Después de meses de oscuridad incesante,
vientos despiadados, frío inexorable, gélidas ventiscas, ice storms, wet snow,
freezing rain, black ice, drifting snow, y terribles depresiones, cuando parece
que vamos a ser tragados por una era glacial con miles de años de antelación, el
invierno finalmente se doblega, indignado, retrocede colérico, concediendo de
mala gana que ha perdido la batalla aunque no la guerra, y amenaza con volver
para reanudar la contienda inconclusa. La primavera, haciendo una reverencia al
sol que la hizo posible, se yergue triunfante y suprema sobre todo lo que
existe.
El sol irradia magnánimamente su energía
lujuriosa sobre la naturaleza que se abre impúdicamente para recibirla. Los
instintos primitivos se agitan, empujando al rito cíclico de la renovación. Los
pájaros, los insectos, y la lluvia, no descansan, diseminando aún más el germen
de la vida.
La primavera se nos presenta generosa,
dispuesta a satisfacer todos los sentidos. Flores encendidas; niños que gritan
su alegría por la boca y por los poros; pájaros que cantan su sabiduría milenaria;
olor a tierra mojada; hierba verde; hojas nuevas; cherry blossom en High Park;
tulipanes de colores inverosímiles en James Park; surcos negros recién arados
en Holland Marsh; dandelions a ambos lados de la 401, hermoseando la que de
otra manera sería una autopista cualquiera. Los mil tonos de verde que emanan
de la vegetación, nos hacen olvidar la naturaleza muerta, marrón y quemada que
cubría el mundo.
La primavera viene cargada de promesas. Sol,
verano, calor, música, playas, amigos, amores, viajes, aguaceros, relámpagos,
truenos, mujeres, escotes, hombros, ombligos, y piernas. La oportunidad de recuperar
el tiempo perdido, de vivir en varios meses el equivalente de un año, de recargar
las pilas con la energía que nos impulsará, intrépidos e indomables, a
enfrentar lo que se nos cruce en el camino.
La
primavera también ofrece respuestas. Hace
fácil entender porqué las civilizaciones antiguas adoraban las fuerzas y los
fenómenos naturales, porqué venerar el sol, el mar, el viento, o el volcán,
tiene más sentido que adorar un concepto o una ideología. Trae consigo la
serena noción de que el bien siempre prevalecerá, que hay más gente buena que mala, que hay más
amor que odio, que -como dice William Saroyan- “el amor nunca muere, el odio
muere a cada instante”. Esto lo digo con perdón de un amigo misántropo que
piensa que somos peores que los microbios patógenos, que llevamos la semilla de
la autodestrucción en nuestros genes, y que, dejados por nuestra cuenta,
regresaríamos a un estado de salvajismo y degeneración sin límites, que
terminaría aniquilándonos. Me da la gana de pensar que se equivoca, y que tenemos
razón para regocijarnos escandalosamente de estar vivos y ser parte de este
carnaval.
© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez 2004