El príncipe azul existe, pero no es como te lo imaginas. Mantén los ojos bien abiertos.
-Chica americana de 16 años.
Hace rato que te observo detrás de la pared de cristal, aunque tú ni cuenta te has dado. Estoy hablándote, sabiendo que no me oyes. El inconveniente es que el temor me inmoviliza; no sé qué hacer. Las cosas iban bien entre nosotros. Pero ahora todo va a cambiar; no sé si para bien o para mal. No debí hacerte caso. No me gustó lo que me propusiste. Pero no tuve el valor de decirte que no.
Te vas a decepcionar. Debimos haber dejado todo como estaba. No sé por qué quisiste cambiar las cosas, ni por qué me dejé convencer. A mí no me gusta mucho la cercanía; me refiero a la cercanía física. No me gusta que me toquen, ni tocar a nadie. Yo prefiero una llamada telefónica, o mejor aún, un correo electrónico.
¿Comprendes lo que quiero decir? El cuerpo humano no es precisamente algo atrayente. Orinamos, defecamos; nos da flato, mal aliento, malos olores, legañas en los ojos; la piel se arruga, se llena de manchas, pierde su firmeza; la grasa se acumula, los huesos se hacen prominentes. Un cuerpo humano desnudo resulta ser algo repugnante. El cuerpo no es más que una prisión pestilente y nauseabunda de la cual, dichosamente, el alma escapa cuando morimos. El sexo, por su parte, es únicamente un trámite para satisfacer una urgencia fisiológica; y una vez consumado, carece de cualquier significado trascendente.
Tú, por el contrario, según lo que me dices, te mueres por una caricia, un beso, un abrazo, el roce de una piel, la calidez de una mano; como si fueran el aire que respiras, los víveres que te sacian el hambre; como si se te fuera la vida en ello.
En ese aspecto somos tan distintos. ¿Por qué nos enamoramos? Porque hay una gran semejanza entre nuestras almas. ¿Te das cuenta? Ahí radica la explicación. El alma, la mente, el espíritu, como prefieras llamarlo, ¡ah! eso es otra cosa. El vínculo que nos une es resistente como el acero. Nuestro romance es insondable, sin piedras de tropiezo, ni muros de contención, ni curvas peligrosas en el camino, porque no está cimentado en la atracción corporal o en los instintos animales, sino en la capacidad comunicativa de la mente, y el poder transformador del espíritu. ¿Ves? Nosotros no permitimos que las influencias externas nos controlen, no llevamos máscaras, no jugamos papeles, como lo hace un actor en una farsa teatral; no nos ocultamos detrás de las apariencias.
Presta atención a lo que te digo. Ninguna relación humana es completamente pura, ya que está influenciada por factores externos. Nadie se enamora de nadie y lo valora sólo por lo que hay en su interior. Muchas condiciones se toman en cuenta, a menudo de manera subconsciente: la apariencia física, la raza, la estatura, la edad, el timbre y tono de la voz, las gesticulaciones, los modales, los tics nerviosos, la posición económica, el estatus social; la opinión que tu familia, amigos y la sociedad en general tengan de esa persona; la formación religiosa, la educación académica, la capacidad intelectual; hasta el nombre de pila. Muchos matrimonios son poco menos que una transacción comercial.
En nuestro caso esos aspectos carecen de importancia. Podrías pensar que soy raro. Pero te aseguro que nuestra unión es más firme y legítima que la de aquellos que nos rodean, y que viven juntos bajo falsas pretensiones. No somos simplemente dos cuerpos que interactúan, sino dos mentes cuyos canales de comunicación están totalmente abiertos. Si me agradas o me desagradas, si nuestro amor crece y se fortalece, o se debilita y desaparece, depende únicamente de cómo nuestras ideas y sentimientos se empalman o se disgregan, de si nuestras mentes están más o menos sintonizadas a la misma frecuencia, o si no logran conectarse en lo absoluto.
Mira, esto ya lo he mencionado antes. Tarde o temprano en la vida, chocamos con la realidad de la soledad existencial. Nadie puede conocer nuestros pensamientos más íntimos, ni sentir nuestras emociones más intensas; ni siquiera nuestra pareja, hijos, padres o amigos. Vivimos en un mundo lleno de individuos, cada uno con su propio universo interno. Sin embargo, por más difícil que parezca, todos buscamos un alma gemela. Somos agraciados si logramos encontrar a alguien con quien podamos comunicarnos con la certeza de que se está en la misma longitud de onda, alguien con quien podamos ser sinceros, delante de quien podamos pensar en voz alta. Eso somos tú y yo, la una para el otro.
Si nos acercamos demasiado, nuestra relación puede verse perjudicada. ¿Crees que he perdido la razón? ¿Que tengo una mente retorcida? Tal vez sí. Pero la idea de perderte es terrible e insoportable. Espero que me comprendas. Al fin y al cabo, ¿no eres tú quien afirma que la materia no existe? ¿Que cuando tocamos algo, en realidad no estamos tocando nada? ¿Que lo único que ocurre es que los protones y electrones que componen nuestros cuerpos son atraídos y repelidos por los protones y electrones de las cosas que tocamos, sin que haya un contacto real? ¿Que las partículas subatómicas de nuestro ser, agitadas por la cercanía de los corpúsculos nucleares de otros cuerpos, se desequilibran, y transmiten una perturbación, a través de los nervios, al cerebro, donde se crea la sensación, la ilusión de estar en contacto con algo? El cuerpo, en realidad, no tiene existencia propia; no es más que un concepto, un sofisma, un espejismo, muy conveniente por cierto, inventado por la mente. Lo que llamamos cuerpo es una entidad muy compleja, pero que no corresponde a ningún sistema de realidad. La energía es la fuerza que impulsa el universo, no la materia. Por ello, lo más importante son la mente, el alma, y el espíritu, porque son inmateriales, son energía, y por lo tanto, según la primera ley de la termodinámica, son inmortales. En última instancia, todo el poder existente en el universo es mental, no físico. ¡No lo olvides!
No tengo idea de cómo voy a reaccionar cuando estemos en la cama, desnudos, abrazados, pegados la una contra el otro, el uno dentro de la otra, impregnados de sudor, saliva, semen, fluidos vaginales, y lágrimas; envueltos en el vaho de nuestro propio aliento. Te vas a arrepentir. ¿Por qué no te basta lo que te doy? ¿Por qué tuve que decirte que sí?
Por eso no sé qué decisión tomar. Si quedarme aquí y dejarte allí, de pie, sosteniendo la pancarta que lleva mi nombre, con la mirada clavada en la puerta de llegadas, aguardando a alguien que nunca aparecerá, o, si debo correr hacia ti, y abrazarte y besarte… por primera vez.
© William Almonte Jiménez, 2011