Fue entonces cuando Rosa, con la frente entre las manos, recordó de repente a su madre, la iglesia de su pueblo, su primera comunión. Pensó que había vuelto a ese día, cuando era tan pequeña, envuelta en su vestido blanco, y comenzó a llorar.
- Guy de Maupassant - « La Maison Tellier »
Me desperté pensando que el día transcurriría según lo había planeado la noche anterior. Cogería el autobús 11 hasta el Government Center; buscaría y encontraría una tienda que vendiera tarjetas postales, para enviarlas a mis amigos en Austin, Montreal, Rozenburg y Tours; pasaría la tarde en el Bayfront Park, observando a los transeúntes, los cruceros en el puerto, admirando el cielo, el mar, las palmeras, y leyendo la novela que me ocupaba, “Snow Falling on Cedars”; cuando sintiera hambre, comería algo en el Bayside Market; luego caminaría por Brickell Avenue hasta el Rickenbacker Causeway, por donde llegaría al William Powell Bridge; y allí, de pie, en el puente, esperaría la puesta de sol. En resumen, sería una jornada serena. Sin embargo, las cosas no acontecieron así. Algo diferente pasó. Normalmente, no me pasan este tipo de cosas; y las pocas veces que sí ocurren, la cobardía me impide reaccionar; me falta valor para atreverme.
Me costó trabajo encontrarlas; me refiero a las postales. A excepción de los focos turísticos, ya casi nadie las vende. Pero ese no fue mi único inconveniente; también necesitaba estampillas. Pregunté en varias tiendas de souvenirs, pero no tenían; luego había que encontrar un buzón, mas no se veía ninguno por ninguna parte (What’s wrong with the U.S. Mail?). Al final, logré encontrar una tienda UPS Store desde donde pude remitir las postales.
A continuación, me dirigí hacia Biscayne Boulevard. Al llegar a NorthEast 2nd Avenue, la vi. Allá delante, de pie y recostada contra la pared, me miraba y me sonreía. Me confundí. Me pareció extraño; las mujeres no me miran así. Supuse que iba a pedirme dinero, por lo que bajé la mirada y apresuré el paso. Cuando finalmente la alcancé, intentó detenerme.
—!Oye¡ —me dijo—. ¿Tienes un momento?
—Discúlpeme —le contesté, sin levantar la mirada—. Tengo prisa.
Ignorándola, seguí mi camino. Cuando llegué a la esquina, el semáforo se puso en rojo. Durante esos segundos de espera no pude sacar su imagen de mi cabeza. Una vez que el semáforo cambió a verde, de repente caí en la cuenta. ¡Qué tonto soy! ¡Está trabajando! Por eso me sonríe —me dije—. La verdad es que no tengo experiencia en ese tipo de situaciones, reflexioné para justificar mi ignorancia.
Me sentí conmovido y, sin motivo aparente, preocupado. Mil pensamientos cruzaron por mi mente. Sobreponiéndome a la vacilación, decidí hacer algo que nunca había hecho antes: me volví para mirarla. Ella permanecía en el mismo lugar; todavía me miraba y me sonreía. Con timidez y lentitud, siempre con la mirada baja, me acerqué a ella. Cuando estuve a su lado, con la vista fija en el suelo, como si estuviera avergonzado, le eché un vistazo rápido y advertí que era una mujer joven, bien acicalada, engalanada con un vestido elegante, ceñido, que le llegaba por debajo de las rodillas.
—¿Cuánto me cobra por una hora? —balbuceé, ruborizado, sin atreverme a mirarla a los ojos.
—Doscientos dólares —me respondió.
—Muy bien —acordé.
—Podemos ir a mi apartamento, que está cerca de aquí. Te aseguro que es un lugar limpio —explicó—. O podemos ir donde tú prefieras.
—Voy al Bayfront Park —dije con una voz baja y un tanto insegura. Solo quiero que me haga compañía.
—Really? —inquirió ella, sorprendida.
—Sí. —Le confirmé.
—All right! —exclamó, todavía incrédula—. Tú estás pagando.
Cruzamos Biscayne Boulevard y nos adentramos en el parque, caminando lado a lado por las diversas veredas, sin intercambiar palabras ni miradas. Había poca gente. Una pareja que caminaba agarrada de la mano; otra que se besaba recostada contra una palmera; y varias madres atentas a sus hijos jugando en el playground. El cielo resplandeciente, las imponentes nubes, el azul del mar y la cálida brisa que me acariciaba el rostro me tranquilizaron.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, rompiendo el silencio.
—Me estoy quedando tres meses —respondí.
—Si te sientes tan solo, ¿por qué lo haces?
—Donde vivo ahora es invierno. Son seis meses de oscuridad, con temperaturas bajo cero, gélidas ventiscas y montañas de nieve. Tengo que emigrar al sur, como los gansos salvajes. No tenía a nadie que me acompañara, así que vine solo.
—Es espantoso.
—Nuestro vocabulario tiene un montón de palabras para describir los fenómenos invernales: snow, snowflake, slush, snowfall, blizzard, whiteout, freezing rain, ice, black ice, ice storm, drifting snow, wet snow.
—¡Holy cow! —exclamó—. ¿Qué hacías en Flagler?
—Buscaba una tienda donde vendieran tarjetas postales, para enviarlas a mis amigos. Me dio trabajo encontrar una. ¿Es que las tarjetas postales ya no se usan?
—Hoy en día la gente toma fotos con su teléfono móvil y las comparte a través de WhatsApp. Es bastante práctico. El problema es que muchos envían fotos de cada momento. Parece que no logran desconectarse, como si sus vacaciones y todo lo que hacen sólo tuvieran significado si todos los demás se enteran. Se ha apoderado de nosotros la necesidad urgente de publicar al mundo lo que nos pasa.
—Yo prefiero hacerlo a la antigua —apunté. A mis amigos les causa una gran alegría recibir una postal de un lugar remoto, firmada por un amigo; a mí también me hace feliz. Es algo significativo. ¿No le parece? ¿No le gustaría recibir postales de sus amigos?
—Yo no tengo amigos —respondió ella con un toque de melancolía—. Y si los tuviera, probablemente harían lo mismo que todos, mandarme fotos desde el celular por WhatsApp. —¿Qué opinas de la ciudad? —prosiguió ella.
—Me agrada. La naturaleza tropical es hermosa; el mar y las playas son espectaculares. Sin embargo, es una ciudad de contrastes, donde hay mucha riqueza en un lado y mucha pobreza en el otro. Justo allí, debajo del viaducto de la autopista interestatal, hay una comunidad de desamparados viviendo en carpas. Aunque pensándolo bien, no sé por qué me sorprendo. Donde vivo enfrentamos el mismo problema. Quiero decir, el problema no son ellos, los sin domicilio, sino encontrar la voluntad política y los recursos necesarios para ayudarles a resolver su situación. Es una vergüenza, no para ellos, sino para nosotros el resto de la sociedad, por permitir que semejante cosa suceda. Derrochamos una cantidad absurda de dinero en otras cosas de poca importancia.
—Aquí la situación va de mal en peor. Algunas de las causas son la gentrificación, la inmigración ilegal, la creciente desigualdad entre ricos y pobres, la corrupción y la complicidad entre políticos y empresas —dijo ella, haciendo una mueca de desprecio. ¿En serio solamente quieres que te haga compañía? ¿No te gustaría hacer algo más?
—Sólo quiero que me acompañe y que hablemos —enfaticé.
—¿No te atraen las mujeres como yo?
—No tengo nada en contra de ustedes; la prueba es que estoy aquí, con usted, ¿no es así?
—Sí, pero solo conversando. ¿Te repugnaría acostarte conmigo?
—Digamos que en este momento lo que necesito es compañía.
Mientras paseábamos por los senderos del parque, se me ocurrió que ella desentonaba. Todos los demás, tanto locales como turistas, vestíamos camisetas, pantalones cortos, jeans y sandalias. Ella, en cambio, estaba elegantemente vestida, peinada y maquillada; parecía que iba a una fiesta. Le sugerí que nos sentáramos en un banco junto a la estatua de Julia Tuttle, y ella aceptó. Yo me senté en un extremo del banco, mientras ella se acomodó en el otro.
—He notado que solo me miras de reojo. Sé lo que te pasa por la cabeza en este momento. Todos quieren saber el porqué y el cómo una niña de ocho años, que recién ha hecho su primera comunión, termina siendo prostituta.
—No, no quiero saber —mentí—. No me interesa. It’s none of my business. Sin embargo, ella continuó hablando como si no hubiera escuchado mis palabras.
—Me llamo Rosa. Soy de Louisiana, de un pueblito llamado Belle Fontaine.
—¿Cómo aprendió el idioma español?
—En Belle Fontaine todavía se utiliza una variante arcaica del francés; crecí hablando ese idioma. Cuando era niña me llamaban Rosa la Rousse, porque soy pelirroja. En esta ciudad es imposible sobrevivir sin hablar español, de manera que al llegar aquí no tuve más remedio que aprenderlo. El parecido con el francés hizo más fácil el aprendizaje. Cuando terminé la escuela secundaria, mis aspiraciones de asistir al college se desvanecieron. Deseaba escapar de la atmósfera monótona y provinciana de Belle Fontaine. Crecí en una familia opresiva de fanáticos religiosos, para quienes todo era un pecado. Quería liberarme de eso también. Le propuse a mi novio que me acompañara, pero no le interesó; de hecho, decidió terminar nuestra relación. Me confesó que estaba con otra mujer. Después de eso, lamentablemente, caí en mala compañía. Pasé un tiempo viviendo en la calle, luego empecé a trabajar en un massage parlour, posteriormente en un bar de strippers, y finalmente terminé haciendo lo que hago.
—Mire, usted no tiene que contarme nada. No la estoy juzgando.
—Pero en el fondo tienes curiosidad, ¿no es así?
—Bueno, admito que sí. Tengo preguntas, si no le molesta hablar de su trabajo.
—No, no me molesta.
—Existen muchas palabras para referirse a ustedes: putas, whores, taberneras, cueros, cabareteras, rameras, prostitutas, mujeres de la vida alegre, mujeres de la calle, streetwalkers. ¿Cómo prefiere que las llamen?
—Esas son todas palabras muy feas, ofensivas e insultantes. Prefiero el término sex worker, así, como se dice en inglés; suena bien.
—¿Son muchas las que se ganan la vida como usted en esta ciudad?
—Sí. Supongo que es… iba a decir un mal social, pero para muchas de nosotras es un bien. Aquí, la situación no es tan grave —prosiguió—. En otros lugares donde hay más pobreza, muchas mujeres recurren a esto para sobrevivir literalmente, para darles de comer a sus hijos, como Fantine en Les Misérables.
—¿Cómo se organiza en su vida? ¿Usted tiene un… llamémoslo… manager para su negocio?
—No. Soy independiente. Tengo mi propio apartamento. A veces trabajo para un escort service. Los tipos llaman, hablan con una secretaria, hacen una cita, dicen lo que quieren y yo los encuentro en sus hoteles. De esa manera es más seguro, aunque el escort service nos cobra 100 dólares por hacer la cita. Algunas trabajan en apartamentos privados cuyos propietarios se quedan con el 50% de lo que ganan ellas. La mayoría de nosotras lo hacemos por razones económicas.
—¿Le gusta su trabajo?
—Para serte sincera, no —suspiró—. Lo hago por el dinero. A veces te encuentras con un tipo amable que, además de pagarte, te hace pasar un momento agradable, o te trata con respeto. Otras veces te maltratan. Muchas de nosotras tienen que recurrir a las drogas para continuar en este trabajo.
—¿De verdad lo hace por necesidad? Usted misma lo dijo, aquí no estamos en un país pobre.
—En eso tienes razón. Pero el incentivo del dinero es muy poderoso.
—¿Cómo se protege? Me imagino que a veces se mete en situaciones peligrosas.
—Siempre llevo una pistola en el bolso. ¿Quieres verla? Es legal.
—No —respondí—. ¿La policía no la molesta?
—En general, no; suelen hacerse los de la vista gorda, o uno les da un soborno. Pero hay que tener cuidado; a veces te topas con un desgraciado que quiere abusar de ti.
—¿Cree que sería mejor si legalizaran su oficio?
—Muchas de nosotras deseamos que el gobierno reconozca esta actividad y la legalice como un empleo. Así, pagaríamos impuestos y recibiríamos beneficios, como la jubilación. El gobierno regularía nuestro quehacer, las mujeres se registrarían, las autoridades llevarían a cabo inspecciones sanitarias, vacunaciones y cosas así. Algunos podrían generar ingresos estableciendo clubes privados, limpios y seguros, y las chicas no tendrían que andar por las calles, en los barrios donde no son bienvenidas, lo que resulta bastante peligroso. También habría mujeres que se convertirían en empresarias, con secretarias, trabajando para ellas mismas. Y este tipo de negocios estaría ubicado en una zona designada, como el Red Light District en Holanda. ¿Sabías que la prostitución es legal en ese país?
—Sí.
—Es mejor así, ¿no te parece?
—No lo sé. No estoy seguro.
—¡Pero claro que sí! En Holanda las mujeres trabajan con mayor seguridad. Si alguien intenta agredirlas, pueden llamar a la policía. Así se eliminarían los pimps, y se podría controlar mejor la prostitución de menores. En ese país, la edad mínima para ejercer nuestra profesión son 21 años. A esa edad se tiene más confianza y capacidad para tomar decisiones cruciales, sobre todo en asuntos tan complicados como el sex work. También se eliminaría la prostitución forzada y el tráfico de mujeres. A pesar de eso, algunas, como yo, prefieren el anonimato; sigue siendo espinoso publicarle a todo el mundo cómo una se gana la vida, sobre todo a la familia.
—Muchas personas consideran que su trabajo es inmoral, y no quieren que el gobierno lo legalice.
—La oposición viene mayormente de grupos religiosos y del feminismo. Simplemente, creen que la prostitución no debería ser vista como un trabajo y que debería desaparecer. Me parece una injusticia. Recientemente arrestaron a una compañera por ejercer la prostitución, y la sentenciaron a un mes de cárcel. Do you see? Las clases gobernantes cometen todo tipo de delitos: evasión de impuestos, confabulación con las corporaciones; invaden otros países, roban, saquean los recursos naturales, y cuando se van dejan detrás un desastre ecológico; establecen regímenes títeres que persiguen, torturan y asesinan a los disidentes; bombardean y matan a la población civil, incluidos hombres, mujeres y niños. Dime, ¿quién de ellos está en prisión pagando por sus crímenes? ¡Nadie! Entonces, ¿por qué debería esa joven estar encarcelada? ¿Te parece justo?
—No —respondí, asombrado por la intensa crítica socio-política que había realizado—. ¿Cuál diría usted que es el aspecto más perjudicial de su labor?
—La dimensión emocional. Es complicado llevar una vida normal, hacer amigos, asistir a una fiesta. ¿Qué podría responder si me preguntaran cómo me gano la vida? ¿Que soy prostituta? También está la cuestión de la vida sexual y sentimental. Somos humanas, necesitamos cariño. Pero a lo más que puedo aspirar es a tener un buen amigo. No podría tener un verdadero compañero, porque aunque a él no le incomodara mi oficio, nunca podríamos tener relaciones íntimas. Una pierde el sex drive, ya que el sexo se convierte en un trámite, lo que se hace todo el día o toda la noche como trabajo.
—Tener un day job podría ser útil. Ser guía turística, por ejemplo.
—Supongo que sí.
—¿Sus padres en Belle Fontaine saben cómo se gana la vida?
—No.
—¿Algún día se lo dirá?
—Mi madre falleció cuando yo era todavía adolescente. Decirle la verdad a mi padre sería muy difícil.
—¿Qué haría si quedara embarazada? ¿Se haría un aborto?
—Lo hice una vez. No lo volvería a hacer.
—Y si tuviera un hijo, ¿cómo se lo explicaría?
—Tendría que cambiar de ocupación.
—¿Nunca se le ha ocurrido la idea de volver a la escuela, aprender otro oficio que, aunque quizás no sea tan lucrativo, podría ser, por decirlo así, más gratificante y menos complicado?
—Sí.
—Tengo un poco de hambre y me apetece un café. Ahí en el Bayside Market hay una repostería muy buena, donde también preparan un excelente café. La invito. ¿Le gustaría venir conmigo?
—Sí.
Al salir de la cafetería, la llevé bajo el famoso Bayside Banyan Tree, que en ese momento se encontraba desierto.
—Ya se terminó la hora —le expresé, mirándola de soslayo—. Aquí tiene los doscientos dólares, tal como acordamos.
—En realidad no tienes que pagarme —dijo vacilante, con la voz entrecortada y la mirada baja—. Yo no hice nada.
—¡Al contrario! Le aseguro que hay acercamientos más íntimos y placenteros que la copulación. Tome el dinero, es suyo, no sea tonta.
Le agarré una mano con una de las mías, y con mi otra mano le puse el dinero que ella se negaba a aceptar. La obligué a cerrar el puño.
—Gracias. —¡Buena fortuna! —le dije bruscamente y sin mirarla a los ojos. Luego me marché apresuradamente.
Mientras esperaba que el semáforo cambiara a verde para cruzar Biscayne Boulevard, sentí un ardor en la espalda, como si alguien me estuviera mirando intensamente desde atrás. De nuevo la ansiedad y la confusión se adueñaron de mí. Experimenté un impulso irresistible de mirar hacia atrás. Durante un instante no me atreví a hacerlo. Pero cuando finalmente vencí la inercia y me di vuelta, la vi en el mismo sitio donde la había dejado, tan desolada como el banyan tree, mirándome fijamente. En ese momento, me percaté de que comenzó a caminar despacio hacia mí. Cuando llegó a mi lado, vi su rostro por primera vez. La observé con atención. ¡Ay! ¡Era tan joven y tan inocente! Tenía los ojos llorosos. Un nudo me oprimió la garganta.
—Mire, cada miércoles, al caer la tarde, vengo al Bayfront Park a leer, y siempre me siento en el mismo banco —le declaré con seriedad y de manera brusca. Si alguna vez desea continuar nuestra conversación sobre la injusticia del mundo y los criminales que lo dirigen, puede esperarme sentada en ese banco, cerca de la estatua de Julia Tuttle.
Se le encendió el semblante, sonrió por primera vez y una lágrima rodó por su mejilla.
—Entonces… supongo que… hasta luego —pronuncié, como si estuviera enojado, como si sintiera que un mecanismo que iba a dislocar la rutina de mi vida, en contra de mi voluntad, se había activado, sin que yo pudiera hacer nada para detenerlo.
El semáforo se puso en verde y crucé la calle a toda prisa. Al llegar al otro lado, me detuve, y no pude resistir la tentación de darme la vuelta para mirarla. Ella permanecía de pie, al otro lado de la calle, observándome. Cuando el semáforo cambió nuevamente a verde, ella comenzó a cruzar la calle, dirigiéndose hacia mí. Cuando me alcanzó, parecía aturdida, inquieta; quería hablar, pero no sabía qué decir.
—¿Qué vas a hacer ahora? —consiguió expresar.
—Voy al William Powell Bridge a esperar la puesta de sol.
—¿Te puedo acompañar? —casi me suplicó—. No te voy a cobrar.
—Claro —respondí—. ¿Y su trabajo?
—Puedo tomarme un día libre de vez en cuando, ¿no?
En Biscayne Bay, la tierra firme está situada al oeste, por lo que el sol no se oculta más allá del horizonte marino, dejando sobre el agua la brillante estela áurea que tanto nos cautiva a nosotros los aficionados de ese fenómeno natural. En lugar de eso, se acuesta tras la ciudad, detrás del Vizcaya Museum o de Brickell. Así como no existen dos copos de nieve idénticos, tampoco hay dos atardeceres iguales. Ese en particular fue singular. El incendio celestial que generaba el sol agonizante detrás del skyline pintaba los nubarrones, los cirros y los estratos que colgaban sobre la ciudad con tonos de rojo, naranja y amarillo. Para culminar el éxtasis estético, ese lienzo se reflejaba en la faja acuosa que separa el puente de la ciudad, y también estaba la presencia de Rosa.
©William Almonte Jiménez, 2023