Te escucho contarme lo que te aqueja. Preferiría no saber lo que te
pasa, pero desde el primer momento caigo en la trampa. Me obligas a enterarme
de porqué frunces el ceño y me miras con ojos nublados; porqué se te quiebra la
voz cuando me pides consejos, como si yo fuera más sensato. Entonces desvías la
mirada, supongo que para ocultar tu vergüenza, al mencionar su nombre. Me
compadezco y trato de entenderte. Pero por más que agonizo cuando la pena te
aflige, todo este argumento me mortifica, y ya no lo resisto. No puedo defender
tu postura. No quiero que me hables de él. Ojalá que no existiera. No me
importa en lo absoluto. ¿Por qué debería importarme? Su amor por ti es sólo un
juego. Dame una sola razón por la que no debería decirte adiós, irme, y dejarte
vacía. Después de todo, sólo eres un ave
de paso.
Me hablas como si no
estuvieras frente a mí. Irracionalmente tratas de tomar mi mano, como si yo
fuera él. Me estremezco, y retrocedo. No quiero aventar la pasión, y sembrarla
en un terreno baldío, para que luego se extinga a causa de alguien que está
aquí sólo transitoriamente. Cuando finalmente te das cuenta de mi presencia, y
me preguntas que cómo estoy, con la mente hecha un caos al que no puedo vencer,
te respondo que estoy bien.
Pero lo que nunca sabrás es
que te miro lleno de miedo cuando te brillan los ojos y sonríes; que observo
tus manos constantemente a medida que se mueven a través del aire; que apenas
puedo entender lo que estás diciendo, porque en realidad no te estoy
escuchando, porque sólo sé mirar tu boca y regocijarme, alucinado por la
misteriosa inflexión de tu voz; que conozco la geografía de tu piel a pesar de
que nunca te he palpado, y la humedad de tus labios, aunque nunca te he besado.
Nunca te voy a hablar de las noches sin dormir; que sonrío cuando veo tu nombre
en mi buzón; que catorce días son un tiempo largo durante el cual apresuro los
relojes, hasta volver a caminar cerca de ti, junto a ti.
Pronto te irás. Y no es sólo
que te vayas, sino la manera como te vas. Me dejas tristísimo. Yo habría
querido verte todos los días, y llevarte al aeropuerto, y despedirnos con
un abrazo inacabable, un raudal de
lágrimas, y muchos besos, sabiendo que muy bien podría ser esa la última vez
que nos viéramos. Tú, sin embargo, has fijado una distancia muy precisa entre
nosotros, y yo no tengo más remedio que observarla. Aprender a aceptar de ti lo
que quieres dar, sin exigir más.
Pronto terminarás conmigo,
como otras han venido y se han ido. Habrás desaparecido por completo de mi
vida, sin saber lo que me hiciste: que gracias a ti aprendí a reprimir mis
inclinaciones perversas, y dejar en libertad lo que hay de bueno en mí. Pero,
de nuevo, ¿por qué iba yo a decirte esas cosas? Eres sólo un transeúnte, una
vida temporal que brevemente se cruzó con la mía.
©
Texto y fotografía: William Almonte, 2012