DEMASIADO TARDE

“Fools”, said I. “You do not know,
silence like a cancer grows”.
-Paul Simon

La nieve descendía paulatinamente, al mismo tiempo que caía la noche sobre la calle que él recorría de un extremo a otro por tercera vez. Había escapado de la prisión de su apartamento desierto; del cautiverio de su miseria; de las ganas de dormir y no despertar; del filo de la navaja; de la rutina brutal de crearse un amor ficticio con sus propias manos, materializando, a fuerza de imaginación y voluntad, un cuerpo cálido y suave que lo cobijó en otros tiempos. Se sumergió en el mar de gente, tratando inútilmente de encontrar un espejismo que lo hiciera sentirse acompañado. La multitud que con rostros inmutables iba y venía,  totalmente ajena a su presencia, lo hacía sentirse aún más desarraigado.
      Avanzaba desorientado, a la deriva, casi incorpóreo, mirando las vitrinas sin fijar sus ojos en ningún punto determinado. Llevaba el semblante sombrío, la cara oculta tras una densa barba, el cuello envuelto en una bufanda gruesa, la cabeza cubierta por una capucha negra, y las manos metidas en los bolsillos del abrigo, como si intentara protegerse no sólo del frío implacable, sino también de los espectros que poblaban su diario existir.
      Intentando esquivar un montón de nieve que había en la calzada, tropezó con un hombre que, sentado en el suelo, apoyado contra la pared, pedía limosnas. Muchos niveles de ropa vieja lo protegían de las inclemencias del tiempo. Frente a él había un recipiente de plástico con algunas monedas que los transeúntes le habían tirado. Adivinó en la cara del mendigo unos ojos inquisidores que confrontaban los de él, indagando y queriendo saber no se sabe qué. El hombre que lo escudriñaba desde abajo, esgrimía en su mano izquierda  un estandarte, también de plástico, sobre el cual estaba inscrito en tinta negra, en caracteres garrapateados pero legibles: «Todavía no es demasiado tarde». Ese era su grito de guerra, su himno de marcha, su escudo y armadura, para sobrevivir en el mundo marginado en el que residía. Él, sin entender, se apartó y siguió su camino.
     Más adelante, al pasar por un café y atisbar a través de la ventana de cristal, le llamó la atención que los hombres y mujeres de facciones severas y miradas melancólicas, que bebían su café, fumaban su cigarrillo, o leían su periódico, estaban sentados solos, uno en cada mesa. Luego de observarlos durante un rato, comprendió que no estaba solo en su soledad.
     Continuó deambulando calle abajo, mirando en todas direcciones; se diría que esperaba hallar algo o alguien que le sirviera de tabla de salvación. Los olores, los sonidos, los colores, los establecimientos comerciales, el dulce aroma del pan recién horneado, los volúmenes seductores en el escaparate de la librería, los niños alegres que salían de la juguetería con una amplia sonrisa en la boca, y la gente que trajinaba el paisaje nocturno, le traían recuerdos. Las luces multicolores que centelleaban por todas partes y venían a reflejarse en los cristales de las vitrinas lo empujaron a desvariar, y lo trasladaron a otro tiempo y otro espacio donde se sentía resguardado.


Apuró el desayuno, recogió la pesada mochila llena de libros, que estaba al pie de la mesa (pesada por lo menos para un enclenque de diez años), y después de recibir el abrazo y el beso  mañanero de la mamá, salió a la calle y se alejó de la casa diciéndole adiós con su gorra. Camino del colegio, como siempre le sucedía,  sintió el peso de los libros sobre la espalda, y se los imaginó ordenados y cálidos, latiendo, como si fueran seres vivos, con un corazón. Ningún juguete se podía comparar con uno de ellos. Eran un portal a dimensiones desconocidas, sobre todo el de Historia y el de Geografía. Cuando no estaba leyéndolos, le gustaba ojearlos, mirar las fotografías, tocar sus páginas, sentir la textura del papel, y olerlos con una aspiración profunda, con el fin de llenarse de toda la sabiduría y el conocimiento que aquellos contenían.
     Durante la clase de Historia Patria se le hizo difícil prestar atención a la maestra. A veces la miraba embelesado, imaginándose las tetas firmes, de pezones erguidos, que con toda seguridad debía haber debajo de su blusa. A veces pensaba en la maestra de Humanidades, que era su  predilecta, la maestra de la cual todos los muchachos estaban enamorados.  Otras veces, su pensamiento se fugaba lejos, hacia a los parajes y ruinas que habitaban sus libros. Soñaba con Venecia, y se veía caminando  por sus callejuelas estrechas, flanqueadas por edificios desvencijados, bajo el manto de la noche, cuando estaban despobladas. Cruzaba un puente, se detenía en medio de él, le echaba una mirada larga a las aguas tranquilas del canal, y luego se perdía errando por la orilla con destino a los territorios ignotos que se arremolinaban en su cerebro.
     Las imágenes se sucedían aceleradamente, sin seguir necesariamente un orden geográfico: El Valle de los Reyes, Stonehenge, El Gran Arrecife de Coral, El Gran Cañón del Colorado, Geirangerfjord, las Cataratas de Iguazú, el Bósforo, Santa Sofía, Delfos, Meteora, los Urales, el Cáucaso, el Valle de Umbria, Rotorua, el Kilauea, el Pan de Azúcar, la Acrópolis, Bora Bora,  el Monte Palatino, la Alhambra, Neuschwanstein. En fin, todos los sitios del planeta que se proponía  explorar, y en los cuales, probablemente, nunca pondría un pie.
     A la hora del recreo, como pasaba todos los días, después de comerse el acostumbrado pudín de pan y beberse el refresco de tamarindo, se dedicó al asunto más serio e interesante del día, intercambiar con sus  amigos las tarjetas de los jugadores de béisbol y las estampas del álbum de  Historia del Arte y la Cultura. Las que tenía repetidas las cambiaba por las que le faltaban. Las más importantes eran muy difíciles de encontrar. Como importantes hombres de negocios que apuestan toda su fortuna a alguna inversión en la bolsa de valores, iniciaron el canje.
     El intercambio de las tarjetas de los peloteros era reñido; los muchachos sabían tanto o más que él de béisbol. A veces tenía que dar dos tarjetas por una, a veces tres por una. La tarjeta de Bob Veale por la de Bob Gibson, Sandy Koufax por Juan Marichal, Ernie Banks por Julián Javier, Pete Rose por Roberto Clemente, Hank Aaron por Willie Mays, Carl Yastrzemski por Winston Llenas, Willie Stargell por Felipe Alou.
     En el trueque de las estampas de Historia del Arte y la Cultura, por el contrario, casi siempre él salía ganando. La mayoría de los muchachos tenía poca o ninguna idea de quien era El Veronese, El Greco, o Rafael.  El pretendía que no eran importantes, y les daba  una petaca (una que se conseguía fácil) por uno de esos genios (difíciles de encontrar). La estampa de la catedral de Orvieto por Notre Dame, el Partenón por el Coliseo, La Pietá de Michelangelo por El Pensador de Rodin, La Gioconda de Da Vinci por La Anunciación de Fra Angelico, La Catedral de Cologne por La Catedral de Milán, El Fusilamiento del 3 de Mayo de Goya por El Nacimiento de  Venus de Boticelli, La Libertad Dirigiendo al Pueblo de Delacroix por La Ronda Nocturna de Rembrandt, La Masacre de los Inocentes de Rubens por La Inmaculada Concepción de Murillo, Las Meninas de Velásquez por La Noche Estrellada de Van Gogh.
     Una vez finalizado el regateo, examinó detenidamente las nuevas tarjetas y estampas, su tesoro recién adquirido, y sonrió,  satisfecho por el resultado de la transacción.
     Regresó a la casa cerca de la una, como siempre lo hacía, anticipó la llegada del papá, le brincó al cuello cuando aquel llegó, y entonces todos se sentaron a la mesa a deleitarse con el  moro de guandules, el guiso de pollo con berenjenas, los tostones, y la ensalada de lechuga, repollo, tomate, remolacha, y aguacate, que había preparado Rafaela, la buena señora que ayudaba a su mamá en los quehaceres de la casa. Fela, como la llamaban cariñosamente, había sido miembro de la familia desde que el tuvo uso de razón. Al mismo tiempo que comían conversaban de todo lo que les había acontecido durante el día. Cuando terminaron de comer se sentaron en la terraza, escucharon el embrujante sonido del F.M. y durmieron la siesta tirados en los sillones, o esparcidos por el piso, que siempre era un fresco refugio en contra del bochorno de la tarde tropical.
     Brioso y despabilado después de dormir la siesta, se fue al solar donde los muchachos jugaban a la pelota como si fuera en el Fenway Park. Un pedazo de madera les servía de bate; un polin, que era un centro de goma dura, recubierto de hilo y cinta eléctrica adhesiva, fungía como pelota; hasta los guantes se los fabricaban ellos mismos con los retazos que le sobraban a la mamá después de haberle hecho los pantaloncitos cortos con los pantalones viejos del papá. Jugó toda  la tarde.
     Cuando volvió a la casa, agotado y sudoroso, listo para una ducha fría, era casi la hora de la cena; el sol todavía estaba alto en el firmamento, como es común en esas latitudes. La tina llena de agua se le antojaba el Mar Caribe. Apretó los ojos y la boca, se tapó la nariz con una mano, y se zambulló en lo que para él era la ciudad submarina del capitán Nemo. Al salir del baño, aseado y fresco, el papá ya había regresado del trabajo. Después de devorar la cena, que como muchas veces,  consistió en mangú de plátanos, con huevos fritos y cebollas fritas, se fue a rondar las calles del barrio. Se unió a una tertulia de tígueres que se confabulaba bajo la luz dormilona del poste que había en la esquina próxima a la casa.  Como muchas otras veces, hablaron de películas, cuentos colorados, y muchachas.
     Al caer la noche debía retornar a la casa. Ese era el acuerdo que tenía con papá y mamá; y él, fiel a su palabra, siempre lo cumplía. La rutina del día exigía que hiciera su tarea escolar. Sólo entonces le era permitido ver televisión. La Isla de Guilligan, Viaje al Fondo del Mar, La Isla MisteriosaTierra de Gigantes, El Túnel del Tiempo, y Viaje a las Estrellas, exacerbaban en él las ganas de viajar y visitar lugares remotos, le hacían  concluir que, de verdad le gustaría vivir en una isla desierta, en los mares del sur
     Con el anhelo de navegar los siete mares satisfecho, por el momento, se acostó. La estrepitosa y consabida batalla de almohadas con los hermanos no pudo faltar, bajo los reproches del papá que desde el otro cuarto les gritaba que hicieran silencio. Se apagaron las luces, vino la calma, y de nuevo cedió al hábito de delirar antes de dormirse.
     Proyectaba que el domingo por la tarde iría al matinée, a ver dos películas y la continuación de la serie El Capitán Maravilla. Durante la media hora que duraba la serie, todos los entuertos del mundo serían enderezados; Billy Batson, con su escalofriante grito ¡Shazam! se convertiría en el paladín de la justicia y pondría fin al reinado del Escorpión, de una vez y por todas.
     Lo regocijaba  el hecho de que el año escolar estaba terminando y pronto llegaría el verano, el tiempo de ir al campo a casa de  la abuela. La estadía en casa de la abuela siempre era una cornucopia de actividades extraordinarias: deslizarse en yagua sobre la alfombra de hojas resbaladizas que caían de las matas de cacao; recoger los mangos y aguacates que el viento había tumbado, y enterrarlos; llevarse los que había enterrado el día anterior y que ya estaban maduros; desenterrar batatas, adivinar cual mata de batata debía tener una bien grande en sus raíces, y el grito de júbilo cuando así resultaba; acompañar a la abuela cuando aquella se iba al conuco a sembrar; con el machete, ella infligía una herida a la tierra; él sacaba una semilla de la bolsa que llevaba al hombro y la metía en el hoyo, una semilla de la cual, milagrosamente, en unos días, brotaría una matita. No hay parto sin dolor.
     El campo era hermoso, reluciente, y prodigioso durante el día. Las chicharras y los pájaros zumbaban y cantaban  en las ramas de los castaños;  el cerro se alzaba imponente del otro lado del arroyo; el viento silbaba, a veces furioso, a veces juguetón, en  las copas de las matas de mango, haciéndolas parecer como gigantes con vida propia; los campos de maíz, de plátano, de yuca, de café, y de cacao, eran un testimonio a la generosidad de la madre tierra.
     Pero al caer la noche, la hondonada donde vivía la abuela, escoltada por dos montañas cuya elevación parecía no tener fin, era tenebrosa. Mirando por la ventana del rancho hacia las sombras espeluznantes que regían afuera, el campo se convertía en un lugar temible, acosado por engendros, demonios, y aparecidos. Era entonces cuando él buscaba la compañía de la abuela que, sentada a la mesa de comer, hacía una colcha para la cama, a la luz de la lámpara de kerosén. La abuela lo conocía muy bien, sabía lo que le pasaba. Él se sentaba en una silla junto a ella, cruzaba los brazos sobre la mesa, y enterraba la cara en ellos, como si el ignorar las tinieblas que cubrían el rancho, lo fuera a  proteger de las criaturas malignas que acechaban en la noche, agazapadas detrás de los árboles. Entonces esperaba, esperaba las manos de la abuela que, invariablemente, venían a acariciarle la cabeza, hasta que él se dormía.


Entonces se quedó dormido, con una sonrisa en la cara, feliz y satisfecho, como se duermen aquellos a quienes no les falta el cariño, los que tienen de todo, menos dinero.


Entonces despertó. La bocina de un carro que casi lo atropella, mientras cruzaba la calle distraído, lo hizo volver a este mundo. Prosiguió abriéndose paso a través de la muchedumbre que transitaba por la calle. Unas cuadras más adelante se topó con las puertas de un templo, abiertas, invitándolo a entrar. Sobre uno de los batientes, un cartel vociferaba en letras grandes: “Bienaventurados los niños y los locos porque ellos heredarán el reino de los cielos.”  La sentencia lo indujo a hurgar en su memoria, hasta que encontró  la canción que decía: “Bless the beasts and the children, for  in this world they have no voice, they have no choice.”
     Al cabo de un momento de vacilación cedió a la tentación que lo convocaba desde adentro. La penumbra y la quietud que inundaban la nave conducían a la ensoñación. La luz tenue, la atmósfera brumosa, los íconos acongojados, los pilares inverosímiles, y la cúpula ingrávida lo forzaron a recordar vivencias pasadas, cuando admiraba extasiado los vitrales  y las bóvedas de alguna catedral en Florencia o Verona, en compañía de alguien que se había marchado. Un largo tiempo había transcurrido desde la última vez que estuvo presente en una iglesia. Su fe religiosa la había dejado tirada al borde del camino mucho tiempo atrás. A pesar de eso, de su boca salió una plegaria, o se diría que fue más bien un diálogo, consigo mismo, con sus ascendiente vivos en tierras lejanas, con sus antepasados muertos en tiempos distantes, un diálogo con el silencio. Después de absorber y digerir la fortaleza que le produjo el soliloquio, se llenó de audacia, y abandonó su refugio temporal.
     Al bajar la escalinata del templo, el resplandor producido por las luces que se reflejaban en la nieve y se difundía en el aire, creando una especie de niebla, lo distrajo, y resbaló en uno de los escalones cristalizados. Fue a parar de cabeza en la calzada, estrellándose contra una muchacha que justo en ese momento pasaba. La muchacha trastabilló y cayó de bruces sobre un banco de nieve que, afortunadamente, evitó que fuera a dar a la calle, donde podría haber sido atropellada por un vehículo.
     Dando un brinco, él se puso de pie, la tomó de la mano y la ayudó a levantarse, al mismo tiempo que le daba mil disculpas.  Después de pasado el fastidio de la sorpresa, y el golpe contra la pila de nieve, la muchacha le aseguró que no había ningún problema, que entendía lo que había pasado. No obstante, él seguía disculpándose. Y como para asegurarle que de verdad no había ningún problema, ella le dio las gracias por haberla ayudado a levantarse, y le sonrió. Una sonrisa que se elevó en su alma como un sol naciente, y le iluminó los intersticios más oscuros de sus entrañas. Un acto de magia que se tradujo en consuelo y esperanza. Ella era el primer ser humano con quien establecía contacto en muchos días.
     Se quedó inmóvil, mirándola, mientras ella se alejaba. Como si sintiera la mirada de él sobre su espalda, la muchacha, antes de doblar la esquina, se volvió para mirar, y lo distinguió estático junto al santuario  donde lo había dejado. Ella sonrió de nuevo, y agitó las manos; él respondió al gesto sin cambiar la expresión de su rostro. Durante unos minutos permaneció arrobado, como si hubiera recibido una revelación.
     Cuando descendió de las nubes, un fulgor sereno irradiaba de su cara, y las lágrimas corrían por sus mejillas.  Reanudó su peregrinaje de un extremo al otro de la misma calle, pero ahora todo le parecía distinto, la noche menos oscura, el invierno menos frío, la nieve más amigable, el mundo menos hostil, el futuro más promisorio. Hasta le pareció que el aire olía a primavera, y que la gente le sonreía al pasar por su lado.  De repente entendió el significado de las palabras: “Todavía no es demasiado tarde”.


© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez, 2010