RÍOS VERTICALES


Algunos han cruzado ese insondable punto donde lo material se vuelve evanescente, y no han querido volver.
       -Ramón Nieto:  “El Oficio de Escribir”.


   
     Cuando se escribe una novela, un cuento, un poema, o cualquier otro de tipo producción literaria, alguien trata de tallar en el relato un poco de sus vivencias, su dolor, su fe­licidad, sus sensibilidades, y su visión del mundo. Pero, contrario a lo que esto pueda sugerir, el propósito de la na­rración no es servir de medio catártico para el autor, sino establecer algún tipo de comunicación, transmitir al público un destello del alma de quien escribe, con la esperanza de que sea comprendido por aquellos que verán en la historia que se cuenta reflejos de su vida cotidiana y su universo interior.        
     Desde el mismo momento que se publica, la razón de ser de un escrito es la necesidad de la gente de encontrar expli­caciones y soluciones a los diferentes enigmas que son parte de nuestra existencia. La obra deja de ser propiedad del autor y se convierte en patrimonio de los lectores. Estos la interpretan y re-interpretan, se identifican o no con los personajes, la pasan  por el tamiz de su psiquis, y la de­vuelven llena de significados y matices que ni el mismo autor habría imaginado. La convierten en un ente vivo y dinámico que evoluciona y pasa por infinitas metamorfosis. Lo que “La Divina Comedia” le expresaba a los lectores del siglo catorce no es lo mismo que nos revela a nosotros en el siglo veintiuno.                      
     Sin importar la urgencia que tenga el autor de comuni­carse, aquel no tiene derecho a nuestra atención, tiene que ganársela. Lo que escribe tiene que despertar nuestro inte­rés, debe poseer una cierta relevancia que amerite dedicarle nuestro tiempo, y debe hablarnos de manera que las palabras hagan resonar cuerdas muy íntimas. Dicho de otra ma­nera, el relato tiene que tener contenido y forma, sustancia  y estilo. Debe poder leerse sin mayor esfuerzo, arrastrarnos como una corriente implacable hacia el desenlace antici­pado, llevarnos al remolino del final trágico, o a las aguas tranquilas del final feliz.                               
     Las palabras deben fluir en el cuento o la anécdota como fluye el agua en un río. Y como el agua, que no pasa dos veces por el mismo lugar, tienen la responsabilidad de de­cirnos algo nuevo cada vez. El río de las palabras debe ser original y distinto, como un río que fluye del cielo a la tie­rra, o, ¿por qué no?, de la tierra hacia el cielo.  Cualquier historia que pretenda dejar huellas en los lectores, si no lo es, por lo menos debe aspirar a ser un río vertical.

© Texto y Fotografía, William Almonte Jiménez, 2008