El Último Vuelo

Sin importar qué razones políticas se den para la guerra, la razón subyacente es siempre económica.

–A. J. P. Taylor

Lo que es absurdo y monstruoso de la guerra es que seres humanos, entre los cuales no hay ninguna disputa personal, deban ser entrenados para asesinarse unos a otros a sangre fría.

–Aldous Huxley

 La guerra no es la continuación de la política a través de medios diferentes, es el mayor crimen masivo perpetrado contra la comunidad humana.

–Alfred Adler

      

En medio de la humedad del día caluroso y el olor acre del combustible para aviones, un tropel de gente estaba tratando de trepar por la valla de hierro. Eso y los soldados armados los mantenían fuera del aeropuerto. A lo lejos, el humo nublaba el cielo, se podían escuchar explosiones y se podían ver destellos. El trueno de los disparos se acercaba cada vez más. Las tropas enemigas estaban en las afueras, rodeando la ciudad capital, en preparación para el ataque final. Pronto avanzarían hacia el aeropuerto. Las tropas locales se retiraban. La situación era insostenible. El terror se estaba extendiendo por toda la población. El fin se aproximaba con rapidez.

      Un convoy de carros y autobuses llenos de gente seguía pasando por el puesto de control en la entrada. A medida que se acercaban, los soldados revisaban sus credenciales y luego los dejaban entrar mientras gritaban: “¡Vamos, vamos, rápido, dense prisa!”

     Tuyen se mantenía alejada de la multitud, cargando un bulto y tratando de ocultarlo con su cuerpo. Había estado esperando un momento en el que tal vez los soldados que controlaban el acceso desviaran su atención de los vehículos. La oportunidad llegó cuando el último vehículo del convoy se acercó al puesto de control. Se lanzó hacia él y, antes de que los soldados pudieran reaccionar, arrojó el paquete al asiento trasero del auto, al mismo tiempo que gritaba a los dos hombres que estaban sentados en él:“Đưa cô ấy đi. Cô ấy sẽ có một cuộc sống tốt hơn với bạn. Hãy nuôi nấng cô ấy như thể cô ấy là máu thịt của chính bạn.”        

     Robert Stimson y Thien Duong, los dos hombres que viajaban en el asiento trasero del coche, gritaron al mismo tiempo, aterrorizados por el paquete que les habían arrojado. Pensaron que iba a explotar, pero no fue así. Uno de los soldados reaccionó y golpeó a Tuyen con la culata de su arma. Ella cayó al suelo. Si ese coche no hubiera sido el último de la caravana, la habrían atropellado. Todavía conmocionado por lo que acababa de suceder, Robert miró hacia atrás a través del parabrisas trasero. Vio a Tuyen tirada en el camino, de rodillas, con las manos sobre la cabeza, llorando de desesperación.

     Dentro del aeropuerto el caos se acumulaba; el pánico impregnaba el aire. La gente gritaba y se movía en todas direcciones en estado de confusión, detrás de la valla que les impedía el acceso a la pista de aterrizaje. Soldados armados con ametralladoras vigilaban la barrera y la multitud. Empezaban a preocuparse por el hecho de que podían quedarse atrás y caer bajo la custodia de las tropas enemigas que avanzaban. En la pista había un Boeing 747 estacionado. Otro grupo de soldados, también armados con ametralladoras, montaba guardia junto a él.

     Cuando llegó el momento de abordar el avión la multitud se abalanzó sobre la barricada y corrió hacia la pista. Entre ellos se encontraban Robert Stimson y su amigo Thien Duong. Extrañamente, Robert todavía llevaba el paquete que les habían lanzado en el coche. Los guardias que estaban al pie de la escalera del avión verificaban los pasaportes, visas y otros documentos. Después de que todos los viajeros se habían embarcado y la puerta del avión finalmente se cerró, el mecánico que había dirigido el avión hacia la pista saltó sobre las ruedas y subió a bordo a través del piso de la cabina.

     El avión estaba abarrotado con casi quinientas personas: hombres, mujeres, bebés que lloraban, refugiados asustados, miembros de la tripulación, sus familias, y personal de la embajada. Estaban sentados en los asientos, tumbados en el suelo, agachados en los pasillos, de pie en los baños, en cualquier lugar donde la tripulación había podido acomodarlos. Los cinturones de seguridad no importaban. El avión no llevaba equipaje, ni chalecos salvavidas, ni balsas. El objetivo era llevar a bordo la mayor cantidad de personas posible, siempre que el avión pudiera volar. Con excepción de los bebés que lloraban, en el interior reinaba una atmósfera sombría. Varios de ellos estaban dejando atrás todo lo que conocían: su país, por primera y tal vez última vez; y su familia,  de quienes ni siquiera tuvieron la oportunidad de despedirse. Con las pertenencias que pudieron meter en un bolso de mano, se dirigían hacia un futuro incierto y desconocido, rumbo a un país donde no conocían a nadie, sin la más mínima idea de dónde vivirían.

     Una vez que el avión se hubo desplazado de un lado del aeropuerto hacia el otro, la torre de control los colocó en posición de espera en tierra durante 45 minutos. Un avión de combate que se había estrellado en la pista les bloqueaba la salida, y tenía que ser removido con un bulldozer. La ansiedad de los pasajeros creció hasta un nivel insoportable. Luego, para empeorar las cosas, comenzaron a recibir disparos desde el extremo lejano de la pista de aterrizaje. Una vez despejada la pista, el avión comenzó a moverse nuevamente y aceleró hasta alcanzar la velocidad de despegue de unos 180 nudos. El capitán, Bob Berg, empujó la palanca de control hacia atrás. El avión giró sobre sus ruedas principales, levantó la nariz y despegó de la pista llena de baches del aeropuerto internacional Tan Son Nhut.

    

     Agitado e incapaz de calmarse, Robert le preguntó a su amigo Thien: “¿Qué dijo ella?”. La respuesta de Thien fue: “Llévatela. Su vida será mejor contigo. Críala como si fuera de tu propia sangre”. En ese momento, la bebé que Robert tenía en su regazo abrió los ojos y lo miró. Los ojos de Robert se llenaron de lágrimas, al mismo tiempo que el vuelo 842 de Pan American World Airways, el último vuelo comercial que salió de Saigón, el 24 de abril de 1975, ganaba altitud, y los cohetes que les lanzaban desde tierra explotaban no muy lejos de la nave. El corazón de Robert latía con fuerza. Estaba asustado por la posibilidad de ser volado en pedazos por uno de los cohetes. Un Boeing 747, enorme, a plena luz del día, y a una altitud que lo hacía todavía visible, era un blanco fácil para cualquier tropa armada que podía derribarlo con un solo proyectil. Pero a medida que el avión seguía ascendiendo y girando hacia el este, Robert podía ver el litoral desapareciendo. Comenzó a respirar normalmente otra vez. Ya estaban volando sobre el Mar de China Meridional.

© William Almonte Jiménez, 2024