
de pendejadas.
Cuando Anna despotricaba de
esa manera enardecida, se le metía un fuego en los ojos y una rabia en los
labios que a él lo dejaban asombrado, y en ese momento deseaba aquella mujer (tan llena de contradicciones)
con todas las fuerzas de su intelecto y sus instintos animales. En ese instante
quería arrastrarla por un brazo hasta el baño de mujeres, y allí, de pie contra
la pared, hacerle el amor, indiferentes al ir y venir de las otras señoras; o
llevársela con urgencia al estacionamiento oscuro y solitario donde ella
prácticamente lo había violado varias veces, y montarla con violencia, que era
la única manera de hacerlo en aquel estado de cólera.
Lo deslumbraba su desafuero.
Se preguntaba por cuáles oscuras razones del destino sus caminos se habían
cruzado, porque la verdad era que eran bastante diferentes. No obstante,
sospechaba que así es como debía de ser: ella le daba las alas y el valor que
él necesitaba para volar, aunque fuera a tientas, y cuando ella, soberbia y exaltada, se
remontaba a las alturas, acercándose demasiado al sol, él la traía de vuelta a
la tierra, para que no se quemara.
Al llegar a la estación del
metro la lluvia había parado; el sol resplandecía por primera vez después de
muchos días; las nubes negras habían cedido a la luz justo antes de que el sol
se pusiera por completo. Al bajarse del tranvía, la claridad lo deslumbraba;
los rieles centelleaban; las hojas mojadas relucían en el suelo y en las ramas;
todo en el ambiente era claro, luminoso, transparente, y limpio. Ya había
resuelto su dilema; ya sabía cómo respondería a la propuesta de Anna.
© Texto y fotografía, William
Almonte Jiménez, 2004