Me parece que el único auténtico fracasado es el que nunca emprende
nada. No atreverse a ejecutar una faena
porque uno piensa que no tiene la capacidad necesaria, o no sabe lo suficiente,
todavía podría ser excusable. Pero, no acometer tarea alguna, no lanzarse a
ninguna aventura, por miedo a la
decepción, es un acto de cobardía y la
peor derrota que puede haber.
Es verdad que todos nos
aferramos a cualquier fibra de autoestima y auto confianza que podamos tener, y
evitamos situaciones y empresas que puedan ponernos en peligro de fallar,
perdiendo así el asidero que tenemos en la vida. Evitamos iniciar una nueva
relación amorosa; entablar conversación con extraños; embarcarnos en un viaje a
un lugar distante y distinto; escribir esa canción, ese poema, ese cuento, esa
novela que desde hace tiempo traemos dándonos vueltas en la cabeza; pintar ese
cuadro, antes de que se borre de nuestra memoria. No lo hacemos porque pensamos
que el resultado final será mediocre. Y si lo hacemos, lo ocultamos,
avergonzados, de los ojos ajenos, temerosos de que pongan en evidencia nuestra
falta de talento. ¡Qué arrogancia! Como si acaso fuéramos Kafka o Dickinson. Es
un desacierto imperdonable.
Todos estamos condenados a
muerte, y no tenemos nada que perder. El propósito y utilidad de la vida
estriban en consumir nuestras habilidades para el mejoramiento de nuestra
existencia y la de los demás. ¿Cómo? Haciendo, produciendo, dando, y
dándonos. Y de esa manera, cuando lleguemos al final del camino, tener la
satisfacción de que no desperdiciamos la oportunidad que se nos dio de pasar
por este mundo.
¿Por qué no decirle la verdad
a la muchacha que trabaja en la librería? Que el propósito de las horas que
paso en el establecimiento, no sólo es buscar y encontrar, como un explorador,
el nuevo libro que cautivará mi imaginación, y que durante las próximas semanas
llenará mis horas de tedio y miedo con un impulso positivo; sino también darme
la oportunidad de observarla, con impunidad, escondido tras los anaqueles,
inseguro de cuál maravilla es más grande: el libro que tengo en las manos, o la
cara de preocupación que ella pone en los momentos que en que no hay ningún
cliente que atender.
Me llené de miedo ante la
posibilidad de conocer a Luisa, porque sabía que inevitablemente le mostraría
mi novela, la que hace ya algún tiempo escribí, la que he mantenido en secreto
absoluto, por miedo a que me digan que es mediocre, pero deseando al mismo
tiempo, de manera morbosa, que la lean, y me digan que es una pila de
basura. Masoquismo tal vez, pero
también, liberación del miedo. La tiraría en el cesto de basura, no lo
intentaría otra vez, y, asunto concluido.
Luisa me dijo que de los diecisiete
capítulos de mi novela, seis valen la pena, y el resto no sirve para nada, y me
mostró por qué. También me dijo que tengo potencial, si me dedico al oficio.
Un efecto secundario de ese
encuentro tan temido fue que Luisa me introdujo al mundo de Marguerite
Yourcenar. L’Oeuvre au noir está siendo una lectura interesantísima, y Zenón
corre el riesgo de convertirse en uno de mis héroes de la literatura.
Todas las personas que pasan
por mi vida dejan huellas; unas le suman, otras le restan. Me alegro de no
haber cedido al miedo. A penas unos días de haberla conocido, y ya siento que
mi vida es más rica. El miedo es una vaina que da rabia.
© William Almonte Jiménez, 2014