Los Jazmines

No llores muchachita quisqueyana, 
esconde tu dolor un poco más.
Y verás las campanas de tu iglesia 
repicar anunciando libertad.
No sufras campesino de mi tierra,
 esconde en el arado tu ansiedad.
Que algún día en el surco de tu siembra, 
una rosa de amor florecerá.
– Luis María Frómeta Pereira “Billo”


¿Qué sería de mí si mataran a papá? No entiendo lo que mamá quiere decir. ¿Y por qué alguien querría matarlo? Se me llenan los ojos de lágrimas sólo de pensarlo. Ya hace un buen rato que caminamos; por  lo menos eso me parece; hace momento mamá me habló del peligro que corre papá; y ese pensamiento no se me quita de la cabeza.  No sé si Villa Jagua queda lejos de Los Jazmines, pero creo que sí. Es difícil andar por este camino pedregoso. Los tenis nuevos que mamá me ha puesto me aprietan, y hacen más difícil la marcha. Cuando estoy en casa, ando por el barrio descalzo, todo el día; mamá sólo me pone la ropa nueva y los tenis cuando vamos a algún sitio.  El sol de la tarde es intenso, me deslumbra. Tengo que taparme la cara con una mano; casi tengo que cerrar los ojos para poder ver. Hace mucho calor; la ropa se me pega al cuerpo a causa del sudor. Visto de esa manera se diría que el sol es una molestia, y que goza con fastidiarnos; a veces incomoda tanto que uno se pone de mal humor. Supongo que estoy frunciendo el ceño, y tengo la apariencia de estar enojado. Mirar las pencas de las matas de Maya que hay a ambos lados del camino me irrita, y empeora el disgusto que me causa el sol. Pienso en lo qué sería caerse de nalgas sobre un arbusto espinoso como esos. Pero a lo largo del camino también hay matas de Flamboyán. Me agrada el Flamboyán. Es una mata muy bonita, a  causa de las flores rojas; parecen tener más flores que hojas; tal vez son las hojas que se ponen rojas; el caso es que parece un árbol al que le han prendido fuego. 
  
Todavía me acuerdo de lo contento que me puse esta mañana. Después de levantarme y cepillarme los dientes, me senté a la mesa de la cocina. Mamá nos dio a beber té de tatúa, como de costumbre; ella dice que los niños no beben café, que el té nos limpia el estómago, nos da buen apetito, y por consiguiente comemos bien, y nos mantenemos en salud. El desayuno fue un sanguche de pan de agua con huevo revoltiao, y chocolate de agua. Cuando terminamos de comer, nos dijo que en la tarde, ella y yo iríamos a Los Jazmines, a visitar a su madrina. Me gusta mucho ir con mamá a visitar a su madrina. Mi hermano se puso a protestar; él quería venir también, pero no podía; tiene que ir a la escuela; él va a la escuela por las tardes. Mamá le dijo que no se preocupara, que saldríamos después que él se hubiera ido, y regresaríamos antes que él volviera. Yo sentí un cierto orgullo porque yo iba y él no; porque él, en ese momento me tenía envidia. Lo miré con una sonrisa, y un aire de triunfo, al mismo tiempo que él me sacaba la lengua. La verdad es que yo también le tengo un poco de resentimiento, porque es más grande que yo, y va a la escuela, y yo no. Cuando le pregunto que a qué escuela va, él me dice, con arrogancia, que su escuela se llama «Escuela Primaria Urbana República de Uruguay». De todas esas palabras sólo entiendo « escuela ». Como se me nota la confusión en la cara, él me mira con impaciencia, como queriendo decir que soy todavía muy pequeño para entender esas cosas; y me grita que yo no soy más que un mama-tetera. Él se refiere a la tetera que yo mamaba hasta hace poco. Mamá no quería que lo hiciera; me decía que ya yo estaba muy grande para eso; que el mamar tetera deforma los dientes, e infecta la boca con microbios; pero yo me ponía a gritar si ella no me la compraba; y tenía que ser negra; yo sólo mamaba teteras negras. 
     Un día mi hermano y yo nos peleamos porque yo lo había metido en problemas dos veces. Nuestra casa tiene un patio grande, rodeado de una cerca de alambre de púas, donde papá tiene un conuco de yuca. La propiedad de Jengo colinda con la nuestra por la parte de atrás.  En lo de  Jengo hay una mata de anacaguitas, donde mi hermano acostumbra ir con Uto, un amigo del barrio, a tumbarlas. Yo siempre quiero ir con ellos, pero a mi hermano no le gusta; me echa improperios para que no vaya. Las anacaguitas se tumban tirándoles piedras a los ramos de donde cuelgan. Un día que ellos estaban apedreándolas, yo estaba detrás, oculto en un pequeño arbusto. Una de las piedras rebotó en una de las ramas, se devolvió como un proyectil, y aterrizó en mi cabeza, que comenzó a sangrar. En otra ocasión en que yo insistí en seguirlos, al cruzar la cerca de alambre de púas, me quedé enganchado por la barriga, y mi camisa se llenó de sangre; todavía tengo la cicatriz.  A pesar de que mi hermano se defendió diciendo que no fue su culpa, que me dijo mil veces que me quedara en la casa, los dos incidentes le valieron una buena pela. También, a veces papá nos compra un saquito de bellugas a cada uno. Cuando jugamos a las bellugas, mi hermano, que es más certero que yo, me las gana todas. Entonces yo me voy llorando donde mamá diciéndole que él me las ha ganado. Mamá entonces lo regaña, ordenándole que me las devuelva, que ella nos ha dicho muchas veces que los hermanos no se halan. Lleno de rabia, él no tiene más remedio que devolvérmelas. Es por eso que comenzó a cogerme tirria; y un día se desahogó. Me arrancó la tetera de la boca, y la tiró hacia arriba, al caballete de la casa. Yo grité y pataleé para que mamá me comprara otra; pero mamá decidió que usaría esa coyuntura para obligarme a dejar el hábito; mamá se me puso fuerte, y no me la compró. Después de un par de días dejé de lloriquear, me acostumbré a vivir sin ella. 
     Muchas veces peleamos por los pocos juguetes que tenemos, pero es un buen hermano. Mamá le da un chele todos los días, para la merienda del recreo; durante el recreo él compra dos caramelos, por un centavo; se come uno, y me trae el otro a mí; eso es ser buen hermano, creo yo; se acuerda de mí todos los días durante el recreo, y en vez de comerse los dos caramelos, me trae uno. Me da mucha alegría cuando él llega a la casa, y me entrega  el dulce; es algo que espero con impaciencia todos los días.
   
A medida que avanzamos por el camino que conduce a Los Jazmines, mamá parece estar nerviosa; lo percibo en su mano, trémula y sudorosa, que no me suelta. Creo que soy yo quien no la suelta, por temor a que se me pierda, como me sucede a menudo en el barrio. 
     Cuando no veo a mamá, y la busco en la casa y no la encuentro, me asusto, y salgo a la calle a buscarla. Voy a casa de Felipa, la vecina de al lado y le pregunto, ella me dice que no la ha visto, a mamá; entonces voy a la casa de la esquina, donde Andrés, el camionero, y le pregunto a su mujer, y ella me dice lo mismo; después, ya sintiéndome muy nervioso,  voy a  casa de Tobías, el policía, que vive frente a nosotros, su mujer me repite la misma cosa. Finalmente, llorando, voy a casa de Mercedes, y le pregunto si no la ha visto, a mamá. Ella me responde que no; pero me  dice que no me preocupe, que seguramente ella está en la purpería comprando cosas para cocinar, y que pronto estará de vuelta. Me dice que la espere en su casa, que me siente en la mecedora; así lo hago, y entonces dejo de llorar.  Mercedes me pregunta si quiero un refresco de tamarindo y un coconete,  le digo que sí, pero que antes me gustaría hacer pipí. Cuando entro al cuarto de baño, me sorprendo al ver que hay un inodoro. Mercedes es buena gente; me gusta estar en su casa; me gusta mirarla, porque sus ojos, sus cabellos, y el color de su piel,  no son como los de nosotros, los demás del barrio; ella es diferente. En su casa me siento tranquilo; me distraigo moviendo la mecedora, y mirando las cosas que hay en la sala: los muebles, los cuadros en las paredes de bloques de cemento, una  vitrina con vasos, platos y tasas adentro; el techo de hojas de zinc de la casa; y el piso hecho de mosaicos de diferentes colores, formando figuras muy bonitas. En casa no hay nada de eso; en la cocina, mamá tiene los corotos para cocinar, y en la sala sólo hay una mesa para comer; nuestra casa es de madera, con el piso de tierra, y el caballete de cana. Ahora que lo pienso, el techo de cana me asusta; de noche cuando estoy en la cama, miro hacia el techo y me da miedo, porque una vez, cuando estábamos en la mesa, comiendo, del techo cayó un alacrán; y tengo miedo que mientras duermo otro alacrán me va a caer en la cara; también porque hace un tiempo, una casa en el barrio cogió fuego, y se quemó totalmente; dicen que  porque el caballete era  de cana,  el fuego se expandió rápidamente. 
     En casa tampoco hay inodoro; sólo la letrina en el patio de la casa. Ahora que la menciono, la letrina me recuerda la gallina de mamá, la que siempre andorrea por el patio, la gallina que me odia; cuando me ve, se me viene encima queriendo picotearme, yo corro hacia la casa, y mamá la devuelve al patio a escobazos. Mamá dice que la gallina se comporta así, porque cuando tiene pollitos, yo quiero quitárselos y jugar con ellos; que para la gallina yo soy una amenaza para sus pollitos; que todas las madres son así. Bueno, el caso es que un día yo estaba atareado, tenía que hacer pupú; corrí hacia la letrina. ¡Qué horror! ¡Qué sorpresa más desagradable!  En el piso de la letrina estaba la gallina. Desde que me vio, engrifó las plumas, y estaba lista para brincarme encima. Yo corrí despavorido hacia la cocina. Y me quedé allí acechándola, hasta que salió, después de eso pude volver a la letrina, y aliviarme.
     Mientras me como el coconete, y me bebo el refresco de tamarindo, en la casa de Mercedes, mamá llega con dos fundas llenas de cosas para cocinar, yo me lleno de alegría, y nos vamos juntos a la casa.  Ella sabe que siempre me va encontrar en casa de Mercedes.

Mientras continuamos nuestro camino hacia Los Jazmines, mamá me habla de cosas que no entiendo; me parece que está hablando sola. Me repite lo que me dijo hace un rato.  Dice que hay que tener cuidado con los extraños; sobre todo con los barbudos. Le pregunto qué son los barbudos. Ella me responde que son unos hombres que vinieron de otro país, que se esconden en los broques, y que son enemigos del presidente; que los soldados andan buscándolos, y que cuando los encuentran, los matan. Yo no entiendo porqué son enemigos del presidente; la gente del barrio dice que el presidente es el benefactor de la patria; yo entiendo que patria quiere decir nuestro país, pero la palabra benefactor no la entiendo; en todo caso, me parece que quiere decir algo bueno. Pero mamá dice que si nos topamos con uno de ellos, no debemos hablarles, sino llamar los policías; que no debemos esconderlos; que si lo hacemos, nos mataran a nosotros también.  
     En ese momento su mano comienza a temblar; y con la voz quebrada, casi llorando, como alguien que está muy asustado, ella sigue hablándome. Dice ella que hay que estar alerta; que los del SIM estaban acechando a papá, y estuvieron a punto de llevárselo a La Cuarenta, donde lo habrían torturado y matado; que papá se salvó por un pelito. No sé por qué mamá me cuenta esas cosas que yo no entiendo; me parece que habla sola; para calmar el miedo tal vez, y porque sabe que a mí me lo puede decir, porque yo no la voy a chivatear. Ella dice que en el barrio hay chivatos.
     Qué bueno que ya estamos llegando. La madrina nos espera junto a la portezuela de alambre de púas; la abre, abraza a mamá, y a mi me da un beso. Siempre que mamá va a casa de su madrina me lleva con ella. A parte del camino largo y pedregoso, el sol que me molesta, el calor y el sudor, y los tenis que me aprietan, me gusta ir con mamá a casa de su madrina. Acto seguido caminamos hacia la casa, que está un poco alejada del camino; es una casa de madera sin pintar, con el caballete de cana, igual que mi casa. Espero que ahí no haya alacranes.  
     La madrina me sienta en una silla junto a la mesa de comer, y me da un libro para que me entretenga. Ella me dice que el libro se llama « El Sembrador »; y que es el mismo libro que va a usar doña Ramona, el año que viene, para enseñarme a leer y escribir. Sé que es así, porque mi hermano tiene uno de esos; doña Ramona lo usó para enseñarle a leer y escribir. Es que papá y mamá dicen que debemos ir a la escuelita particular de doña Ramona, a aprender a leer y escribir, y los números del 1 al 10, un año antes de inscribirnos en la escuela primaria; porque de esa manera, cuando comenzamos la escuela primaria, ya estamos alfabetizados, y progresamos más rápidamente que los otros estudiantes.  
      Mientras ojeo el libro, que tiene láminas de colores, y miro hacia el patio de la casa, donde la madrina tiene una gallina con pollitos (como mamá), y un conuco de yuca (como papá), la madrina y mamá se sientan en la sala, cada una en una mecedora. Miro las cosas que me rodean. Noto que la madrina tiene en la pared un retrato igual al que tiene mamá; un hombre moreno vestido de soldado, con un gorro con plumas; y debajo del retrato hay algo escrito que no entiendo, porque yo no sé leer; todavía no voy a la escuela. Ahora que lo pienso, en la casa de Mercedes también hay un retrato igual, y en la de Felipa, en la de Andrés, y en la de Tobías. Me pregunto quién será. Debe ser  el presidente.
      De rato en rato echo un vistazo hacia donde están mamá y la madrina; conversan y gesticulan, pero no las escucho, porque hablan en voz baja; no sé de qué hablan, pero parece ser de algo muy serio, porque cuchichean. Beben café con galletas; me gustaría que me dieran un poco; pero mama dice que los niños no beben café. Creo que mamá le cuenta lo que venía diciéndome en el camino, o diciéndoselo a ella misma; talvez estaba practicando la manera cómo se lo contaría a la madrina. Siento ganas de acercarme, pero no me atrevo a interrumpir. De repente la madrina abraza a mamá, y ella se calla. Hace ya un rato que las dos están en silencio. Mamá parece haberse calmado. Al cabo de un momento se me acerca, y me dice que tenemos que irnos; que tenemos que llegar a la casa antes de que mi hermano llegue de la escuela; que le dé un abrazo a la madrina.
     Salimos de la casa, y retomamos la trocha que nos llevará de vuelta a Villa Jagua. Ahora mismo estoy pensando que tenemos que regresar caminando, y que los tenis me molestan.  Pero por lo menos, mamá está calmada, tiene los ojos brillantes, y una sonrisa en la cara. Supongo que las palabras de la madrina la tranquilizaron. Lo siento en su mano que me sujeta. Pero todavía hay algo que me asusta. Me atrevo a preguntarle que por qué alguien quiere matar a papá. Ella me dice que no me preocupe, que ya todo se ha arreglado; que el sargento Collie, un vecino nuestro, le dijo a papá que la policía secreta lo estaba vigilando porque papá es amigo de Rivas, y Rivas es enemigo del gobierno. Collie le dijo a papá que se alejara de Rivas. Papá lo hizo así, y entonces los calieses dejaron de perseguirlo. Eso me pone contento. Otra cosa buena es que el regreso será más fácil porque el sol nos queda  detrás. También pienso que al llegar a la casa, cuando llegue mi hermano, me traerá el caramelo. Ese pensamiento me alegra mucho. Para mí, ese es el momento más feliz del día; bueno, quiero decir, ese, y cuando llega papá a la casa.

© William Almonte Jiménez, 2020