If there is
any life when death is over,
These tawny
beaches will know much of me,
I shall come
back, as constant and as changeful
As the
unchanging, many-colored sea.
If life was
small, if it has made me scornful,
Forgive me; I
shall straighten like a flame
In the great
calm of death, and if you want me
Stand on the
sea-ward dunes and call my name.
-Sara Teasdale
Me acuerdo de ese día con claridad, aunque ya han pasado muchos años.
Se grabó en mi memoria profundamente, y
me marcó de igual manera. Siempre es el tren y las ferrovías lo primero que me
viene a la mente cuando lo recuerdo; el tren que me llevaba al aeropuerto; y yo, abstraído, sentado en el vagón, mirando
por la ventana un paisaje cambiante que no me hacía reaccionar. Una especie de
parálisis me controlaba, ayudándome a
negar la separación, a ignorar el
hecho de que quince minutos antes nos habíamos despedido en Clark-Division, tal
vez por última vez.
Nos despertamos temprano en la mañana. Después de un rato largo de estar
enredados el uno en el otro, como acostumbrábamos a hacerlo, nos levantamos,
preparamos el desayuno, recogimos las cosas, y salimos. Caminamos por East Delaware Place, subimos
por North State Street, y en West North
Avenue viramos hacia el oeste, hasta North-Clybourne. Allí abordamos el metro
de la Línea Roja. En Howard cambiamos a la Línea Púrpura, y nos bajamos en
Davies. Entonces nos dirigimos hacia Grosse Point.
Tendimos el mantel de cuadros
azules y amarillos sobre la arena dorada, cerca de una roca, a la sombra del
faro; sobre él pusimos el pan calabrese, el jamón serrano, el bordeaux, y los
libros. Yo me senté recostándome a la roca, y proseguí la lectura de L’Etranger.
Ella se quedó de pie un rato, dándome la espalda, admirando el lago.
No podíamos desear un clima
mejor, el sol relumbraba, afable y rutilante; el cielo difundía la luz azul con
más entusiasmo que de costumbre; el lago le hacía eco, tornándose también azul,
sólo que con la piel rizada por la corriente de aire que exhalaba el
horizonte. La brisa fresca le
revoloteaba el pelo, y retozaba con los vuelos de su vestido azul con lunares
blancos, que tanto me gustaba. Hay algo deslumbrante y provocativo en una mujer cuyo vestido coquetea con el viento. Al
cabo de unos instantes el aire amainó hasta quedar completamente inmóvil, y la
superficie del lago se convirtió en una cinta de plata por la que se deslizaban
dormilonamente incontables veleros.
El fulgor intenso de los
rayos solares la retrataba contra el
lienzo impresionista del lago azul, el cielo claro, las nubes acumuladas, y la
bruma sutil creada por la humedad del aire. Cuando emergió del ensimismamiento,
me haló por el brazo, invitándome a explorar el lugar. Caminamos por la playa
descalzos, y tomados de la mano. El agua
fría bañándome los pies, y el roce de su piel, me producían una sensación de
completo bienestar.
Al final de la evasión
regresamos a comer. Cuando terminamos, me senté con la espalda apoyada contra
la roca. Ella se tendió en la arena, recostó su cabeza en mi regazo y,
mirándome, me hablaba de cosas, mientras yo trataba de leer. Después se durmió. Mis ojos se posaban alternativamente en el
libro, su cara, y mi reloj. Dentro de
unas horas iba a despegar el avión que me llevaría muy lejos de ella.
Venciendo la inercia que me
inmovilizaba, me sacudí, y la desperté. El tiempo apremiaba. Ella insistió en que tomáramos un taxi de
regreso al apartamento, porque el metro tomaría demasiado tiempo, y eso es lo
que no nos sobraba. El taxi nos llevó a lo largo del Lakeshore. Desde el auto
miraba el lago, y con un poco de imaginación lo convertí en el Mar Caribe.
Cuando llegamos, subimos las
escaleras a la carrera, y nos desvestimos a la carrera, como si al mundo le
hubieran quedado unos minutos de existencia. Hicimos el amor, apresurados, por
la duda de si habría otra vez.
Terminamos bañados en sudor y lágrimas, enganchados el uno en el otro, sin
querer despegarnos, como si eso hubiera podido cambiar lo inevitable.
Yo miraba el reloj. Acopiando
toda la fuerza de voluntad que me fue posible, me aparté de ella, y me vestí,
con el perfume de su cuerpo pegado al mío. Podía sentirlo cuando respiraba; era
como un narcótico que me atontaba, y hacía el momento más fácil de atravesar.
Quería llevármelo conmigo, porque tal vez
esa fragancia, que nunca se borraría de mi piel, era lo único que me
quedaría de ella. Eso, y los panties húmedos que ella insistió en darme, como
un amuleto en contra del desencanto y el olvido.
Ella se levantó, y se vistió.
Yo recogí la maleta y la mochila, y salimos al pasillo. Antes de cerrar la
puerta del apartamento, le eché un último vistazo a su cuartito en la pensión de estudiantes. Una añoranza prematura me oprimió el pecho.
¿Volvería yo a estar en aquel lugar? Es
extraordinario cómo uno puede apegarse a las cosas inanimadas, sentir cariño
por ellas, como si fueran seres vivos. Allí estaba el pequeño espacio donde
cocinábamos juntos, y donde tantas veces discutimos por disparidad de opiniones
culinarias. La mesa de comer, en el rincón, junto a la ventana, por donde
podíamos ver la ciudad; por donde nos
entraba el gélido vendaval y el alarido de la ventisca, en invierno; o el
bullicio y el bochorno, en el verano; donde comíamos sin hablar, mirándonos a los
ojos, entre bocado y bocado; donde tantas veces discutimos por disparidad de
opiniones sobre Proust, Russell, Ortega y Gasset, y Henríquez Ureña.
Marchamos hacia el oeste por
East Delaware como si hubiéramos formado parte de una procesión funeraria; lado
a lado, sin mirarnos, sin tocarnos, sin decirnos nada, como si hubiéramos sido
nosotros los que iban a ser enterrados. En Clark viramos hacia el norte hasta
Clark-Division. Ahí tomaría la Línea Roja hasta Jackson, donde cambiaria a la
Línea Azul que me llevaría hasta el aeropuerto.
Entramos a la estación del
metro; compré mi boleto; nos besamos, y nos disolvimos en un abrazo inacabable.
Ninguno de los dos quería soltar al otro. Le dije adiós sin mirarla a los ojos;
no tenía el coraje de hacerlo. Me trasladé a la escalera eléctrica, y cuando la
abordé, me volví para mirarla. Ella estaba de pie, reclinada contra el muro,
con su lindo vestido azul de lunares blancos, inmutable, observándome a medida
que me alejaba, diciéndome cosas con la mirada; con una gran interrogante en la
cara, comunicándome que todavía no entendía por qué tenía que marcharme. Yo la
observaba también, y a medida que la escalera eléctrica del metro me descendía
hacia los andenes, su figura comenzó a desvanecerse, primero los pies, después
las piernas, la cintura, el pecho, y finalmente su cara, hasta que desapareció
por completo.
© Texto y
fotografía, William Almonte Jiménez, 2011