…y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las
llanuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte.
-Isabel Allende: “Dos Palabras”.
Meses después que Camila desapareció, Virgilio se cansó de hablar solo,
y decidió ir a buscarla. Era el único que quedaba en el cerro. Los últimos que
se marcharon, le dijeron que se fuera, que era inútil quedarse porque el cerro
se había muerto; pero que tampoco la buscara, a la Camila, porque ellos mismos vieron
cómo se la llevaron los platillos voladores. Virgilio les respondió que se
dejaran de pendejadas, que Camila simplemente se había aburrido y se había ido
a buscar el mar, y que de seguro allí la encontraría. Ellos le dijeron que el
camino al mar era interminable y retorcido, y que se decía que cualquiera que
lo emprendiera se toparía con cosas horripilantes, y pasaron a enumerárselas, según
decían los libros sagrados. Trataron inútilmente de convencerlo de que se fuera
con ellos tierra adentro.
Con un semblante plomizo,
como el cielo encapotado que lo cobijaba, avanzando lentamente como un fantasma,
Virgilio tomó el sendero pedregoso que bajaba del cerro. Sus ojos vidriados,
que no parpadeaban ni reflejaban la luz pues parecían ser de cristal esmerilado,
miraban fijamente hacia el horizonte. De vez en cuando elevaba la mirada hacia
las nubes, como implorando, o esperando. Las nubes negras, ocultando el sol,
creaban una penumbra que le dificultaba el avance. Las piedras que se desprendían
del camino, resbalando contra sus pies descalzos, hacían más dificultosa la
marcha, y amenazaban con mandarlo rodando hasta el fondo del abismo que había a
un lado de la trocha. La oscuridad no avanzaba ni retrocedía; las nubes no se
movían; el aire permanecía estático; ni siquiera una brisa ligera se podía
sentir. Exceptuándolo a él, el mundo parecía haberse detenido. Él parecía ser
el único ser viviente que quedaba en ese páramo. Sin embargo, a veces escuchaba
el murmullo de muchas voces indistintas, como si una multitud invisible lo
acompañara. Pensó que mucho tiempo de estar solo allá en la loma, le había
trastornado la razón. Esperaba que más adelante el camino se hiciera menos
dificultoso. Sin embargo, lo que lo esperaba, al acecho, no se correspondía con
ese deseo.
Al final de la ladera, el
terreno se le volvió un desorden de piedras que franqueó con mucha dificultad. Al
alcanzar el extremo del llano pedregoso, bajó por una cuesta infestada de
malezas que lo llevó a un llano cubierto de arbustos secos. Los matorrales
estaban por todas partes, y le fue muy difícil decidir la dirección por la que
debía seguir, pues los pajonales habían cubierto todo los senderos. Un breve
destello se coló por entre dos nubes, y Virgilio optó por seguirlo.
Más adelante, un despeñadero forrado de
cactus y ortigas que se continuaba en una planicie cubierta por el mismo tipo
de vegetación, le bloqueó el paso; y a pesar de que las espinas le desgarraban
la ropa y la piel, no se amedrentó, y prosiguió el rumbo. En el límite de la
explanada de ortigas, una ruta cuesta abajo, revestida de una maleza en llamas,
se convirtió en un llano donde los arbustos se quemaban sin parar. Desafiando
el calor intenso de la tierra, y soportando la sed que lo sofocaba, puesto que
no había agua en ningún lugar, logró esquivar los zarzales encendidos, y abrirse
paso a través de la llamarada que era el campo, sin quemarse los pies.
La geografía del terreno se
repetía. No había árboles, una vertiente lo llevaba a un descampado, al final
del cual había un barranco que descendía a otra planicie. Y así fue
descendiendo por niveles y terrazas, de las cumbres donde residía. Cada sendero,
y cada estepa era más difícil de transitar que los anteriores. Al bajar por
cada declive debía tener mucho cuidado para no resbalar y bajar rodando a una
muerte segura hasta el próximo erial.
Atravesó una llanura de
tierra seca, donde sus pies descalzos se trababan en las grietas del terreno. Casi a ciegas, pues el viento que soplaba rigurosamente
le metía el polvo en los ojos, pudo vadear una región de tierra suelta y fina.
En el país de las ciénagas se le enterró el cuerpo hasta las rodillas, y consiguió
evadirse tras muchas horas de debatirse en el fangal. El valor, la
determinación, y la fe en que podría alcanzar el final del camino, lo
abandonaban paulatinamente. Así, mentalmente casi derrotado, Virgilio llegó a
un lugar que nunca pensó encontrar, una tundra glacial donde sólo había nieve,
hielo, musgos y líquenes helados. Mal abrigado para soportar semejante embate
de los elementos, además de andar descalzo, y con la certidumbre también bajo
cero, Virgilio se desplomó, sabiendo que no sobreviviría. Vencido por el
agotamiento se echó sobre una pila de nieve, y se durmió, esperando que la
muerte se lo llevara en el sueño. Horas después, el viento silbándole en los
oídos lo despertó. Cuando constató que todavía estaba vivo, acopiando la poca
energía que le quedaba, concentrándola en un solo esfuerzo, pudo ponerse de
pie, y arrastrar el cuerpo hasta que cruzó el llano de los hielos. A medida que
descendía, el frío se hacía menos penetrante, y la nieve iba desapareciendo, dejando
al descubierto una superficie arenosa. La región se volvió una cordillera de
dunas. Y aunque todo estaba en calma, y el viento no bramaba, el ascenso y
descenso de las dunas era lento y difícil, puesto que los pies se le atascaban
en la arena. Al cabo del desierto de arena el cielo se hizo menos gris. Escaló la última duna, y entonces pudo ver, a
los lejos, la playa, y el mar.
Cuando bajó la última pendiente, finalmente
arribó al océano. En la playa larga, de extensas dunas, reinaba un silencio
absoluto. Nada se movía, ni las nubes, ni la luz, ni las olas. El agua no
reflejaba nada, como si el mar estuviera congelado. Se sentó en la playa,
mirando en todas direcciones, inquieto, y atormentado por las dudas. Ni el mar
ni el trayecto que lo había llevado hasta allí eran lo que había esperado. Recordaba
los detalles de la prolongada travesía, los peligros que corrió, y las contrariedades
que tuvo que encarar, y se preguntaba si había valido la pena, si encontraría
lo que buscaba, si sucedería lo que esperaba, y la certeza se le hacía cada vez
más endeble. Algo lo inquietaba, algo estaba fuera de lugar, algo no tenía sentido.
Después de horas de
reflexionar se dio cuenta de que lo que no encajaba era que en los lugares por
los que atravesó no había nadie. Según los libros sagrados, estaba supuesto a toparse
con gente siendo atormentada por sus pecados. Debió haberse encontrado con muchos siendo consumidos
por una lluvia que bajaba del cielo; otros sumergidos en un gran torbellino
incesante que los metía en la soledad absoluta; otros siendo azotados por una
lluvia de fuego, arrastrando piedras colgadas del cuello; aún otros luchando en
el fango, aprisionados en un pantano creado por un manantial de aguas oscuras.
Debió haber hallado a los que estarían metidos en un sepulcro de fuego, rodeado
por una muralla de hierro, que a su vez estaba rodeada por una laguna pestilente;
otros que estaban metidos en un hoyo lleno de piedras, rodeados por un río
tinto de sangre; siendo devorados por el cancerbero, o el minotauro; los que
estaban siendo cocinados en una laguna de peces hirviendo; aplastados por una
capa de plomo dorado; mordidos por serpientes; en llamas; siendo acuchillados;
cubiertos de lepra; arrollados por un torbellino que flagelaba implacablemente
sus cuerpos; debió ver al gran traidor dentro del pozo de hielo rodeado de
gigantes masas brutales; a los inertes sepultados en la tierra, confundida con
torres; al ángel de luz, en la cueva glacial,
con sus tres cabezas demoníacas.
Virgilio se mantuvo inerte a
lo largo de muchos días, entumecido, sepultado en un silencio total, aunque a
veces le parecía que escuchaba muchas voces confusas, como si una muchedumbre
incorpórea estuviera con él, cada uno de ellos sentado como él sobre la arena,
lado a lado, formando una fila que se extendía a lo largo de la playa hasta
perderse de vista.
Permaneció en esa posición,
con la mirada clavada en el mar, el cielo, y el horizonte, como esperando la
llegada de alguien, o el inicio de algún fenómeno natural, o sobrenatural, un
terremoto, un cataclismo, la parusía. Pero no ocurrió nada. La tierra no se partió,
para que saliera el gran dragón, la gran serpiente, o la bestia de diez cuernos
y siete cabezas. El viento tempestuoso que venia del norte no agitó el mar, y
este no se tiñó de sangre, ni se apartó para que saliera la bestia salvaje de
color escarlata siendo cabalgada por la gran ramera. La luz no rasgó el cielo, la
masa de nubes que venía del norte no se apartó para dar paso al fuego trémulo
que refulgía como el electro, detrás del cual vendrían los cuatro corceles,
pálido, blanco, negro, y color de fuego, y el gran carro de ruedas gigantes que
refulgía como el crisólito, junto al cual había cuatro criaturas vivientes de
cuatro caras. No vio a Miguel reuniendo sus ejércitos en la montaña de Megido,
ni a Abaddón, ni a Apolión, ni al ángel exterminador. Tampoco vio el río de
agua de vida, claro como el cristal; ni los árboles de vida produciendo doce cosechas
al mes, cuyas hojas serían para la curación de las naciones. No vio al
prisionero de la isla de Patmos; no aterrizaron los platillos voladores, ni encontró
a Camila.
Cuando pudo vencer la parálisis, y se hastió
de esperar, resolvió continuar el camino, a pesar de que no sabía hacia donde
se dirigía. Deambuló a lo largo del litoral durante muchos días, hasta que al
final del mismo localizó una sierra que escaló siguiendo una vereda que la
circundaba nueve veces. En la cima, que era una especie de meseta, encontró una
cueva que se convirtió en un túnel que lo condujo a otra montaña, de la que
descendió por un sendero que la circundaba nueve veces. Cuando bajó de las alturas
su consternación fue grande al descubrir que se hallaba en la planicie rocosa,
al pie de la cuesta pedregosa que se dirigía hacia la colina donde había vivido
toda su vida. No podía entender cómo, después de meses de errar por la región,
había ido a parar al mismo sitio de donde había partido.
Desconcertado, deliberó
durante un largo rato, y determinando que no tenía otro lugar donde ir, acometió
la pendiente rocosa que lo conduciría de vuelta al cerro. Cuando alcanzó la
cumbre, lo sobrecogió el hecho de que el paraje estaba transformado. Ahora el
sol, que se escurría a través de los
nubarrones, quebrándolos en un millón de hilachas, alumbraba todos los recovecos;
y por primera vez en muchos meses, contempló vegetación verde, y otro ser
humano. Una figura solitaria se acercaba. Cuando llegó a la entrada del caserío,
y el extraño se detuvo junto a él, aquel dio muestra de sorpresa, como si
pareciera reconocerlo, y sin decir nada, y evidentemente agitado, se echó a
correr hacia la villa. Virgilio continuo adentrándose en la aldea, y más
adelante vio una multitud que se trasladaba hacia él. Todos hablaban al mismo
tiempo, en medio de una gran algarabía; algunos lo señalaban con el dedo. Cuando
estuvieron más cerca y lo reconocieron, la barahúnda se hizo todavía más aguda,
y todos corrieron a su encuentro. La perplejidad y el asombro alcanzaron un
nivel casi inaguantable para el alma Virgilio, cuando notó que Camila iba al
frente del grupo. Cuando finalmente lo tuvo de frente, ella lo enlazó fuertemente,
estremecida por el júbilo. Todos reían y le sonreían, y le preguntaban,
hablando todos a la vez, que porqué se había marchado, que porqué desapareció de
esa manera, repentinamente, sin decirle nada a nadie, que estaban angustiados
por él, que pensaban que estaba muerto, que nunca más volverían a verlo. Y
todos, principalmente Camila, manifestaron su gran regocijo porque había
regresado.
© Texto y fotografía, William Almonte Jiménez, 2016