LA TUMBA DE SARAH BERNHARDT

«Dieu reunit ceux qui s’aiment»

-Epitafio en la tumba de Edith Piaf
 
    Ese día lo pasé en Père Lachaise, merodeando por los senderos empedrados, amparado por las sombras protectoras de los árboles que se yerguen por encima del camposanto. Las tumbas antiquísimas y los  mausoleos venerables parecían contar la saga de los que allí estaban enterrados. La entrada de algunas criptas estaban resquebrajadas, abiertas de par en par, como invitándome a entrar, o como si sus inquilinos hubieran salido. Otros sepulcros, enormes, con columnas dóricas, jónicas, y corintias, como templos griegos, tenían escalinatas que parecían conducir hasta el cielo.
     En diversos rincones apartados había visitantes solitarios que leían un libro, dibujaban un bosquejo, o simplemente meditaban, en comunión con los muertos. A veces me daba la impresión de que algunos de ellos eran residentes del lugar. El sitio era atrayente, misterioso, tranquilo, y seguro. Se podían  sentir las presencias. A pesar de que andaba solo, no me sentía solo; me acompañaban seres de aquí y de allá. A pesar de eso no sentía miedo, aunque poco sabía yo que dentro de ese recinto, antes de que se pusiera el sol, iba a ser testigo de algo extraordinario.
     Mi sorpresa fue grande y desagradable cuando me topé con la sepultura del  «Generalísimo», Rafael Leónidas Trujillo Molina, «Benefactor y Padre de la Patria Nueva»; el homicida diabólico; el líder de un régimen totalitario que perseguía, encarcelaba, torturaba, y asesinaba a los disidentes; durante una dictadura de treinta y un años que prosperó bajo los auspicios de Washington, y el Vaticano. No tenía la más mínima idea de que «el Jefe», «Chapita», o «el Chivo», como también lo llamaban estaba enterrado en esa necrópolis. Sentí una repugnancia en lo profundo de las entrañas, y unas ganas irreprimibles de orinar en esa tumba maldita; pero me contuve. Tuve miedo de que me vieran, y me echaran del lugar. También, aunque no creo en la vida después de la muerte, tuve miedo del «más allá», de que  «la mano larga de Trujillo» pudiera regresar de ultratumba, y acosarme por las noches. ¡Qué pesadilla innombrable habría sido esa! De todos modos, por encima del temor, si hay alguna forma de existencia más allá de la muerte, y cualquier manera de ejecutar  la justicia que no se hizo en esta vida, espero que ese azaroso se esté pudriendo en el infierno, o en algún lugar parecido.
     La tumba de Chopin me apaciguó la cólera, y borró el sabor amargo que me dejó la del dictador. Le agradecí el Piano Concerto No. 1; el Etude Opus 10, números 1, 3, y 12; el Etude Opus 25, número 1; la música de Les Sylphides; la Fantasie Impromptu; y el Nocturne Opus 9, número 2.  Pude imaginármelo en el exilio, en Paris, lejos de su tierra, su amada Polonia, salvajemente avasallada por el Imperio Ruso durante la insurrección de noviembre de 1830. Lo figuré componiendo el Etude Opus 10, número 12, con la rabia consumiéndolo por dentro; o el Opus 10, número 3, exclamando con un suspiro punzante: «¡Hay mi patria!»; al mismo tiempo que las lágrimas le corrían por las mejillas, y George le acariciaba los cabellos para consolarlo.
     La desventurada Isadora Duncan no tiene una tumba propiamente dicha, con una lápida. Está sepultada en un muro con muchos otros, en una fosa común (por decirlo así), en una humilde hornacina que ni siquiera tiene epitafio. Pero dentro, están las cenizas de la mujer que fuera un vendaval. Isadora la intrépida, bisexual, y comunista; estrangulada por su propia bufanda larga y roja; afligida por la muerte de sus hijos, Deirdre y Patrick, ahogados en el Sena; apesadumbrada por  la muerte de su último bebé, que vivió escasamente unas horas; Isadora amargada por los amores fracasados con Mercedes, Eleonora, Gordon, Paris, y Sergei. Pero sobre todo, Isadora desencadenada sobre el escenario; liberando sus emociones; improvisando, pisoteando la danza tradicional, y la comercialización del arte; rompiendo los convencionalismos; corriendo y saltando, con sus lindos vestidos de volantes; los pies descalzos y los cabellos sueltos; y ocasionalmente mostrando sus senos.
     Marcel Proust no pudo haber escogido un lugar más apacible para descansar de su infatigable búsqueda del tiempo perdido. Mirando su tumba de mármol negro, como lo fue su vida, me pareció ver su cadáver dormido, en paz, reposando al fin, a salvo de los tormentos de su realidad, y su homosexualidad reprimida.
     Yves Montand y Simone Signoret están enterrados juntos, como debe ser. Su relación amorosa fue larga y borrascosa, ni siquiera el affair de Montand con la Marilyn Monroe la hizo naufragar. Signoret dijo que no le sorprendía que la Monroe se hubiera enamorado de su marido, que eso sólo probaba que la Marilyn tenía buen gusto. Como ella bien dijo, no son las cadenas lo que mantiene a una pareja juntos, son los hilos, cientos de hilos diminutos que cosen a las personas unas a las otras, a través de los años. Y ciertamente, ambos tenían muchos hilos en común que los cosían el uno al otro. Los compromisos con las causas de la justicia social, y la liberación humana. Se manifestaron públicamente en contra de la ejecución de los Rosenberg, la guerra de Vietnam, la guerra de Argelia; y la invasión soviética de Hungría durante la rebelión de 1956. Marguerite Duras se refirió a Simone, como una reina que liberó a Francia de todas sus limitaciones. Si alguna vez las contingencias de la vida separaron a Montand y Signoret, la muerte los reunió; como dice el epitafio en la tumba de la Piaf. Y allí yacen los dos, juntos, como si estuvieran en su casa de Autheuil-Anthouillet, en Normandía.
     «Dieu reunit ceux qui s’aiment», reza la inscripción en la losa que marca la fosa de Edith Piaf. Nació en la indigencia total, en 1915. Sus padres la abandonaron a temprana edad, y la llevaron a vivir con su abuela materna. Posteriormente, su papá la llevó a vivir con su abuela paterna, que regenteaba un burdel en Normandía. En esa época, las prostitutas se encargaban de cuidarla. A los dieciséis años se ganaba la vida  cantando en las calles de Paris. Se enamoró de Louis Dupont; a los diecisiete años tuvo una niña con él, Marcelle, que murió de meningitis a los dos años. Edith no podía cuidar a su hija teniendo que trabajar en las calles, así que Dupont se encargó de la niña hasta que murió. El amor de su vida, el boxeador casado Marcel Cerdan, murió en un accidente aéreo en 1949. Piaf se lesionó gravemente en un accidente automovilístico en 1951; se rompió un brazo, y dos costillas. Y a partir de ahí tuvo serios problemas con la adición a la morfina y el alcohol. Dos accidentes automovilísticos más exacerbaron la situación. En 1952 se casó con Jacques Pills, y se divorció de él en 1956. In 1962 se casó de nuevo con Théo Harapo (Theophanis Lamboukas). Piaf murió de cáncer del hígado en 1963, a la edad de cuarenta y siete años. Está enterrada con su marido Théo Sarapo, (Theophanis Lamboukas),  junto a su hija Marcelle. La suya no fue una vie en rose, pero, contra viento y marea, se convirtió en un ídolo cultural, y la cantante popular más grande y famosa de Francia.
     «Ici repose Colette», un epitafio conciso, un nombre simple y preciso. Sidonie-Gabrielle Collete, sin embargo, distaba mucho de ser simple. Fue una mujer compleja y controversial, toda su vida; no ocultaba sus relaciones amorosas homosexuales. Durante la primera guerra mundial convirtió la mansión de su marido en un hospital para los heridos, y fue hecha Caballero de la Legión de Honor. Durante la segunda guerra mundial ayudó a sus amigos judíos. Publicó cerca de 50 novelas sobre conflictos sórdidos en las relaciones amorosas, marcadas por unos diálogos íntimos y explícitos. Fue miembro de La Real Academia Belga, y presidente de L’Académie Goncourt; la primera mujer que fue admitida en esa academia.
     El monumento dentro del cual están los restos de Oscar Wilde está lleno de besos, corazones, y graphitti: «El que no ha amado no ha vivido», «Querías iluminar al mundo con tus palabras», «Oscar ti saluta mia madre», «Frida t’aime Wilde», «Banbury salut Oscar», «Amare non significa guardarse l’un l’altro, ma guardare insieme nella stessa direzione»; entre muchos otros. El que decía que las obras de arte no eran morales o inmorales, sino bien hechas o mal hechas, pagó cara su insolencia. Lo condenaron por «indecencia crasa» a dos años de trabajos forzados, por sus relaciones homosexuales, especialmente con Lord Alfred Douglas. Estando en prisión escribió la larga carta Des Profundis, en la que discute el viaje espiritual a través de sus tribulaciones, como  contrapunto oscuro a su filosofía hedonista anterior. Cuando lo soltaron se fue a Francia, donde escribió The Ballad of Reading Gaol, un largo poema que conmemora la dureza de la vida en prisión. Murió en Paris, en la pobreza extrema, a la edad de 46 años.
     «Mercie Gilbert, ton public ne t’oublie jamais», le aseguran sus seguidores a Gilbert Bécaud. Me colmó una placidez alentadora porque me acordé de Nathalie;  la muchacha de los cabellos blancos como la nieve. El último día que la vi conversábamos en su cuarto de la universidad, sobre Moscú, los llanos de Ukrania,  Les Champs Elysées, y la revolución de octubre. Después nos fuimos a visitar la tumba de Lenin, en la Plaza Roja, desierta, y tapizada por la nieve. Con tanto frío que nos dio, decidimos ir al Café Pouchkine a beber un chocolate. Nos dijimos adiós con la mirada ya henchida de nostalgias. Me prometió que un día iría a Paris a visitarme. Pero nunca lo hizo, nunca volví a verla. ¿Dónde estará ahora? La tumba también me infundió tranquilidad porque me recordó la importancia de la rosa. Cuando caminamos solos en la gran ciudad, con el viento golpeándonos de frente, ante la indiferencia de los demás; cuando nos sentimos abandonados; cuando cuesta mucho esfuerzo ganarse la vida; cuando nos parece que somos meros saltimbanquis, sin una luz al final del túnel, sin primavera en el horizonte, con el corazón enlutado: lo más importante es la vida, esa flor que danza suspendida en el tiempo. ¡Crois-Moi! ¡Mercie Gilbert!
     Al final del día, físicamente agotado, pero espiritualmente rejuvenecido, me senté a descansar en un banco, junto a lo que sería mi última parada, la tumba de Sarah Bernhardt.  «La Divina Sarah», una actriz dramática y seria que algunos consideran la  más famosa que el mundo ha conocido jamás. Hay mucha incertidumbre y misterio en lo relativo a su vida, porque ella tenía una tendencia a exagerar y distorsionar. Alexandre Dumas hijo la describía como una mentirosa notable.
     Habría jurado que estaba solo en el confín del cementerio, acompañado sólo por la «La Divina Sarah», sin embargo, del espacio vacío afloró una voz que me sorprendió, y me atemorizó.
     –C’est un endroit extraordinaire et beau, n’est-ce pas? –dijo la voz.
     Allí estaba él, en el lugar donde segundos antes no había nadie. Necesité un momento para reponerme del asombro, y precisar si el visitante era real, y no el producto de mi imaginación, o peor, un espectro que de alguna manera había cruzado la membrana que separaba mi mundo del suyo. Por la espalda encorvada, y la piel arrugada, diría yo que tenía unos noventa años. Por el agotamiento y el desánimo que irradiaban sus ojos, diría que había vivido más de lo que él hubiera querido.
     –Oui, c’est vrai. – confirmé, cuando constaté que era de carne y huesos.
     – Avez vous visité les tombeaux d’Edith Piaf et Henry Salvador? –me preguntó.
     Aunque no tenía idea de quién era Henry Salvador, recordaba haber visto su nombre en una de las tumbas que estaban cerca de la de Piaf.
     –Oui, j’y suis allé, c’est un tombeau tres beau –le respondí–. Me gusta mucho el epitafio: «Dieu reunit ceux qui s’aiment», y las dos manos esculpidas sobre la lápida, juntas, diciendo una plegaria.
     –Pienso lo mismo –coincidió él–. La Piaf fue una mujer extraordinaria, de una gran sensibilidad. Me gustaba mucho su música, la de Salvador también.
     Entonces supe que Henry Salvador había sido músico o cantante.
     –El otro día pasé por Rue de Belleville 72, la casa donde nació Edith Piaf, sumida en la pobreza. –le informé.
     –Así fue –confirmó él–. Edith sufrió mucho, no tuvo una vida fácil. Pero pudo resistir y superarse, y llegar a ser lo que fue.
     –Je viens souvent ici pour me familiariser avec la mort –continuó él–. Yo soy un hombre viejo. Mis padres, mis hermanos, mis parientes, mis amigos, todos están muertos. Ya no queda nadie más, sólo yo. Yo soy el próximo. De manera que ahora pienso mucho en la muerte, porque sé que se avecina. ¿Qué pasa cuando uno cruza el umbral? ¿Cuándo Caronte lo lleva a uno a la otra rivera del Stix? No lo sé; pero en este lugar se respira paz, armonía, tranquilidad. Aquí no se siente ningún tipo de miedo. Lo que me induce a pensar que la muerte no puede ser mala; que puede ser un paso a un nivel de vida superior, librado uno, como dicen, del estorbo del cuerpo físico. O, en todo caso, es un sueño eterno, un descanso de los sufrimientos de esta vida.
     Nunca me dijo su nombre, así que le puse uno, Thierry. Mientras hablaba de la muerte, de  Piaf, de su vida, y su música, mi imaginación me llevó a destejer lo que debió haber sido su vida. Me llamó la atención que mencionó padres, hermanos, amigos, pero no mencionó mujer, hijos o nietos. Pensé que probablemente nunca se casó, nunca tuvo hijos, nunca se enamoró, o se enamoró de alguien que no le correspondió, o de alguien que sí le correspondió pero lo traicionó, o de alguien que sí lo quería, de quien se vio obligado a separarse.
     Nació en Oradour-sur-Glane, en el departamento de Haute-Vienne, en la región de Limousin, el día del armisticio. ¡Qué ironía! La Guerra volvería a cruzarse en su camino dejando una estela devastadora. Hijo de agricultores, creció y trabajó en la granja familiar, con sus dos hermanos, Étienne, y Gaston.
     Un día, regresando de trabajar en el campo, Thierry se cruzó con Isabelle, que venía  de la escuela en su bicicleta. Con el pelo rojo amarrado en una cola, la cara llena de pecas, los ojos transparentes, y el sol brillándole desde atrás, Isabelle era como una aparición. Se miraron encandilados, se sonrieron tímidamente, y desde ese momento supieron que pasarían el resto de sus vidas juntos. Por lo menos eso pensaron ellos. Un año más tarde nació el pequeño Remy. Sus vidas transcurrían de manera idílica bajo el marco bucólico de Oradour-sur-Glane. Hasta que la Patria tocó a sus puertas.
     Cuando comenzó la Batalla de Francia en mayo de 1940, Thierry, con apenas veintidós años, se encontraba en las filas del ejército francés. Sus hermanos también. Cuando la Wermacht arremetió con el blitzkrieg, marchando a través de Les Ardennes, evadiendo la Línea Maginot, 90,000 soldados franceses perdieron la vida en seis semanas de fiero combate. Thierry y sus hermanos sobrevivieron, después de ver morir a sus compañeros de división, hechos pedazos por la artillería alemana.
     Los líderes franceses se rindieron a los alemanes el 24 de junio de 1940, después que la Fuerza Expedicionaria Británica fuera evacuada de Dunquerque. El ejército francés fue desbandado. Los alemanes ocuparon tres quintas partes del territorio francés, dejando el resto, en el sudoeste, al gobierno de Vichy, dirigido por Philippe Pétain, una marioneta de los nazis. Más tarde, a través de un discurso en Radio Londres, Charles de Gaulle se declaró jefe de un gobierno francés rival, en el exilio, reuniendo a su alrededor todas las fuerzas francesas libres, incluyendo el apoyo de las colonias, y el reconocimiento de Inglaterra y los Estados Unidos. Entonces mandó a Jean Moulin a Francia a reagrupar la Resistencia. Thierry, Gaston, y Étienne, naturalmente se unieron al movimiento.
     Los aliados liberaron a Francia en 1944, y la guerra terminó en 1945. Después de cinco años lejos de su casa, creyendo que sus tribulaciones habían concluido, Thierry regresó a Oradour-sur-Glane, sólo para enterarse de que Isabelle, el pequeño Remy, y sus padres, estuvieron entre los 642 habitantes, incluyendo mujeres y niños, que fueron asesinados el 10 de junio de 1944, por una división alemana de la Waffen-SS, como parte de las represalias tomadas por los Nazis en medio del furor de la batalla de Normandía. Gaston y Étienne, que también  volvieron al hogar, se ocuparon de la granja familiar. Thierry, por el contrario, no pudo resignarse a vivir entre tantos recuerdos desgarradores. Hizo su equipaje, y se marchó a Paris a buscar otra vida que lo alejara de tanto sufrimiento.
     Diez años más tarde, tanto Thierry como sus hermanos se vieron arrastrados una vez  más por el destino que parecía perseguirlos. Se batían de nuevo por la Francia, en la guerra de Argelia. Una carnicería de torturas, asesinatos, ejecuciones, y masacres perpetradas por ambos bandos, el Frente de Liberación Nacional, y el ejército francés. Etienne y Gaston cayeron víctimas de las granadas y las balas enemigas, en la batalla de Djabel Me’zi, en 1959.  Thierry, tal vez a su pesar, pasó vivo a través de la hecatombe.
     En ese punto, mi mente se detuvo. No pudo, no quiso, no se atrevió  a imaginar lo que fue el resto de su vida. Sería difícil contar toda la historia de Thierry, y cómo pudo andar por la vida arrastrando la carga pesada de tanto martirio.
     Cuando desperté de mi ensueño, Thierry se reía a santo de no sé qué anécdota que contaba. Entonces se despidió, deseándome  buena suerte. Mi  mirada se clavó en él a medida que se alejaba entre las tumbas. No le quité los ojos de encima hasta que se perdió en lo que me pareció un mausoleo. Entonces no lo vi más.
     Cuando anunciaron que cerraban las puertas del cementerio, me fui, medio atontado, sin estar seguro de que lo que había pasado lo había vivido de veras, o lo había soñado. Me alejé, lamentando que no le pedí a algún transeúnte que nos tomara una foto, porque, indudablemente, su imagen se irá borrando de mi memoria gradualmente. Pero, en retrospectiva, pienso que fue mejor así. El recuerdo de Thierry es  brumoso y místico; y con el pasar del tiempo se irá transformando, como si fuera el retrato de Dorian Gray. Una fotografía habría arruinado el misterio. También pienso que, cuál habría sido mi sorpresa si, al imprimir la foto, o verla en la computadora, en el lugar donde debía estar Thierry, no había nadie.
     Bueno, nunca sabré a ciencia cierta si Thierry era de este mundo o del otro; pero sus palabras alteraron mi punto de vista sobre la vida y la muerte. Me gustaría creer que es verdad lo que dice el epitafio sobre la tumba de Edith Piaf, que Dios reúne a los que se aman, y que muy pronto Thierry se reunirá con su amada Isabelle y el adorado pequeño Remy.

© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez, 2011