¿Quién lo hubiera dicho? Que
medio siglo más tarde, yo estaría poniendo en práctica algo que me enseñó la
abuela cuando era muy pequeño. Pero, era innegable; ahí estaba la prueba en mi
dedo anular.
Uno de los recuerdos más
placenteros, de mi infancia, es el verano en la finca de la abuela. Para un
muchacho citadino, la vida en el campo siempre era llena de sorpresas, diversión, y, por supuesto, el cariño de la abuela.
La abuela no disfrutaba de
las comodidades de la vida urbana. En aquellos días en la casa de la abuela no
había electricidad, ni televisión; no recuerdo ni siquiera un reloj. El único
dispositivo electrónico que tenían era un radio-transistor de pilas que, la
mayor parte del tiempo estaba muerto, precisamente porque necesitaba pilas
nuevas.
Recuerdo un detalle bastante
insignificante, es decir, hasta ahora. La abuela no tenía papel y lápiz, o una
agenda para anotar las cosas que tenía que hacer, y que debía recordar; ella
simplemente las sabía; las anotaba en su cabeza. Pero, algunas veces, surgía
algo muy importante que no podía dejarse a la casualidad de su memoria, y ella
se ataba un pedazo de cuerda en el dedo anular.
Hoy en día, yo uso papelitos
adhesivos, donde anoto las cosas que tengo que hacer. Están por todas partes,
sobre mi escritorio, el monitor de la computadora, y el tablero de mi
carro.
Hace unos días, caminando por
los pasillos del centro comercial, pasé por una joyería. Los anillos, los
collares, las pulseras, y los aretes, me llamaron la atención, y de repente me
di cuenta de lo ingenioso y la conveniencia del sistema de la abuela. Ella
podía andar con el pedazo de cuerda atado en el dedo dondequiera que fuera. Yo
no puedo tener los papelitos adhesivos conmigo todo el tiempo. Sería ridículo
pegármelos en la frente, las mejillas, o la ropa. También sería absurdo, en
este tiempo, andar con un pedazo de
cuerda atado en mi dedo anular. Pero inmediatamente me percaté de que había una
alternativa. !Un anillo serviría!
Entré a la joyería y compré
un anillo hecho de ámbar, de un color muy parecido al de mi piel, de manera que
el anillo apenas se nota. Y ahí está, en mi dedo anular, en todo momento,
dondequiera que vaya. Pero contrario a lo que el pedazo de cuerda significaba
para la abuela, un recordatorio de las cosas que tenía que hacer, para mí, el
anillo de ámbar es un recordatorio de las cosas que no tengo que hacer, que no
debo hacer, que no me conviene hacer, que no puedo darme el lujo de cometer
otra vez.
© Texto y fotografía, William Almonte, 2012