El Síndrome de Afganistán

War is a racket. It always has been. It is possibly the oldest, easily the most profitable, surely the most vicious. It is the only one international in scope. It is the only one in which the profits are reckoned in dollars and the losses in lives…It is conducted for the benefit of the very few, at the expense of the very many. Out of war a few people make huge fortunes.
–Smedley D. Buttler


The control of global politics, by the wealthiest families of the planet is exercised in a powerful, profound and clandestine manner. It is a system in which the elites thrive on war and widespread human misery, on death and destruction by design… Countries go into massive debt to finance war, and then borrow billions more to rebuild, thus benefiting the global psychopathic elites.

–Matthew McCaffrey


Aún asumiendo que todo lo que me ha dicho es verdad, las razones por las que rehúsa lo que le propongo me son difíciles de comprender. Supongo que son complejas. La contemplo desde la cama. Su cuerpo desnudo, de senos y nalgas pequeños, pero firmes, de cuello largo, y pelo hasta los omóplatos, se perfila contra la ventana de cristal, iluminada por el fulgor del poste de luz de la esquina. Se ve tan distraída que parece estar muy lejos de aquí; yo diría que exactamente a 9,862 kilómetros de distancia, en Vladivostok, en compañía de Ilya. A pesar de tenerla tan cerca, en este momento me siento el hombre más solo del mundo. Hay una barrera entre los dos que yo siempre estoy dispuesto a franquear, pero ella no me deja.  No me queda otra alternativa que resignarme a esa realidad.


Un domingo por la tarde, en el flea market de Downsview, donde tengo un tenderete para vender libros raros y usados, ella se acercó silenciosamente; sus ojos grises y nublados me miraron con cierta timidez; su boca entreabierta me mantuvo en suspenso hasta que se decidió a hablar. Me preguntó si tenía la primera edición de Wuthering Heights, la de 1847. En el momento que le mostré la copia, un centelleo irradió de su cara. Al mismo tiempo que le miraba el pecho, me pagó, y se fue. No le quité los ojos de encima hasta que la perdí de vista en el gentío.
     Me acordé de ella durante toda la semana, y calculé que a esa tal vez podía tirármela. Siempre he tenido suerte con las ratas de biblioteca. Pero sabía que las probabilidades de volver a verla eran nulas.    
     Grande fue mi sorpresa cuando, el próximo domingo, volvió. Yo ya afilaba los dientes. Esta parece que quiere algo, pensé. 
     – Esta vez no busco nada específico, –se apresuró a informarme– sólo estoy mirando. Me gusta su establecimiento, el reguero de libros, la poca iluminación, y el olor a papel viejo. 
     La última frase me enardeció, y delineó en mi mente una imagen erótica. Una de las mujeres con las que anduve me decía que me gustaban tanto los libros que hasta el pene me olía y sabía a papel. Le seguí la corriente, y hablamos de literatura.
     – Bueno, naturalmente que me gustan los autores de mi tierra, sobre todo Pushkin, y Turgeniev, pero mis preferidos son las hermanas Brontë, Edith Wharton, y Milan Kundera. ¿Y tú?
     ¡Ah! –Pensé, socarronamente, medio sonriendo– ya me está tuteando. Me gustan las comunistas.
     – De los rusos, Dostoyevsky es mi predilecto; Crimen y Castigo es una de las mejores novelas que he leído. Soy fanático de García Márquez, he leído todas sus novelas. Me encanta Camus, sobre todo L’Homme Révolté. Émile Zola es una maravilla; aunque no me creas, leí las veinte novelas sobre la saga de la familia Rougon-Macquart. Y, mis héroes novelescos son casi todas mujeres, como: Sofía Semyonovna Marmeladov, Nora Helmer, Tess Durbeyfield, Helen Graham, Hester Prynne, Larissa Fyodorovna Antipova, y las prostitutas de La Maison Tellier.
     Después del coloquio interesante, que obviamente nos agradó a los dos, la invité a comer en el food court, donde Rafael tiene un puesto de comida dominicana. 
     – Allí podremos seguir conversando sobre otros libros, como La Muerte de Ivan Ilich, Muerte en Venecia, y Crónica de una Muerte Anunciada.
     – ¿Por qué tienes que ser tan patológico? –me regañó– al mismo tiempo que se echó a reír. ¿Por qué te obsesiona el tema de la muerte? What’s wrong with you?
     – Primeramente, no todas las muertes son fúnebres –le rebatí–. Algunas hasta son cómicas, como La Muerte en Yipe, por ejemplo.
     – ¿La muerte en qué? –dijo, sorprendida, y sin poder contener la carcajada–. Nunca había oído hablar de semejante cosa. ¿Qué es eso? What the hell are you talking about?
     – Nunca lo sabrás si no aceptas mi invitación a comer.
     Levantó la mano izquierda y me mostró el anillo que llevaba. Me miró frunciendo el ceño, como queriendo decir: Sorry! Entonces la extendió para que la estrechara, y se marchó. 
     El rechazo no me decepcionó, es algo que me sucede a menudo. Supongo que además de la atracción física, una de las razones por las que me atreví a invitarla, fue su fuerte acento eslavo al hablar inglés. Lo que quiero decir es que aquí los locales son muy concientes de las diferentes razas y culturas, y se mantienen aparte. Pero nosotros los inmigrantes, sin importar de donde vengamos, o el color de la piel, tenemos algo en común: el destierro, voluntario o forzado. Sufrimos la experiencia de dejarlo todo atrás, de haber cruzado el océano, de habernos establecido aquí, donde el desarraigo, la nostalgia, y la soledad son tan aplastantes, y la necesidad de compañía tan perentoria, que sólo otro exiliado puede entendernos. Yo, un inmigrante del Caribe, podría comprenderla mejor que cualquiera de su pueblo que nunca abandonó la aldea.  
     El tercer domingo, cuando ya me disponía a cerrar mi librería, apareció sin que me diera cuenta. Sin ningún preámbulo dijo que si todavía estaba interesado, podíamos ir a comer. En el negocito de Rafael le compré moro de guandules y bacalao guisado con papas; y para beber, una botella de maví. Le entró al platillo con una duda incuestionable, pero al final dijo que le gustó, que estuvo todo muy sabroso. Hablamos de Siberia y del Caribe, del Río Yaque y el Yenisei, de los Taínos y los Tártaros, de Tolstoy y Héctor Incháustegui Cabral, de la Revolución de Octubre y la Guerra Civil del ‘65, del Archipiélago Gulag y Los Dioses Ametrallados. ¡Dos mundos tan distantes, y de cierta forma no muy disímiles!
     El cuarto domingo, mientras comíamos, la miré fijamente, y le tomé una mano. Ella no la retiró. Terminamos de comer en silencio. Después de pagarle a Rafael la invité a venir a mi apartamento. Ella me recordó que tenía marido, y bajando la mirada me reveló que también tenía un amante, y que aunque a mí me pareciera absurdo, ella no podía estar con tres hombres al mismo tiempo. Sin levantar los ojos, y acariciándome una mano, me confesó que la relación con su amante estaba a punto de romperse, y que sólo después, me daría una oportunidad.  
    

Norilsk, a orillas del río Yenisei, en Siberia, es una de las ciudades más septentrionales del mundo, y una de las más contaminadas. Fundada por el gobierno soviético en 1935, como campo de trabajos forzados, es ahora el lugar donde se encuentra la fábrica de metales raros más grande de Rusia. La polución del aire ha alcanzado niveles críticos, a causa de los cuatro millones de toneladas de cadmio, cobre, plomo, níkel, arsénico, cobalto, selenio, radioisótopos de estroncio-90, cesio-137, zinc, selenio, oxido de carbono y nitrógeno, dióxido de azufre, y sulfuro de hidrógeno, que cada año se propagan en la atmósfera. En ese averno rodeado de bosques calcinados, donde la nieve es negra, y el aire sabe a azufre, nació Aksinya Fyodorovna, en 1975.
     Recorrió toda la Unión Soviética, desde Murmansk hasta Vladivostok, a causa de que a su padre, que estaba en el ejército, lo trasladaban continuamente. Aparte de Vladivostok, nunca vivió más de un año en ningún lugar. Cuando comenzaba a hacer amigos, tenía que separarse de ellos porque su familia debía mudarse. Tuvo que acostumbrarse a no apegarse a nadie.
     El ejército rojo cruzó la frontera de Afganistán cuando Aksynia tenía sólo cuatro años, en diciembre de 1979. Fyodor Aleksandrovich estaba entre sus filas. Durante los diez años que su padre pasó combatiendo en los desiertos y las cuevas de Afganistán, matando, y defendiéndose de los mujahideens, Aksinya creció, se hizo mujer en su ausencia, y dejó de necesitarlo. Un lado positivo de la guerra fue que pudo vivir un largo tiempo en un lugar; echó raíces en Vladivostok, que llegó a ser como su ciudad natal. A pesar del blindaje anti-emotivo con el cual se había recubierto, para no encariñarse con nadie, se enamoró de Ilya Ivanovich, un compañero de escuela, con la vehemencia del primer amor.
     Ludmila Nikolaevna, pese a que, empujada por el desamparo y la miseria afectiva había aceptado a Igor Petrovich como amante, le aconsejaba a su hija que se cuidara de Ilya; y le decía que todos los hombres eran unos sinvergüenzas, a quienes sólo les interesaba satisfacer los apetitos animales. Ludmila no sabía que nada carnal pasaba entre ellos; que más bien Ilya, que había perdido a su padre en la guerra, y Aksinya, se aferraban el uno a la otra, como a una cuerda salvavidas, para poder sobrevivir la locura del mundo que les había tocado vivir.
     En 1989, posiblemente como resultado de la Perestroika, el ejército soviético se retiró de Afganistán. Cerca de un millón de civiles, 90,000 Mujahideens, 18,000 soldados afganos, y 15,000 soldados rusos habían perdido la vida en el conflicto. De los que regresaron vivos, más de 50,000 habían sido heridos, de los cuales unos 11,000 eran inválidos e incapaces de volver a trabajar. Fyodor Aleksandrovich volvió a Vladivostock con apenas una cicatriz en una pierna, producto del accidente que sufrió el helicóptero de su unidad cuando fue derribado por un proyectil Stinger lanzado por los Mujahideens. A parte de eso, estaba supuesto a volver a su vida normal. Pero, ¿cómo podía nadie que participó en las masacres de Kalakan, Mahigiran, y Kushkeen, (donde los soldados soviéticos incineraron las aldeas, y asesinaron a casi todos sus habitantes, incluyendo a los niños) regresar a la madre patria, con la psiquis mutilada, y llevar una vida normal?
     Al volver a casa no hubo recibimiento de héroes.  Muchos pensaban que la guerra había sido una vergüenza nacional. La prensa oficial, y el gobierno  criticaban a los soldados por haberla perdido. Aunque el conflicto armado había concluido, la guerra se prolongaba  en el alma  de muchos  que regresaron traumatizados. Sus vidas nunca serían igual que antes. La experiencia de matar, a veces indiscriminadamente, en una guerra cuyas razones no entendían, cambió el carácter y la vida de los soldados, muchos de los cuales apenas tenían dieciocho años cuando fueron reclutados. El impacto a largo plazo, y una de las consecuencias más terribles de la guerra, lo que llegó a conocerse como El síndrome de Afganistán, fueron los desordenes mentales, y  la adicción de los soldados a las drogas y al alcohol, que durante la guerra se convirtieron en elementos normales de sus vidas, y esenciales para su supervivencia. Las drogas los ayudaban a cargar 40 kilos de municiones por las montañas, a combatir la depresión ante la pérdida de sus amigos, y a vencer el miedo a la muerte.  
     Como tantos de sus compañeros, Fyodor Aleksandrovich se vio forzado a vivir de lo que ganaba su mujer, y de los beneficios del gobierno, que recibía de manera errática, y que además eran muy bajos. Aksinya apenas le prestaba atención, y Ludmila se limitaba a prepararle las comidas. Se habría dicho que más que regocijarse porque había regresado, lo consideraban un estorbo.  
     Mientras Aksinya vivía enclaustrada en una realidad inventada, que sólo incluía a Ilya Ivanovich y la escuela, y Ludmila Nikolaevna pasaba su tiempo entre la fábrica, la cama de Igor Petrovich, y los quehaceres de la casa, la salud mental de Fyodor se deterioraba cada vez más. Continuamente se emborrachaba, gritaba y amenazaba. Cuando lograba dormir un poco, se despertaba vociferando, transpirando, trepidando, escuchando el  tableteo de las Kalashnikovs, las hélices de los MI-24, el estruendo de los MIG-21, y los gritos de gente siendo ametrallada, o consumida por las llamas. 
     En más de una ocasión le dio un puñetazo a Ludmila en plena cara, hasta hacerla sangrar. El día que Fyodor empujó a Aksinya hasta el suelo y le metió un puntapié en el vientre, Ludmila decidió huir. Después de preparar algunos paquetes, se dirigió al patio de la escuela donde su hija lloraba y le prometía a Ilya que le escribiría, y que volvería cuando fuera mayor. No sabía que nunca volvería a verlo, y que jamás se enamoraría otra vez. Su madre la arrancó de los brazos de Ilya Ivanovich y la arrastró hasta la estación del Transiberiano, donde abordaron un vagón que, después de recorrer 5,190 kilómetros, las depositó en Krasnoyarsk, donde Ludmila tenía una hermana. 
     Chekhov una vez llamó a Krasnoyarsk la ciudad más linda de Siberia, pero para Aksinya, que se había acostumbrado a la vida en Vladivostok, y a la compañía de Ilya, el arrabal donde vivía, cerca de Krasnoyarsk-Passazhirsky, no tenía nada de atractivo. El silencio de Ilya, que nunca respondió a ninguna de las cartas que le escribía cada semana, la empujó al borde de la depresión. Una noche larga, tan oscura como las tinieblas de su alma, se cortó las venas. Todavía respiraba cuando su madre la descubrió, y en el hospital lograron salvarla.
     La revolución rusa de 1917 significó el principio del fin para las iglesias. Bajo el régimen de Khrushchev la mayoría de los templos habían sido clausurados; apenas quedaba una docena en la eparquía de Krasnoyarsk. A finales de los años ochenta, la nueva política del Glasnost trajo consigo ciertas libertades. La Iglesia Ortodoxa Rusa volvió a funcionar. Muchos templos fueron restaurados y devueltos a la iglesia, y algunos monasterios fueron reabiertos. En 1991, después de 70 años de ateísmo, hubo un resurgimiento de la fe en la diócesis, y las iglesias se multiplicaron.
     Aksinya Fyodorovna vivía presa de una aflicción abismal de la cual le resultaba imposible liberarse. Ludmila, que no sabía qué hacer para ayudarla, se acerco a la iglesia. Las dos asistían con regularidad a los servicios, y el nastoyatel se convirtió en su consejero y confidente. Cómo pasaron las cosas, exactamente no lo sé, pero el caso es que Aksinya comenzó a acostarse con el cura,  aunque era mucho más viejo que ella, hasta que quedó embarazada, y él le dijo que tenía que hacerse un aborto. Sin decirle nada a su mamá, se dejó llevar por él a un tugurio de Krasnoyarsk, donde un supuesto doctor se deshizo del feto. Mientras regresaban a casa en el Lada desvencijado que conducía el párroco, Aksinya gemía lastimosamente por el hijo que acababa de perder. Lo que ella no sabia es que también lloraba por los hijos que nunca tendría, porque el trabajo que le hizo el  mecánico la dejó estéril. Cuando entró en esa relación borrascosa era sana de cuerpo y alma; al salir, era una criatura marcada.  
     Un par de años después, cuando su madre murió, Aksinya, que  había dejado de verse con el sacerdote, apesadumbrada  por el vacío y la soledad que eran parte de su vida diaria, hizo sus maletas y se marchó a Leningrad, que después de la caída de la Unión Soviética había vuelto a llamarse Saint Petersburg (yo prefiero llamarla Petrograd); no sin antes enterarse de que en Vladivostok, Fyodor Alexandrovich se había volado la tapa de los sesos con una Makarova; y descubrir entre las cosas que dejó su madre, el paquete de cartas que Ilya Ivanovich le había escrito, y que Ludmila había interceptado.
     Aksynia no sabe exactamente por qué, algún tiempo después, en Saint Petersburg, le dijo que sí al profesor de la escuela donde estudiaba inglés, cuando aquél le propuso matrimonio. No estaba enamorada, y el canadiense era mucho más viejo que ella. Según lo que me ha dicho, fue probablemente impulsada por la ilusión de dejar Rusia, e irse a Canadá, donde seguramente su vida sería mejor. Pero en Toronto, a la soledad se le sumó el aburrimiento. Aunque su marido no era mala persona, y la trataba bien, y a pesar de que nunca antes le había realmente interesado el sexo, comenzó a tener amantes, con quienes tuvo su primer orgasmo, y comenzó a experimentar en relaciones sadomasoquistas con tipos de dudosa reputación, que no tenían ningún interés en ella, excepto usarla para sus fines. 

Desde que me está dando la oportunidad, las cosas transcurren más o menos de manera rutinaria. Ella viene cada domingo, a la hora que yo cierro mi librería, y entonces nos vamos a mi apartamentito en Parkdale, donde pasamos el resto de la tarde envueltos entre las sábanas.  Yo me acerco cada vez más, mientras ella mantiene su distancia. Hace ya meses que nos encontramos cada semana. Cuando de vez en cuando rompe su hermetismo, le presto mucha atención, y poco a poco he ido uniendo, como si fueran retazos, nombres de lugares y personas, fechas y acontecimientos, llenando los espacios vacíos con suposiciones. Esta es la historia que he podido tejer a partir de los datos incompletos que me da, cuando se apodera de ella una melancolía tan insondable, que la hace decir cosas, como si estuviera hablando sola, y termina sollozando, con las mandíbulas rígidas.
     Pero todavía hay cosas que no entiendo. Cuando habla de su padre, lo hace de manera confusa y evasiva. A pesar de que tenía 14 años cuando dejo de verlo, ella dice que apenas lo recuerda. A veces pienso que conscientemente lo ha borrado de su memoria, lo que me hace sospechar que Fyodor Aleksandrovich  la ultrajó. Si el sacerdote abusó de ella, o ella se dejó hacer, como un escape del desconsuelo que la sofocaba, tampoco he podido establecerlo con claridad.
     Y cuando me ha hablado  de su marido me ha dicho cosas contradictorias. Me ha dicho que es muy bueno, que la trata bien, y que nunca lo dejará. Pero también me dijo que comenzó a  tener amantes después que él le propuso un threesome con uno de sus amigos. La propuesta desconcertante de su marido la indignó, e hizo que se amargara, y dejara de dormir con él. Fue entonces cuando comenzó a salir sola, sin decir dónde ni a qué hora regresaría. Le dio por frecuentar bares, e irse con el primero que le propusiera pasar la noche con ella.
     Nunca podré entender porqué se casó con él si no lo quería, porqué sigue con él, después de tantos años, si la dobla en edad; porqué prefiere envolverse en relaciones temporales y autodestructivas; porqué, obstinada y rotunda, ha decidido tomar muy en serio eso de “en las buenas y en las malas” y “hasta que la muerte los separe”; porqué prefiere seguir poniéndole los cuernos al marido.
     Le he propuesto que lo abandone, y se mude conmigo. Ella siempre responde que nunca haría eso, que su marido no se lo merece.  Estoy dispuesto a darle lo que ella quiera.  Pero no sé lo que quiere, lo que busca, lo que necesita. A veces tengo la impresión que acostarse conmigo la hace sentir culpable, porque está engañando, no a su marido, sino a  Ilya. Tal vez algunas mujeres son capaces de enamorarse sólo una vez, y ella ya lo hizo muchos años atrás. Y puesto que su amor por Ilya nunca fue consumado, sino truncado, siempre permanecerá vivo y latente, como una herida que nunca va a cicatrizar. Y en sus recuerdos, él, naturalmente, siempre será joven y puro, sin manchas ni defectos, el compañero perfecto. O tal vez eso que busca no puede recibirlo de un sólo hombre. Su marido le da algo, un amante otras cosas, y el recuerdo de Ilya le aporta el resto. Le he preguntado más de una vez si le hace falta un nuevo amante, si ya se cansó de mí, si quiere que dejemos de vernos. Siempre me responde que no. Creo que exceptuando a Ilya, nadie nunca la querrá como yo. Pero lo que yo pueda pensar no tiene importancia. Quizás ella ya encontró en nosotros tres la estabilidad que buscaba.
     Desde la cama la observo fijamente, queriendo comunicarle todas estas cosas. Entonces ella me mira, y me sonríe, con una cierta congoja, como diciéndome que entiende lo que mis ojos están tratando de decirle, pero que no puede ser. En ese momento vuelve a la cama y se mete bajo las sábanas conmigo, su cuerpo desnudo pegado al mío. Mientras mi corazón se acelera, ella yace plácida, casi inerte, junto a mí. Sonrío, pensando que nunca le he explicado lo que es la muerte en yipe, pero que ya se presentará el momento. Es decir, me autoengaño pensando que nunca va a dejarme, que soy una de las tres anclas que necesita para no irse a la deriva. También pienso que su vida ha sido una de las consecuencias imprevistas de la guerra.


© William Almonte Jiménez, 2016