El Árbol de la Vida

 

La noche del 31 de agosto de 1979, David, uno de los huracanes más destructivos de la segunda mitad del siglo XX, varió su trayectoria. Justo al sur del extremo este de la República Dominicana, cambió de rumbo y dio un giro brusco hacia el noroeste, que lo llevó hacia el centro del territorio, hasta el oeste de la ciudad de Santo Domingo, a la que golpeó de lleno con la violencia inaudita de vientos de 280 kilómetros por hora.

     Recuerdo que por la tarde, las nubes tenebrosas se acumularon hasta tal punto que el cielo se oscureció por completo. Luego el huracán estalló en rayos y lluvias torrenciales, y la furia de las ráfagas amenazaba con arrasar nuestra casa de madera, con el techo de chapas de zinc ondulado. Esa noche nos acostamos aterrorizados, pensando que no nos despertaríamos, o que al día siguiente descubriríamos que la casa había sido arrancada de sus cimientos y empujada por los vientos, lejos de nuestro barrio.

     Afortunadamente, Santiago, mi ciudad natal, está en el Valle del Cibao, protegida por dos cordilleras. A medida que cruzan las montañas sobre el valle, los huracanes disminuyen su velocidad. Y aunque vivíamos cerca del río, nuestra casa estaba en lo alto del acantilado.

     La mañana siguiente, la gente del barrio, especialmente nosotros los muchachos, corrimos al puente para ver qué había pasado con el río. Allí presenciamos un hecho como los que veíamos en las películas. Una gran zona de la ciudad quedó inundada, incluyendo la avenida que bordea el río. En medio del río, que se había convertido en un inmenso mar, vimos la copa de un árbol al que se aferraba un hombre.

     Un helicóptero del ejército intentaba salvarlo. Por motivos que se desconocen, el helicóptero no contaba con arneses de rescate, por esa razón el piloto intentaba acercarse lo más posible al hombre para que aquél pudiera subirse al tren de aterrizaje. Después de varios intentos fallidos, finalmente lograron izarlo y transportarlo hasta lo alto del acantilado.

     Me imagino que fue una de las muchas personas que no prestaron atención a las advertencias de la Defensa Civil de que todos los que vivían cerca del río debían abandonar sus hogares e ir a los centros de refugio. Cuando el agua empezó a subir y se dio cuenta de que tenía que correr, pero que ya era demasiado tarde, para salvarse, se subió al árbol. Pasó allí toda la noche. Es sorprendente que los fuertes vientos no lo hayan arrancado del árbol y lanzado a las aguas arremolinadas, a una muerte segura.

     La palabra huracán nos viene de los pueblos arawak, en particular los taínos, que una vez habitaron las islas del Caribe. Creían en muchos dioses, entre ellos Juracán, responsable de las tormentas, los terremotos y las malas cosechas.

     Ciertamente la ferocidad de Juracán se hizo sentir en nuestra tierra. David dejó muerte y destrucción a su paso. Un gran número de edificios sufrieron daños. Las lluvias tempestuosas provocaron el desbordamiento generalizado de los ríos; las inundaciones arrasaron con aldeas enteras y aislaron a muchas otras al cortarles las carreteras. Casi el 70 % de los cultivos también fueron destruidos; cerca de 200.000 personas quedaron sin hogar; y unas 2.000 personas perdieron la vida. La Madre Naturaleza da y también quita.  

     Y sin embargo, ese hombre sobrevivió colgado del árbol. Más que los soldados y el helicóptero, fue el árbol que le salvó la vida.

 ©William Almonte Jiménez, 2024