De pronto me entró la nostalgia por los
viejos tiempos, cuando no existía el Internet, ni el correo electrónico; cuando
las cartas se escribían a mano, se enviaban por correo aéreo en el mejor de los
casos, o correo terrestre en el peor; y tomaban semanas, a veces meses para
llegar a su destino. El cartero las
entregaba personalmente; la gente no tenía buzón. Casi siempre venían de lugares lejanos, de un
pariente, de un amor. El destinatario se
emocionaba al recibirlas. Se abrían con la desesperación por saber qué contenían. Ese papel había sido tocado por el remitente, tenía sus huellas y hasta su ADN. Algunas tenían tachaduras. ¿Un error? ¿Un
cambio de idea? La caligrafía era el reflejo de quien
las escribía. Si la correspondencia duraba muchos años, la manera como las
letras iban cambiando revelaba la edad, y el estado físico-mental del autor. A
veces traían una tarjeta postal que nos
hacía soñar con viajar. Si la carta procedía de alguien que nos
importaba, la guardábamos para toda la vida, como si hubiera sido un tesoro. Ha
habido muchos pleitos entre parejas porque uno le descubrió al otro una vieja
carta de un antiguo amor. Mi caligrafía
siempre fue horrible. Mi profesor de Humanidades-101, en la Universidad,
maldijo mi letra, porque no podía entenderla. Te confieso que la artritis ya no
me deja escribir a mano. De manera que tengo que escribir lentamente para que
las palabras resulten legibles. Ser zurdo hace más difícil la tarea. Tiene uno que estarse preocupando por no emborronar lo que está
escribiendo, porque, a diferencia de ustedes, los diestros, nosotros arrastramos
el puño por encima de lo que acabamos de escribir. Ahora que lo pienso, eso
debe tener algún significado psicológico profundo. Me tomó casi dos horas escribir
esta única página, pero me quité las ganas.
Te mando todo mi cariño, en blanco y negro, sobre pulpa de abeto, pino,
álamo, eucalipto, y abedul.
© William Almonte
Jiménez, 2013