PALABRAS



«Hay palabras que tratadas convenientemente acaban por adquirir el brillo único de esos cristales que son como luces abandonadas a la orilla del mar. También las hay que, sin ser góticas, recuerdan las encendidas vidrieras de algunas catedrales. Algunas vienen envueltas en la niebla que entorna la melancolía. Se comenta de ellas, que nacen en la soledad de los puertos al amanecer. La palabra nace para el amor, y se hace necesaria cuando el tacto es insuficiente. Primero es la palabra, después la rosa.»
-Rafael Pérez Estrada:"El Ladrón de Atardeceres"

         Las palabras suelen ser como remedio sobre la llaga del abatimiento, o lluvia en el desierto de la vulgaridad anodina. Muchas veces no comprendo todo lo largo, lo ancho, y lo hondo de lo que ellas encierran; sólo sé que tienen la fuerza y la violen­cia de una tormenta tropical. Pueden ser suaves, cariñosas, reconfortantes, aterradoras, revoluciona­rias, in­cendiarias, apocalípticas, mágicas, destilar amor o destilar veneno. Con frecuencia se parecen al ojo de la tormenta, serenas pero ominosas, presagiando la furia del flanco posterior del huracán.

     Cuando las leo, saboreo el orden en que están colocadas, su ritmo y musicalidad,  y dejo que se disuelvan len­tamente, como un caramelo en un mar de saliva lujuriosa. Al pasar por el paladar me dejan un sabor singular que per­manecerá mucho tiempo después que las páginas se hayan puesto amarillas.         
     Luego de ese momento de desenfreno, invariablemente di­vago sobre cómo, de igual manera que otros colec­cionan comics, figuras de porcelana, o aeropla­nos en miniatura, yo colec­ciono palabras. Ando al acecho de ellas, rastreándolas en las tiendas de an­tigüedades, en los flea markets, y en los garage sales.
     Las palabras me atraen como el resplandor de las pie­dras preciosas en una vitrina, o el canto de las nereidas. Cuando me topo con ellas el corazón me da un brinco, como nos sucede a menudo cuando estamos enamo­rados. En ese instante sé que tengo que apode­rarme de ellas, comprándolas, o robándolas.
     Una vez en posesión de ellas, las ordeno en los anaque­les del cerebro, y las muestro a los amigos como trofeos. Palabras que siento en la cavidad craneal, en la tráquea, en el ventrículo izquierdo y también el derecho; en  los riño­nes, y el ombligo. Palabras que me agran­dan el alma, que son la mejor defensa contra las bestias del desaliento. Palabras virales y alieníge­nas que se introducen subrepticiamente en mi sis­tema, contagiándome el wanderlust, las ansias de otros mundos, los deseos de otras vidas, de otras mentes y otros cuerpos. Palabras que me pro­vocan  el devaneo de las ambiciones suicidas, el desvarío de querer arremeter contra los molinos de viento; que me corrompen con la fiebre del  espí­ritu, de la cual no hay escapatoria posible. Palabras que son mi verdadera riqueza, mi posesión más preciada, el mejor regalo que se puede ofrecer, mi única gracia y don, el más potente afrodi­síaco. Pa­labras que me contaminan impúdicamente. !Que vivan los microorganismos, los virus, las bacterias, los gérmenes, los microbios, y demás entes pató­genos¡  !Que viva la corrupción¡

© William Almonte Jiménez, 2000