Navidad

Durante todo el año fui diligente en la escuela, hice todos mis deberes, aprobé mis materias con excelentes notas, me porté bien, no hubo quejas de mis maestros a mis padres, ayudé a mi madre con las tareas de la casa, no peleé con mis hermanos, respeté a mis padres. Debo reconocer que todo esto no lo hice motivado por puro altruismo. Tenía segundas intenciones. Quería que el Niño Jesús me trajera los juguetes que quería para Navidad: una bicicleta, o el proyector de cine, o los dos revólveres de vaqueros y el rifle Winchester.   
     En el lugar donde nací y crecí, Papá Noel no traía juguetes el día de Navidad, sino el Niño Jesús. De la misma manera que los Reyes Magos lo colmaron de oro, incienso, y mirra, varios días después de su nacimiento, él, en su infinita bondad, dejaba juguetes debajo de las camas de todos los niños del mundo.
     Mi decepción (o mejor dicho mi enojo) fue grande cuando lo único que encontré debajo de mi cama fue un rompecabezas y una bolsa de bellugas (canicas). Mientras que mi vecino y compañero de clase, que era un mal estudiante, irrespetuoso con sus padres, un bravucón, un malcriado total, no sólo se quedó con mis revólveres de vaqueros y el rifle Winchester, sino también con un gran camión de bomberos de pilas. 
   Casi llorando y conteniendo mi indignación, le pregunté a papá cómo era posible semejante injusticia, como si estuviera diciendo: “¿Es qué el Niño Jesús está loco?”. Mi padre, avergonzado, no sabía cómo explicármelo. Mi frustración crecía de año en año pues cada Navidad ocurría lo mismo.
   Por supuesto, más tarde en mi vida, cuando supe la verdad, comprendí que mi padre, el único proveedor de una familia de nueve personas (papá, mamá, cinco hijos y dos de mis tías), no podía darse el lujo de comprarles juguetes caros a sus hijos.
     Me prometí a mí mismo que si alguna vez tenía hijos, nunca les diría una mentira tan monstruosa. Y cumplí mi promesa. Mis hijos nunca creyeron en Papá Noel ni en el Niño Jesús. El día de su cumpleaños, íbamos juntos a Toys R Us. Yo les decía cuánto dinero podía gastar y ellos elegían lo que querían, siempre y cuando estuviera dentro del presupuesto.
     Se lo comenté a un amigo y se quedó perplejo. Me dijo que los niños necesitan ese tipo de fantasía, que en realidad es bueno para su bienestar psicológico. Y por eso me hizo dudar de si les hice un favor a mis hijos o los perjudiqué al decirles la verdad, privándolos, en consecuencia, de esa creencia fantástica que, en opinión de mi amigo, es tan importante.
 
© William Almonte Jiménez, 2024