Durante su vida, larga y
solitaria, su interacción con los demás
se había limitado a las relaciones breves que sostenía con las muchachas a las
que asesinaba sistemáticamente. No tenía alternativa, tenía que escuchar el
grito salvaje que lo convocaba desde la profundidad de sus genes, obedecer los impulsos
animales que gobernaban su comportamiento. No podía evitarlo. Acabó entrampado
en ese modo de vivir como un cordero inocente. Había aprendido a aceptar lo que
le había sucedido, la inmundicia en que su vida se había convertido. Después de
eso, matar nunca le fue difícil. Hasta que conoció a Krisztina. Cuando la acechaba,
no podía desatar las bestias que llevaba dentro, y se resignaba a acompañarla
hasta su casa, caminando detrás de ella, para luego estacionarse en el callejón
que había detrás del edificio, y desde allí, vigilar su sueño, mirando su
ventana, como si en vez de matarla, hubiera querido protegerla. Drago ignoraba
el porqué. Tal vez porque ella removía los despojos del hombre que fue alguna
vez. En cualquier caso, no podía presentir que esa noche iba a cometer un acto
del cual nunca se creyó capaz.
Escuchando su propia
respiración, agazapado en un callejón, indiferente al hedor a basura podrida
que impregnaba el lugar, con el cuello del gabán desdoblado para protegerse del
viento otoñal, y el sombrero ajustado de manera que le tapara los ojos de
bestia y no dejara ver del todo su cara (tan pálida como la luz de luna que la alumbraba),
vigilaba constantemente el farol que iluminaba la esquina adoquinada de Carfax
Avenue y Bourbon Street. Drago se impacientaba. ¿Por qué se demoraba tanto? ¿No
había ido a trabajar ese día? ¿Había cambiado de trabajo? ¿Se había mudado del
barrio?
Recordó el día que la
conoció. A través del humo y la penumbra del bar donde ella trabajaba, la vio
subir la escalinata que conducía al escenario. Un saxofón vomitaba notas
prosaicas que retumbaban en las paredes mugrientas y se adherían a la piel de
los presentes. Era joven, pero no tanto como algunas de las niñas prostituidas
que frecuentaban la zona, algunas de las cuales habían sido sus víctimas.
Cuando estuvo arriba: gritos y aplausos, palabras obscenas, después, silencio.
Los ojos de todos estaban fijos en ella. Poco a poco se fue quitando la ropa, y
terminó abriéndose de piernas frente a los presentes. Los parroquianos
borrachos y solitarios la miraban como si ella fuera la encarnación misma de
sus fantasías, la realización plena de sus aspiraciones más íntimas, el único
enlace con lo que quedaba de incontaminado en el mundo. Ella fingía una
sonrisa, y simulaba prestarles atención. Pero mientras ejecutaba su rutina, sus
pensamientos andaban perdidos en otros lugares y otros tiempos, dentro de un
blindaje que la protegía de la locura. Esa noche Drago la esperó fuera del bar,
abordó el tranvía de Carfax Avenue después que ella, se sentó al fondo,
descendió después de ella, en Bourbon Street, y la siguió, manteniendo una
distancia, hasta el desvencijado edificio de apartamentos en Targumures, donde
ella vivía. Desde el callejón que estaba detrás del edificio vigiló su ventana.
Se la imaginó desnuda, pensó que rozaba sus manos por todo su cuerpo, y que
probaba su boca, sus senos, y su sexo. Hubiera querido subir hasta su aposento, experimentar el placer
terrible del depredador que somete a su presa indefensa y asustada, y
finalmente matarla. Pero, simplemente esperó afuera, custodiando su morada,
hasta que los primeros rayos del amanecer lo obligaron a desaparecer. Ese
episodio se repitió durante semanas.
Pasada ya la medianoche, el tranvía de
Carfax Avenue hizo la última parada del día, en Bourbon Street; justo donde terminaba la avenida, y los
rieles daban un giro hacia atrás. Después que se bajó el único pasajero, el
tranvía dio la vuelta, se diría que con cierta premura, haciendo chirriar los
rieles y retumbar la calle; como queriendo alejarse de esa intersección lo más
pronto posible, como si hubiera preferido no seguir avanzando por esos rumbos.
En realidad no habría podido, aunque hubiera querido: Carfax Avenue terminaba
en Bourbon Street, y del otro lado de la
calle sólo estaba el Bathory Cemetery, impidiéndole el paso. Pero más que esa barrera, probablemente fue
su lógica de máquina la que le aconsejó no aventurarse más en ese territorio
prohibido.
Cuando Krisztina bajó del
tranvía miró sospechosamente en todas direcciones, cruzó la calle, y se
apresuró a caminar por Borgo Lane, un camino sombrío, cobijado por árboles
altos, de copas espesas, que cercenaba el cementerio en dos mitades. Como si
hubiera sido la prolongación de Carfax Avenue, se extendía hasta una ferrovía
abandonada. Estacionados en los rieles, había varios vagones derruidos, inmóviles
y misteriosos, con hoyos en las paredes, que parecían ojos que espiaban desde
dentro. Del otro lado de los rieles estaba el barrio de Targumures, llamado así
porque casi todos sus habitantes procedían del mismo lugar en los Montes
Carpatos. A diferencia del tranvía, y para evitarse el largo rodeo por la
periferia del cementerio, los moradores de Targumures, regidos por instintos
irracionales, se aventuraban por Borgo Lane, porque era un atajo muy conveniente que los llevaba
directamente a la esquina de Bourbon Street y Carfax Avenue, donde abordaban el
tranvía. Dos veces por día hacían el trayecto traicionero, en la bruma de la mañana para ir a sus trabajos, en la
oscuridad de la noche al regresar a sus hogares. Semejante conducta era difícil
de explicar. Las sombras dominaban el lugar, la claridad nunca lo bañaba por
completo, ni siquiera en pleno día, porque los árboles altos, de copas espesas
estaban esparcidos por todas partes. Muchas lápidas, resquebrajadas, estaban
tiradas sobre el césped húmedo y fétido; muchas de las lozas que debían cubrir
y proteger la entrada de las criptas, estaban desmoronadas, y las entradas
abiertas de par en par. El viento silbaba al rebotar contra los árboles y las
tumbas, a veces sonando como voces, gritos, y quejidos. Y como si eso no
hubiera sido suficiente para disuadir a cualquiera de andar por esos parajes,
corrían rumores de que algunos habían desaparecido transitando por Borgo Lane.
En realidad eran más que rumores. Varias personas habían sido encontradas por la
mañana, asesinadas, completamente desangradas, sus cuerpos tirados junto a
alguna de las tumbas que estaban al borde del callejón. Los residentes de
Targumures, inclinados a la superstición, decían que todo aquello era cosa del
Diablo. A pesar de todo, los vecinos
preferían cruzar a través de
aquel espantoso lugar para llegar a sus trabajos y sus casas, en vez de dar un
largo rodeo. La conveniencia del atajo era más fuerte que su sentido común.
Como otras veces, Krisztina tuvo
la sensación de que la vigilaban. La primera vez que le sucedió, regresaba de
su trabajo, avanzada la noche, como siempre, caminando por Borgo Lane. Escuchó pasos detrás, apresuró la marcha, y
notó que los pasos detrás de ella también se apresuraban. Entonces, dominada
por el pánico, se echó a correr. Jadeando, llego a su edifico, subió la
escalera corriendo, se metió al apartamento y, antes de correr las cortinas,
echó un vistazo cuidadoso por la ventana que daba al callejón. Creyó ver una
sombra que se ocultaba. Lo cierto es que sólo vio el reflejo de la luna sobre
unos dientes blancos. El desasosiego que esa presencia invisible le causaba fue
disminuyendo con el tiempo, y como nada malo le había sucedido, se había
acostumbrado, más o menos, a ella. De todas maneras, al mismo tiempo que
aceleró el paso, se preguntó por qué continuaba tomando esa ruta peligrosa de
regreso a su casa en Targumures. Tal vez porque le urgía llegar a su casa,
meterse a la ducha, y restregarse de la mente y el cuerpo el más mínimo rastro
de humo, licor, palabras obscenas, y hombres.
Cada día, al salir de la
ducha, se metía inmediatamente a la cama y, afortunadamente, dormía toda la
noche y la mañana. Se levantaba después del medio día, preparaba comida, y se
sentaba sola a comer. Después se preparaba para irse al trabajo. Antes de salir
abría un baúl, sacaba una muñeca que conservaba de cuando era niña, y la
abrazaba; también besaba un retrato en el cual estaba ella con su mamá; la
única persona que recordaba haber querido, y que la hubiera protegido de la
violencia de su papá hasta el punto de arriesgar su vida. Después de la muerte
de su madre, las insinuaciones sexuales de su papá la obligaron a huir de la
casa. Los corruptores no tardaron en aparecer, y tal vez habrían logrado su
propósito de no haber venido ayuda de una fuente insospechada y dudosa. Krisztina
pedía dinero fuera del bar donde luego trabajaría. El dueño del establecimiento
se fijo en ella, en que era muy linda, y le ofreció trabajo como stripper. Krisztina
se hallaba al borde del precipicio, y aceptó con muchas reservas, sólo después
que él le aseguró que sólo tenía que desnudarse en el escenario. Como una
excepción a la regla, el tipo cumplió su palabra hasta el punto de ordenar a
los bouncers que la vigilaran, y no permitieran que nadie la obligara a hacer
lo que no quería. Así se ganaba la vida; el precio que tenía que pagar por ese
beneficio económico, sin embargo, era una vida sin amor. Harta de los hombres
que sólo querían tirársela, le costaba establecer alguna relación sentimental
significativa con nadie, porque, como decía ella, después de pasarse parte del
día y la noche rodeada de aquella jauría, lo último que quería era que otro
hombre le pusiera la mano encima.
A veces maldecía, renegaba, y
le echaba en cara a la vida toda la mierda que le había sucedido, la pocilga en
que su vida se había convertido. Entonces se consolaba con el recuerdo de su
madre, protegiéndola de la agresividad de su papá. Había aprendido a odiar a los hombres, a sentir
repugnancia por ellos. No tenía manera de saber que esa noche sucedería algo
extraordinario que la haría cambiar de sentimientos.
Cuando Krisztina llegó a la
ferrovía una sombra surgió de detrás de uno de los vagones y, antes de que
pudiera reaccionar, una mano fuerte la sostenía por el cuello, mientras otra le
tapaba la boca. Notando la palidez de su cara y sus manos, sus ojos inyectados
de sangre, y sus dientes descomunales, Krisztina creyó entenderlo todo. Con los
ojos espantados y el cuerpo temblando, intentando gritar, parecía pedir
clemencia. Sus lágrimas quemaban la mano de Drago como agua caliente.
Por primera vez Drago la
tenía cerca de sí. Su corazón acelerado, su respiración sofocada, y sus pechos palpitantes
excitaban los demonios que moraban dentro de él. El deseo de rasgar su vestido,
poseerla, y matarla, era inaguantable. Sujetando su cuello con firmeza y
clavando sus ojos fríos y vidriados en los de ella, Drago titubeó. Le pareció
ver en un solo destello, toda su vida de
siglos reflejada en los ojos de Krisztina. Las muchachas a las que había
violado y asesinado, sin ninguna dificultad, como cualquier fiera que
simplemente necesita matar para sobrevivir, desfilaron por su memoria. Confundido
y lleno de rabia se preguntaba por qué la casualidad lo había puesto en esa situación,
por qué tenía que amar lo que debía matar, y matar lo que amaba. Justo en el
momento en que Krisztina se desvaneció, retornó de su atolondramiento. Despavorido,
creyendo que la había matado, la soltó
bruscamente y ella cayó de golpe sobre los rieles.
Cuando recobró el
conocimiento, él estaba todavía de pie junto a ella, mirándola con ojos desorientados.
Atemorizada, se levantó con dificultad, y arrastró su cuerpo a través de la
calle que la separaba de su alojamiento. Ascendió las escaleras con apremio y,
jadeando, cerró los tres pestillos de la puerta, corrió las cortinas, y se desplomó
sobre la cama. Lloró durante un largo rato, hasta que se durmió.
En medio de la noche se
despertó, se levantó y miró por la ventana que daba a la ferrovía. Drago estaba todavía allí, de pie, inmóvil,
con los ojos fijos en su ventana. Entre sollozos, haciendo un gran esfuerzo,
logró sacar de su voz una súplica, y le gritó: “No te quedes ahí. Muy pronto saldrá el sol. Tienes que irte”.
Drago permaneció inerte, sin
responder. Cuando la primera luz lo alcanzó sintió que su piel se achicharraba.
A medida que el sol subía una hoguera le consumía las vísceras, hasta que
finalmente su cuerpo se encendió como una antorcha. Las tinieblas que lo
reclamaban, al mismo tiempo que incineraban su existencia, le devolvían la
calma, y apaciguaban la agonía que lo había atormentado durante tanto tiempo. A
través de las llamas todavía podía ver a Krisztina que lo miraba desde la
ventana, aterrorizada. Fue lo último que vio.
Cuando el día rompió a
plenitud Krisztina bajó de su apartamento, y corriendo, como enloquecida, se
dirigió hacia la ferrovía. En el lugar donde minutos antes estaba Drago sólo
había una pila de polvo. Se arrodilló ante los restos del monstruo, llenó sus
manos con los residuos de la bestia, y lloró frenéticamente; miró hacia el
cielo y de pronto, dejó escapar un alarido horripilante que repercutió en las
callejuelas deshabitadas de Targumures. Pasado un momento, todavía convulsionada,
dejó escurrir entre los dedos el último vestigio de su protector, y caminó de
vuelta a su casa; aturdida, con la sensación de haber perdido algo; angustiada,
sintiéndose más sola que nunca; desconcertada, sin entender totalmente por qué
un asesino eligió morir, en vez de matarla.
© William Almonte Jiménez, 2014
© Inspirado en la cancion de Sting "Moon Over Bourbon Street".