Los Hombres No Lloran

Lo más lejos que puedo estirar mi memoria es hasta el día en que murió Noel. No tengo recuerdos de nada que haya ocurrido antes de esa fecha. Aún tengo presente la imagen de mi hermano menor durmiendo en una cama extraña; en ese entonces yo no tenía ni idea de lo que era un ataúd. Se veía tan adorable con ese atuendo. No sabría decir cómo me sentí al respecto, ya que probablemente no entendía la situación. Tal vez me sentía indiferente o incluso un poco entretenido al verlo dormir en esa cama peculiar, con dos hojas de laurel cubriéndole los ojos. Creo que me sentía confundido porque los vecinos seguían entrando a la casa y conversando con mis padres. Seguramente me asusté cuando unos hombres pusieron una tapa sobre el ataúd que contenía a mi hermano, y cuando iban a levantarlo para llevárselo, vi a mamá correr hacia ellos, como una fiera. Entonces abrazó el ataúd, se aferró a él y comenzó a gritar como una loca. Debí sentir mucho miedo al darme cuenta de que algo terrible estaba sucediendo cuando noté que papá también estaba llorando. Siempre había pensado que los hombres no lloran. Muchos años después vería a mi padre llorar una vez más. Al final, cuando mamá logró calmarse, aquellos hombres levantaron el ataúd de mi hermano y lo colocaron dentro de un carruaje tirado por caballos que aguardaba afuera. Luego se lo llevaron.
     Noel murió a causa del cólera, y hasta el último día de su vida, papá lamentó con cierta amargura el hecho de que en ese entonces fuéramos pobres. Estaba convencido de que si hubiéramos tenido dinero para llevarlo a un hospital privado, lo habríamos salvado. Aunque sé que nunca volví a verlo, no estoy seguro de si alguna vez le pregunté a mamá dónde estaba mi hermanito o cuándo regresaría. A veces me pregunto si sólo lo estoy imaginando. ¿Cómo puedo recordarlo? Eso sucedió en 1958. Yo tenía sólo tres años y Noel apenas dos. Es posible que mis recuerdos hayan sido moldeados a partir de los frecuentes relatos de mi madre de esa ocasión. Lo que pudo haber grabado ese evento en mi memoria fue ver llorar a mi padre, una escena que probablemente nunca antes había presenciado. Como dije, ese día sigue siendo mi primer recuerdo de la infancia. 
     Un años más tarde, en 1959, la nación aún se encontraba bajo el yugo de la despiadada dictadura de Rafael Trujillo, que había comenzado en 1930. Vivíamos en un estado de miedo constante mientras el régimen perseguía, torturaba y asesinaba sistemáticamente a los disidentes. Había que tener cuidado con lo que se decía y con quién se socializaba, ya que un vecino, un amigo cercano o incluso un familiar podían fácilmente denunciarte ante las autoridades por tener opiniones contrarias al gobierno. Y entonces, una noche, la policía secreta podía irrumpir en tu casa y llevarte a La Cuarenta, un centro de tortura ubicado en la calle 40 de Santo Domingo. Allí se sometía a los prisioneros a métodos brutales de tortura, como quemaduras con cigarrillos, descargas eléctricas, palizas con martillos o bates de béisbol e incluso la extracción de las uñas, todo en un esfuerzo por obligarte a traicionar a tus colaboradores, si es que los tenías. Si lograbas sobrevivir a tan horrendas torturas, finalmente te mataban y arrojaban tu cuerpo al Mar Caribe, dejando a tu familia sin ninguna esperanza de volver a verte.
     En enero de 1959, los revolucionarios cubanos consiguieron derrocar al dictador Fulgencio Batista. El 14 de junio, exiliados dominicanos, con el apoyo de Fidel Castro, lanzaron una invasión a la República Dominicana desde tres frentes diferentes, con el objetivo de derrocar al dictador Rafael Trujillo. Los rebeldes se dirigieron a Estero Hondo y Maimón remando desde barcos anclados en alta mar, mientras que un contingente más pequeño aterrizó un avión de transporte C-46 en Constanza. Sin embargo, las fuerzas armadas dominicanas, alertadas por sus propios espías, frustraron el asalto marítimo. En Constanza, la mayoría de los rebeldes fueron capturados o asesinados. La fallida invasión intensificó la represión del régimen contra el pueblo. Cualquier persona sospechosa de tener vínculos con los barbudos (los invasores) se enfrentaba a la amenaza de ser capturado, torturado y ejecutado.
     Mi padre era un campesino que, en 1947, a los catorce años, abandonó la granja familiar para forjarse una vida mejor en la ciudad. En 1959, tenía esposa y cuatro hijos (en realidad tres; Noel ya había fallecido), y vivía en la extrema pobreza. No se involucraba en ninguna actividad política; simplemente trabajaba vendiendo billetes de lotería para sacar adelante a su familia. Era simplemente una hombre común tratando de subsistir. Sin embargo, por razones que en ese momento ignoraba, el SIM (Servicio de Inteligencia Militar), la policía secreta, conocida por el público como calieses (matones), comenzó a acosarlo. Lo detenían en las calles, le hacían preguntas extrañas, lo vigilaban y lo seguían en sus Volkswagen negros, llamados cepillos. Papá, asustado y ansioso, decidió hablar con uno de nuestros vecinos, el sargento Collie, que era miembro de la policía regular, para expresarle sus preocupaciones. Ese acto puede haber sido ingenuo e imprudente, pero papá realmente creía que el sargento Collie era un buen hombre. El sargento Collie corroboró que la policía secreta tenía algo en su contra, aunque no sabía exactamente qué. Le aconsejó  que tuviera cuidado, que vigilara su propia sombra y que se mantuviera alejado de los extraños. Esta situación se prolongó durante varios meses, hasta que papá averiguó la razón por la cual lo tenían bajo vigilancia.
    Rivas era un prominente y respetado abogado en la ciudad de Santiago, conocido por su abierta oposición al gobierno. El régimen no lo había asesinado debido a su avanzada edad y al hecho de que no representaba una amenaza seria. También existía la probabilidad de que su muerte provocara un escándalo público considerable y críticas a nivel internacional. Mi padre lo visitaba a menudo tanto en su oficina como en su casa para venderle billetes de lotería. Durante esas visitas entablaban diversas conversaciones y, con el tiempo, forjaron una amistad. Mi padre le contó de sus encuentros con la policía secreta, y Rivas, que era enemigo declarado de Trujillo, le advirtió que podría estar bajo vigilancia porque eran amigos. Le aconsejó encarecidamente que dejara de visitarlo, que se abstuviera de volver a hablar con él y que lo ignorara si se cruzaban en la calle. Mi padre siguió su consejo, y, a partir de entonces, la policía secreta lo dejó en paz. Su experiencia con el SIM terminó sin mayores consecuencias, pero fácilmente papá pudo haber corrido una suerte similar a la de tantos otros. Pudo haber desaparecido una noche sin dejar rastro, y nunca habríamos averiguado su paradero. En 1961, el dictador Rafael Trujillo fue ejecutado por un grupo de disidentes que emboscaron su carro en una carretera en las afueras de la capital Santo Domingo. Eso desencadenó un levantamiento popular que llevó a la caída total del régimen. Luego de este suceso, mi padre y Rivas reanudaron su amistad. 
     En la época y el lugar en que crecí me enseñaron que los hombres no debían llorar.  Papá no lloró en 1959 cuando estaba siendo perseguido por la policía secreta de Trujillo, o cuando lo metieron preso en 1964. Sin embargo, yo no estuve a la altura de esa norma el día que fui a visitarlo en la cárcel. Un vecino, a quien mi padre alquilaba una vivienda, albergaba resentimiento contra él y lo acusó falsamente de esconder armas de fuego ilegales en nuestra casa. A pesar de que no se presentaron cargos formales y nuestra casa nunca fue allanada ni se encontraron armas, mi padre pasó una semana tras las rejas. Los llamados derechos humanos no aplicaban a nosotros. Estar bien conectado con las autoridades otorgaba a algunos el poder de perjudicar a otros. Cuando mi madre y yo entramos en la habitación donde él esperaba, inmediatamente corrí hacia él y empecé a llorar. Ojalá hubiera podido ser más fuerte, ya que supongo que él necesitaba apoyo emocional. Pero no pude. Sólo tenía nueve años.
     Mi padre no derramó ni una lágrima aquel día, estoy seguro de ello porque, a diferencia de la primera vez, que sólo recuerdo vagamente, la segunda y última vez que lo vi llorar está grabada indeleblemente en mi memoria. Era el verano de 1969. Mi hermano menor, Hugo, estaba gravemente enfermo y llevaba meses padeciendo. Se lastimó mientras jugaba en el banco del carpintero que estaba reparando nuestra casa. Tropezó y cayó, aterrizando con fuerza en el banco y se lesionó el páncreas. Le operaron tres veces, pero los médicos finalmente perdieron la esperanza y decidieron enviarlo a morir en su casa . Una vecina, que trabajaba de enfermera, acudía varias veces al día para inyectarle analgésicos por vía intravenosa. No obstante, una vez que el efecto del medicamento pasaba, el dolor volvía de manera insoportable. Su cuerpo se había deteriorado tanto que, en determinado momento, literalmente no era más que piel y huesos.
     Un domingo por la mañana que recuerdo nítidamente, encontré a mi padre junto a la cama de mi hermano, tratando de consolarlo, mientras yo me mantenía de pie cerca. De repente, mi padre perdió los estribos y salió furioso de la habitación, dirigiéndose hacia el patio trasero, gritando como un loco que ya no podía soportar ver a su hijo sufrir, deseando incluso que muriera para que la agonía terminara. Me quedé boquiabierto. Lo seguí afuera, donde él estaba sollozando de desesperación. Y de nuevo me sentí incapaz de ayudarlo. Simplemente me quedé allí a su lado, haciéndole compañía. No sabía qué más hacer. Sólo tenía catorce años. La dura verdad era que todos en nuestra familia, incluida mi madre, compartíamos ese mismo sentimiento. Sin embargo, las cosas no resultaron de esa manera. Mi hermano perdió el año escolar, pero logró sobrevivir y ocupa un lugar único en nuestros corazones porque, como mi madre solía expresar con su lenguaje tan poético: “Ese niño se lo arrancamos de los brazos a la muerte”. La muerte se había llevado a Noel, pero no pudo llevarse a Hugo.
 
© William Almonte Jiménez, 2024